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—Los hombres están exhaustos —comentó Bornhald—. Son buenos soldados, tú lo sabes. Pero empiezan a protestar. —Se encogió, como si esperara una reprimenda por parte de Galad.

Tal vez en otro tiempo sí lo habría hecho. Los Hijos debían soportar con orgullo sus aflicciones. Sin embargo, el recuerdo de las lecciones que Morgase le había enseñado, lecciones que él no había entendido siendo joven, ahora lo corroían. Dirigir con el ejemplo. Exigir fortaleza, sí, pero demostrarla antes.

Galad asintió con la cabeza. Se aproximaban a un claro.

—Reúne a los hombres. Hablaré con los que están delante. Que se tome nota de lo que digo y después se lea a los de atrás.

Bornhald parecía perplejo, pero hizo lo que le ordenaba. Galad se apartó a un lado y se encaramó a una pequeña elevación del terreno. Apoyó la mano en la empuñadura de la espada e inspeccionó a sus hombres mientras las compañías de la parte delantera se agrupaban alrededor de la prominencia. Los hombres —con los hombros hundidos, cabizbajos— tenían las piernas embarradas y espantaban los bitemes a manotazos o se rascaban el cuello.

—Somos Hijos de la Luz —empezó Galad cuando estuvieron situados en derredor—. Éstos son los días más aciagos de la humanidad. Tiempos en que la esperanza es frágil, tiempos en que reina la muerte. Pero en las noches más negras es cuando la luz brilla más gloriosa. Durante el día, una almenara resplandeciente puede parecer tenue. Pero, cuando todas las demás se apagan, ¡su luz es la que guía!

«Nosotros somos esa almenara. Este cenagal es un tormento, pero somos Hijos de la Luz y las aflicciones nos fortalecen. Nos persiguen para darnos caza quienes deberían amarnos, y otros caminos conducen a nuestra tumba. Así pues, seguiremos adelante. ¡Por aquellos a quienes debemos proteger, por la Última Batalla, por la Luz!»

«¿Que dónde está la victoria en este pantano? En que me niego a sentir sus tarascadas, porque estoy orgulloso. Orgulloso de vivir en estos tiempos. Orgulloso de ser parte de lo que va a acontecer. Todos los que vivieron en esta era antes que nosotros esperaban con ansia este momento, el momento en que los hombres serán puestos a prueba. Que otros lamenten su suerte. Que otros clamen y giman. Nosotros no lo haremos, porque afrontaremos esa prueba con la cabeza bien alta. ¡Y demostraremos que somos fuertes!»

No era una arenga extensa; Galad no quería alargar más de la cuenta la permanencia de sus tropas en aquel terreno pantanoso. No obstante, pareció servir a su propósito. Los hombres enderezaron la espalda y asintieron con la cabeza. Los que habían sido elegidos para escribir el discurso, cumplieron su cometido y retrocedieron por la columna para leérselo a aquellos que no lo habían oído.

Cuando la tropa reanudó la marcha, los hombres ya no caminaban arrastrando los pies ni con los hombros hundidos. Galad permaneció en el montículo para que los Hijos lo vieran mientras avanzaban.

Cuando el último de los siete mil hombres hubo pasado ante él, Galad reparó en un grupo reducido que estaba parado al pie del montículo. El Hijo Jaret Byar se encontraba entre esos hombres, con la vista alzada hacia Galad y los hundidos ojos relucientes por el fervor. Era un tipo delgado, de rostro alargado.

—Hijo Byar —saludó Galad al llegar al final del declive.

—Ha sido un buen discurso, capitán general —afirmó Byar con actitud ferviente—. La Última Batalla, sí. Es el momento de ir a ella.

—Es nuestra carga. Y nuestro deber.

—Cabalgaremos hacia el norte —continuó Byar—. Los hombres se unirán a nosotros y nuestra tropa crecerá. Una fuerza enorme de Hijos, de decenas de miles. De cientos de miles. Arrollaremos a nuestro paso. Quizá reuniremos hombres suficientes para abatir la Torre Blanca y a las brujas, en lugar de tener que aliarnos con ellas.

Galad negó con la cabeza.

—Necesitaremos a las Aes Sedai, Hijo Byar. La Sombra contará con Señores del Espanto, Myrddraal, Renegados.

—Sí, supongo que sí. —Byar habló con renuencia.

En fin, no era la primera vez que se mostraba renuente con esa idea, pero al final la había aceptado.

—Recorremos un camino difícil, Byar, pero los Hijos de la Luz serán líderes en la Última Batalla.

Con sus fechorías, Valda había desprestigiado a toda la orden. Lo que es más, Galad estaba cada vez más convencido de que Asunawa había desempeñado un papel muy importante en el maltrato infligido a su madrastra y su posterior muerte. Lo cual significaba que el propio Inquisidor Supremo era corrupto.

Lo más importante en la vida era hacer lo correcto, y requería cualquier sacrificio. En aquel momento, lo aconsejado era huir, porque era imposible hacer frente a Asunawa. El Inquisidor Supremo contaba con el respaldo de los seanchan. Además, la Última Batalla tenía prioridad.

Galad echó a andar a paso vivo y se dirigió a través del barro hacia la cabeza de la columna de Hijos. Viajaban ligeros, con pocos animales de carga; los hombres llevaban puesta la armadura, ya que sus monturas transportaban vituallas y suministros.

Al frente de la columna, Galad encontró a Trom hablando con unos cuantos hombres que llevaban gorros de cuero y capas marrones, en lugar de tabardos blancos y cascos de acero. Los exploradores. Trom le hizo una respetuosa inclinación de cabeza; el capitán era uno de los hombres que le merecían más confianza a Galad.

—Los exploradores dicen que hay un pequeño inconveniente más adelante, mi capitán general —informó Trom.

—¿Qué inconveniente?

—Será mejor que vengáis a verlo, señor —respondió el Hijo Barlett, jefe de los exploradores.

Galad le indicó con un gesto de la cabeza que lo condujera allí. Más adelante, el bosque pantanoso parecía que empezaba a ralear. Gracias a la Luz. ¿Significaría que estaban a punto de librarse de la ciénaga?

No. Al acercarse, Galad descubrió a varios exploradores que contemplaban otro bosque muerto. Casi todos los árboles del pantano tenían follaje, aunque reseco, pero los que había más adelante eran esqueléticos y cenicientos, como si hubiesen ardido. Había una especie de liquen o moho de un blanco enfermizo que lo cubría todo. Los troncos parecían consumidos.

La zona se encontraba inundada por la lenta corriente de un río poco profundo, pero ancho. El agua había engullido las bases de muchos árboles, y las ramas de ejemplares muertos asomaban en la sucia corriente pardusca semejando brazos que se alzaban al cielo.

—Hay cadáveres, capitán general —indicó uno de los exploradores mientras señalaba río arriba—. Bajan flotando. Parecen el vestigio de alguna batalla lejana.

—¿Aparece este río en nuestros mapas? —preguntó Galad.

Los exploradores, uno tras otro, negaron con la cabeza.

—¿Y se puede vadear? —planteó Galad, prietos los dientes.

—Es somero, capitán general, pero hemos de ir con cuidado para evitar hoyas ocultas.

Galad tiró de una rama larga del árbol que tenía al lado y la madera se partió con un fuerte chasquido.

—Iré delante. Y que los hombres se quiten capas y armaduras.

Las órdenes se transmitieron a lo largo de la columna. Galad se despojó de la armadura, que envolvió en la capa, y se ató el bulto a la espalda. A continuación se recogió los pantalones todo lo posible, hecho lo cual bajó por el suave declive de la orilla y empezó a abrirse paso a través de la turbia corriente. Se puso en tensión al adentrarse en la helada escorrentía de primavera. Las botas se le hundieron varias pulgadas en el arenoso cauce, se le llenaron de agua y levantaron remolinos de barro. Detrás de él, Tenaz entró en el río con un ruidoso chapoteo.

El agua sólo le llegaba a las rodillas a Galad y vadear la corriente no era difícil, ya que se valía de la rama cortada para encontrar el mejor sitio donde pisar. Los esqueléticos árboles muertos que asomaban a la superficie resultaban inquietantes. No se apreciaban signos de podredumbre en ellos y, ahora que se encontraba más cerca, Galad alcanzó a distinguir una pelusilla gris cenicienta entre el liquen que cubría los troncos y las ramas.