Frunció el entrecejo. ¿Qué decía al’Thor? Se esforzó en tratar de entender los sonidos. Malditos oídos de las aves… Las voces sonaban como graznidos. ¿Callandor? ¿Por qué hablaba de Callandor y de un arcón?…
Tenía en la mano algo luminoso. La llave de acceso. Graendal ahogó un grito de sorpresa. ¿Había llevado eso con él? Era casi tan malo como el fuego compacto.
Y, de repente, lo entendió. Se la había jugado.
Helada, aterrorizada, liberó a la paloma y abrió los ojos de golpe. Seguía sentada en el pequeño cuarto sin ventanas; Aran’gar estaba apoyada en el marco de la puerta, cruzada de brazos.
al’Thor había enviado a Ramshalan allí para que fuera capturado, para que le pusiera una Compulsión. El único propósito de Ramshalan era confirmar a al’Thor que ella se encontraba en palacio.
«¡Luz! Qué listo se ha vuelto».
Soltó el Poder Verdadero y abrazó el menos poderoso Saidar. ¡Tenía que darse prisa! Era tal su perturbación que casi no logró abrazar la Fuente. Y sudaba.
Huir. Tenía que salir de allí.
Abrió otro acceso. Aran’gar se volvió y se quedó mirando fijamente a través de las paredes hacia donde se encontraba al’Thor
—¡Cuánto poder! ¿Qué está haciendo? —preguntó.
Aran’gar. Ella y Delana habían creado los tejidos de Compulsión.
al’Thor tenía que creer que ella había muerto. Si destruía el palacio y las Compulsiones se mantenían, al’Thor sabría que había fallado y que ella seguía con vida.
Graendal creó dos escudos y los utilizó, uno para Aran’gar y otro para Delana. Las mujeres dieron un respingo. Graendal trabó los tejidos y las ató a las dos con Aire.
—Graendal, ¿qué estás…? —empezó a decir Aran’gar con voz despavorida.
Ya llegaba. Graendal saltó hacia el acceso, rodó a través de él dando tumbos y desgarrándose el vestido con una rama. Una luz cegadora surgió a su espalda. Mientras se afanaba en cerrar el acceso captó un atisbo de la aterrada Aran’gar antes de que todo lo que había dejado atrás se consumiera en una blancura pura, bellísima.
El acceso desapareció dejando a Graendal en la oscuridad.
Con el corazón latiéndole desbocado, permaneció tendida en el suelo, casi cegada por el resplandor. Había hecho el acceso más rápido que había podido, uno que sólo llevaba a una corta distancia. Yacía en el sucio terreno de monte bajo, en lo alto de un cerro situado detrás del palacio.
Una onda aberrante pasó sobre ella, una distorsión en el aire, el propio Entramado ondulándose. Se llamaba grito de quebranto, un momento en que la mismísima creación aullaba de dolor.
Inhaló y exhaló aire, temblorosa. Pero tenía que cerciorarse. Tenía que saber. Al ponerse de pie descubrió que tenía un esguince en el tobillo izquierdo. Fue cojeando hasta la línea de árboles y miró hacia abajo.
Refugio de Natrin, el palacio al completo, había desaparecido. Consumido, borrado del Entramado. No alcanzaba a ver a al’Thor a tanta distancia, pero sabía que se encontraba allí.
—Maldito —bramó—. Te has vuelto muchísimo más peligroso de lo que creía.
Centenares de hermosos hombres y mujeres, los más sublimes que había logrado reunir, perdidos. Su plaza fuerte, docenas de objetos de Poder, su principal aliada entre los Elegidos… Perdidos. Aquello era un desastre.
«No. Estoy viva». Le había ganado por la mano, aunque sólo por escasos segundos. Ahora creería que estaba muerta.
De pronto se sentía más a salvo de lo que había estado desde que había escapado de la prisión del Oscuro. Excepto por el hecho de que acababa de ocasionar la muerte de uno de los Elegidos. Y eso no iba a gustarle al Gran Señor.
Renqueante, planeando ya su siguiente movimiento, abandonó la cima. Era un asunto que debía manejar con mucho, muchísimo cuidado.
Galad Damodred, capitán general de los Hijos de la Luz, sacó de un tirón el pie atorado en el barro que le llegaba hasta el tobillo; sonó un ruido de succión.
En el aire bochornoso zumbaban los bitemes, y el hedor a fango y agua estancada amenazaba con provocarle arcadas cada vez que respiraba mientras conducía su caballo hacia el terreno más seco del camino. Detrás de él avanzaba penosamente una larga y sinuosa columna de hombres de cuatro en fondo, todos ellos tan embarrados, sudorosos y cansados como él.
Se hallaban en la frontera de Ghealdan con Altara, en una zona pantanosa en la que los robles y las linderas aromáticas habían dado paso a los laureles y los cipreses araña, cuyas raíces nudosas se extendían a semejanza de patas finas y largas. Además del olor apestoso, la atmósfera estaba cargada y resultaba bochornosa a pesar de la sombra y del cielo encapotado. Era como respirar en una sopa infecta. Galad sudaba debajo del peto y la cota; llevaba el yelmo cónico colgado en la silla, y la piel le picaba por la suciedad y el sudor salobre.
Aun cuando tuviera el ánimo por los suelos, esa ruta era el mejor camino porque Asunawa no contaría con eso. Galad se enjugó la frente con el dorso de la mano y procuró caminar con la cabeza bien alta por mor de quienes lo seguían. Siete mil hombres, Hijos que lo habían elegido a él en vez de escoger a los invasores seanchan.
El musgo, de un tono verde apagado, colgaba de las ramas con apariencia de pingajos de carne que se desprendieran de cadáveres en descomposición. Aquí y allá, el luminoso despliegue rosa o violeta de flores menudas aliviaba los verdes y grises enfermizos. Las repentinas pinceladas de color sorprendían por inesperadas, como si alguien hubiese salpicado gotas de pintura por el suelo.
Era raro encontrar belleza en ese lugar. ¿Podría él encontrar también la Luz en su situación personal? Mucho se temía que no iba a ser tan sencillo.
Tiró de las riendas de Tenaz. De atrás le llegaban conversaciones en tono preocupado, salpicadas de alguna que otra maldición. Ese lugar, con el hedor y los picotazos de los insectos, pondría a prueba al mejor de los hombres. Los que lo seguían estaban tensos por lo que le estaba pasando al mundo. Un mundo en el que el cielo estaba encapotado y oscuro de continuo, en el que los buenos hombres morían víctimas de extrañas alteraciones en el Entramado y en el que Valda —el capitán general que lo había precedido en el puesto— había resultado ser un asesino y un violador.
Galad sacudió la cabeza. La Última Batalla llegaría enseguida.
El tintineo de una cota de malla anunció que alguien se aproximaba columna arriba. Galad miró hacia atrás justo a tiempo de ver llegar a Dain Bornhald; éste saludó al llegar junto a él.
—Damodred, quizá deberíamos dar media vuelta. —Hablaba en voz baja, casi apagada por el ruido del chapoteo de las botas en el fango.
—Volver atrás sólo conduce al pasado —respondió Galad mientras escudriñaba el camino al frente—. He reflexionado mucho sobre esto, Hijo Bornhald. Este cielo, la degradación de la tierra, el hecho de que los muertos caminen… Ya no hay tiempo para encontrar aliados y luchar contra los seanchan. Hemos de marchar hacia la Última Batalla.
—Pero esta ciénaga… —empezó Bornhald, que miró a un lado cuando una serpiente grande reptó para escabullirse entre la maleza—. Nuestros mapas indican que a estas alturas deberíamos haber salido de ella.
—En ese caso, sin duda debemos de estar cerca de la orilla.
—Puede ser —dijo Bornhald.
Una gota de sudor le resbaló por la frente y, al deslizarse por la enjuta mejilla, ésta se le contrajo con un tic. Por suerte, se le había acabado el brandy hacía unos cuantos días.
—A no ser que el mapa esté mal —añadió.
Galad no contestó. Mapas que antes eran precisos, en la actualidad resultaban incorrectos. Praderas abiertas se convertían en colinas quebradas; pueblos que desaparecían; campos aptos para el cultivo un día, y poblados de enredaderas y líquenes al siguiente. No sería de extrañar que el pantano se hubiera extendido.