—Perrin Aybara… —llamó alguien desde el exterior—. Con tu permiso, ¿puedo entrar?
—Adelante, Gaul, mi sombra es tuya —invitó Perrin.
El alto Aiel entró en la tienda.
—Gracias, Perrin Aybara. Menudo festín —añadió al echar una ojeada a la carne—. ¿Celebras algo?
—Nada, aparte de desayunar.
—Tremenda victoria —dijo Gaul, riendo con ganas.
Perrin sacudió la cabeza. El humor Aiel… Ya había dejado de querer encontrarle sentido. Gaul se acomodó en el suelo, y Perrin suspiró para sus adentros antes de recoger el plato para ir a sentarse en la alfombra, enfrente de Gaul. Apoyó el desayuno encima de las piernas cruzadas y siguió comiendo.
—No tienes que sentarte en el suelo por mí —comentó el Aiel.
—No lo hago por obligación, Gaul.
El Aiel asintió con la cabeza.
Perrin cortó otro trozo. Sería mucho más fácil si asiera todo el pernil con los dedos y empezara a darle mordiscos. Para los lobos, ingerir la comida era una tarea sencilla. Utensilios, ¿para qué?
Esos pensamientos lo hicieron pararse a pensar. Él no era un lobo, y no quería pensar como uno de ellos. Quizá debería empezar a tomar fruta para que fuera un desayuno de verdad, como decía Faile. Frunció el entrecejo y se puso a comer otra vez.
—En Dos Ríos luchamos contra trollocs —dijo Byar, que bajó la voz—. Varias docenas de hombres que tenemos en el campamento pueden confirmarlo. Yo maté a varias bestias con mi propia espada.
Galad había olvidado las gachas, ahora frías en la mesa.
—¿Trollocs en Dos Ríos? ¿A tantos centenares de millas de las Tierras Fronterizas? —se extrañó Galad.
—Allí estaban, sin embargo —ratificó Byar—. El capitán general Niall debía de sospecharlo, ya que fuimos allí siguiendo sus órdenes. Sabéis que Pedron Niall no era de los que hacían nada llevado por un impulso.
—Sí, estoy de acuerdo. Pero ¿en Dos Ríos?
—Está lleno de Amigos Siniestros —afirmó Byar—. Bornhald os habló de Ojos Dorados. En Dos Ríos, el tal Perrin Aybara tenía izada la antigua enseña de Manetheren y reunió un ejército entre los granjeros. Soldados bien adiestrados pueden poner en ridículo a unos granjeros a los que se obliga a servir; pero, si uno reúne los suficientes, entonces pueden representar un peligro. Algunos son diestros con la vara de combate o con el arco.
—Lo sé bien —repuso Galad en tono inexpresivo; recordaba una lección bochornosa que había recibido en una ocasión.
—Que ese hombre, Perrin Aybara, es un Amigo Siniestro, está tan claro como el agua. Lo llaman Ojos Dorados porque tiene el iris de los ojos de ese color, un tono que nunca se ha visto en una persona. Estamos convencidos de que fue Aybara el que llevó los trollocs allí y los utilizó para obligar a la gente de Dos Ríos a unirse a su ejército. Al final consiguió echarnos de allí. Y ahora lo tenemos aquí, delante de nosotros.
¿Una coincidencia o era algo más?
Saltaba a la vista que Byar se planteaba la misma pregunta.
—Milord capitán general, tal vez debí mencionar esto antes, pero lo de Dos Ríos no fue mi primera experiencia con ese ser, Aybara. Hace dos años, mató a dos Hijos en una calzada remota de Andor por la que apenas hay tránsito. Yo viajaba con el padre de Bornhald. Encontramos a Aybara acampado en un sitio alejado del camino. ¡Corría con lobos como un salvaje! Mató a dos hombres antes de que pudiéramos reducirlo. Después, a la noche siguiente de haberlo capturado, huyó. ¡Milord, íbamos a colgarlo!
—¿Hay otros que puedan confirmar esto? —preguntó Galad.
—El Hijo Oratar. Y el Hijo Bornhald puede confirmar lo que vimos en Dos Ríos. Ojos Dorados también se encontraba en Falme. Sólo por lo que hizo allí, debería llevárselo ante la justicia. Es evidente que la Luz nos lo ha puesto al alcance de las manos.
—¿Estás seguro de que los nuestros se hallan con los Capas Blancas? —preguntó Perrin.
—No distinguí las caras —dijo Gaul—, pero Elyas Machera tiene una vista muy penetrante. Dice que está seguro de haber divisado a Basel Gill.
Perrin asintió con la cabeza. Los ojos dorados de Elyas debían de ser tan agudos como los suyos.
—Los informes de Sulin y sus exploradoras son similares —añadió Gaul, que aceptó una copa de cerveza que Perrin le sirvió de la jarra—. El ejército de los Capas Blancas tiene un gran número de carretas y son muy semejantes a las que nosotros mandamos por delante. Sulin lo descubrió esta mañana temprano, pero me pidió que te pasara esta información cuando te despertaras, ya que sabe que los habitantes de las tierras húmedas son muy temperamentales si se los molesta por la mañana.
Era evidente que Gaul no tenía ni idea de que sus palabras podrían ser ofensivas. El era de las tierras húmedas, y los habitantes de las tierras húmedas eran temperamentales, al menos en opinión de los Aiel. De modo que Gaul sólo exponía un hecho reconocido por todos.
Perrin meneó la cabeza y probó uno de los huevos. Estaba demasiado hecho, pero se podía comer.
—¿Sulin vio a alguien que conociera? —preguntó.
—No, aunque vio algunos gai’shain. Pero Sulin es una Doncella, de modo que quizá deberíamos enviar a alguien para confirmar lo que dice, alguien que no exigirá tener la oportunidad de lavar nuestra ropa interior.
—¿Problemas con Bain y Chiad? —inquirió Perrin.
—Esas mujeres van a volverme loco, lo juro —respondió Gaul con una mueca irritada—. ¿A qué hombre creen capaz de soportar tales cosas? Casi sería mejor tener al Cegador de la Vista como gai’shain que a esas dos.
Perrin rió sin poderlo evitar.
—Sea como sea, los cautivos parecen estar sanos y salvos —continuó el Aiel—. Y hay otra cosa que añadir al informe. Una de las Doncellas vio una bandera ondeando en el campamento que parecía distintiva, así que la copió para tu secretario, Sebban Balwer. El dice que esa bandera significa que el capitán general en persona cabalga con ese ejército.
Perrin se quedó observando el último bocado de carne. Ésa no era una buena noticia. Nunca había visto al capitán general, pero, en una ocasión, sí había conocido a uno de los capitanes Capas Blancas. Ocurrió la noche que murió Saltador, una noche que lo había obsesionado durante dos años.
Fue la noche en que él había matado por primera vez.
—¿Qué más pruebas necesitáis? —Byar se acercó, inclinándose hacia adelante, los ojos hundidos encendidos por el fanatismo—. ¡Tenemos testigos que vieron a ese hombre asesinar a dos de los nuestros! ¿Vamos a permitir que pase de largo ante nuestras narices, como si fuera inocente?
—No —dijo Galad—. Por la Luz, no. Si lo que cuentas es cierto, entonces no podemos dar la espalda a ese hombre. Nuestro deber es hacerles justicia a las víctimas.
Byar sonrió con gesto ansioso.
—Los prisioneros revelaron que la reina de Ghealdan le ha jurado fidelidad.
—Eso podría plantear un problema.
—O una oportunidad. Quizás Ghealdan es justo lo que necesitan los Hijos. Un nuevo hogar, un sitio que reconstruir. Habláis de Andor, milord capitán general, mas ¿cuánto tiempo nos tolerarán? Habláis de la Última Batalla, aunque para eso aún podrían faltar meses. ¿Y si liberásemos a toda una nación de las garras de un terrible Amigo Siniestro? A buen seguro que la reina, o su sucesor, se sentiría en deuda con nosotros.
—Eso dando por sentado que podemos derrotar al tal Aybara.
—Podemos. Nuestras fuerzas son menos numerosas que su ejército, pero muchos de sus soldados son granjeros.