El chapoteo de los Hijos que iban detrás de él se hizo más ruidoso a medida que entraban más en la ancha corriente. Cerca, unos bultos hinchados flotaban río abajo hasta atascarse en las piedras. Algunos eran cadáveres de hombres, pero muchos otros eran más grandes, y comprendió que eran mulas al fijarse en un hocico que asomaba en el agua.
«Son docenas», se dijo. Hombres y animales debían de llevar muertos cierto tiempo, a juzgar por la hinchazón.
Lo más probable era que hubiera atacado a algún pueblo situado corriente arriba para apoderarse de la comida. Aquél no era el primer grupo de cadáveres que encontraban.
Galad llegó a la otra orilla del río y subió el suave declive. Mientras se desenrollaba las perneras del pantalón y se ponía la armadura y la capa, sintió dolor en el hombro a causa de los golpes que Valda le había infligido. También notaba punzadas en el muslo.
Giró y continuó por una vereda abierta por animales de caza que llevaba hacia el norte, encabezando la marcha de los Hijos que iban llegando a la orilla. Ansiaba subir a lomos de Tenaz, pero no se atrevió. Aunque hubieran salido del río, el terreno seguía siendo blando, húmedo y accidentado, repleto de invisibles hoyos subterráneos socavados por el agua. Si montaba, no sería de extrañar que Tenaz acabara con una pata quebrada, y él con la crisma rota.
Así pues, sudorosos a causa del terrible calor, sus hombres y él reanudaron la caminata rodeados por aquellos árboles grises. Oh, qué ganas tenía de darse un buen baño.
Un rato después, Trom se acercó a él corriendo.
—Todos los hombres han cruzado sin incidentes —informó. Alzó la vista al cielo—. Malditas nubes. Así no hay forma de calcular qué hora es.
—Han pasado cuatro horas desde mediodía.
—¿Seguro? —Sí.
—¿Y no íbamos a hacer un alto a mediodía para discutir el curso de acción que seguiríamos?
Esa reunión tendría que haberse celebrado después de haber salido del pantano.
—De momento, tenemos pocas opciones. Conduciré a los hombres hacia el norte, a Andor —contestó Galad.
—Allí los Hijos hemos encontrado… hostilidad.
—Poseo unas tierras en una zona aislada, al noroeste. Allí no se me rechazará, sea quien sea la persona que ocupe el trono.
Quisiera la Luz que fuera Elayne la que ocupaba el solio. Quisiera la Luz que hubiera escapado de los enredos de las Aes Sedai, aunque Galad se temía lo peor. Había muchos que la utilizarían como rehén, al’Thor el primero. Su hermanastra era tozuda y eso hacía fácil manipularla.
—Necesitaremos provisiones. Avituallarse es difícil, y más en pueblos que están deshabitados —comentó Trom.
Galad asintió con la cabeza. Era una preocupación muy justificada.
—Pero es un buen plan —dijo Trom, que después bajó la voz para añadir—: Confieso que me preocupaba que no quisieras aceptar el liderazgo, Damodred.
—No podía negarme. Abandonar ahora a los Hijos, después de haber matado a su cabecilla, no sería justo.
—Para ti es tan sencillo como eso, ¿verdad? —dijo Trom, sonriendo.
—Debería serlo para cualquiera. —Galad se sintió en la obligación de ocupar el puesto que le había sido entregado. No tenía otra opción—. La Última Batalla está en puertas y los Hijos de la Luz lucharán. Aunque para ello tengamos que aceptar alianzas con el mismísimo Dragón Renacido, lucharemos.
Durante un tiempo, Galad no había estado seguro respecto a al’Thor. Ni que decir tiene que el Dragón Renacido habría de combatir en la Última Batalla, mas, ese hombre, al’Thor, ¿era un títere de la Torre Blanca en lugar del Dragón Renacido? El cielo estaba demasiado oscuro y la tierra demasiado quebrantada. Al’Thor tenía que ser el Dragón Renacido. Lo cual, por supuesto, no quería decir que no fuera asimismo un títere de las Aes Sedai.
Poco después de dejar atrás los esqueléticos árboles grises, llegaron a otros que eran más normales. Aun así, éstos tenían las hojas amarillentas y demasiadas ramas muertas, pero eso era mejor que la pelusilla blanca.
Alrededor de una hora más tarde, Galad vio acercarse de nuevo al Hijo Barlett. El explorador era un hombre delgado, con cicatrices en una mejilla. Galad alzó una mano cuando el hombre estuvo cerca.
—¿Qué novedades hay?
Barlett saludó llevándose la diestra al pecho.
—El pantano se seca y los árboles ralean a una milla más o menos, mi capitán general. El campo que se extiende más allá es un terreno abierto y despoblado, con el camino hacia el norte despejado.
«¡Gracias a la Luz!», pensó Galad. Hizo un gesto de asentimiento a Barlett, y el hombre se apresuró a volver sobre sus pasos entre los árboles.
Galad echó un vistazo hacia atrás, a la columna de hombres. Estaban embarrados, sudorosos y fatigados. Pese a ello, ofrecían una estampa imponente, de nuevo con las armaduras puestas, el ademán decidido. Lo habían seguido a través de ese agujero que era el pantanal. Eran buenos hombres.
—Haz correr la voz a los otros capitanes, Trom —ordenó—. Que les digan a sus tropas que habremos salido de este sitio en menos de una hora.
El hombre mayor sonrió con un gesto que denotaba tanto alivio como el que Galad sentía. Éste tuvo que apretar los dientes para aguantar el dolor de la pierna, pero continuó vereda adelante. La herida estaba bien cerrada y no había peligro de que empeorara. Era dolorosa, pero soportable.
¡Por fin libres de aquel cenagal! Tendría que planear el siguiente paso con cuidado para mantenerse lejos de ciudades, calzadas principales o predios pertenecientes a nobles influyentes. Repasó mentalmente los mapas, unos mapas que tenía aprendidos de memoria desde antes de cumplir los diez años.
Estaba sumido en esas reflexiones cuando el dosel de hojas amarillentas aclaró, dejando pasar entre las ramas un poco de luz que llegaba del cielo nublado. Enseguida vio a Barlett esperando al borde de la línea de árboles. El bosque acababa de repente, casi con tanta precisión como un trazo dibujado en un mapa.
Galad soltó un suspiro de alivio, valorando la idea de encontrarse en terreno abierto. Salió de los árboles. Y sólo en ese momento una enorme fuerza de tropas empezó a aparecer por encima de una elevación que se alzaba justo a su derecha.
Sonó el tintineo de armaduras y el relincho de caballos cuando miles de soldados se alinearon en lo alto de la cresta. Algunos eran Hijos, con sus petos, cotas y yelmos cónicos bruñidos a la perfección. Los prístinos tabardos y las capas relucían, la insignia del sol llameante brillaba en los torsos, las lanzas se alzaban en hileras. Los más numerosos eran soldados de infantería que no vestían el blanco de los Hijos, sino sencilla ropa de cuero marrón. Amadicienses proporcionados por los seanchan, casi con toda seguridad. Muchos tenían arcos.
Galad reculó a trompicones mientras llevaba la mano a la espada, pero supo de inmediato que estaba atrapado. No pocos Hijos lucían en el uniforme el rojo báculo de pastor de la Mano de la Luz: interrogadores. Si los Hijos corrientes eran una llama para destruir el mal, los interrogadores eran una hoguera rugiente.
Galad hizo un rápido cálculo. Tres o cuatro mil Hijos y, al menos, entre seis y ocho mil soldados de infantería, la mitad de ellos con arcos. Una fuerza de diez mil hombres descansados. Se le cayó el alma a los pies.
Detrás de Galad, Trom, Bornhald y Byar salieron con rapidez del bosque junto con un grupo de Hijos. Trom masculló una maldición entre dientes.
—¿Así que eres un traidor? —increpó Galad, volviéndose hacia el explorador, Barlett.
—Vos sois el traidor, Hijo Damodred —replicó el explorador con un gesto duro en el semblante.