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Los murmullos de la mujer de negro se inmiscuyeron en aquel momento de paz, y la oración se disolvió. Aun así, Isabel sintió un destello de esperanza. Dios le había ofrecido la Tierra Santa. Sólo una tonta le daría la espalda a semejante regalo.

Condujo hasta el pueblo con el corazón menos apesadumbrado. Finalmente, algo lograba atenuar su desesperación. Llegó a pie hasta un pequeño negozio di alimentari. Cuando regresó a la casa, encontró a la mujer de negro en la cocina, lavando unos platos que Isabel no había dejado allí. La mujer le dedicó una de sus poco amables miradas y salió por la puerta trasera; una víbora en el Jardín del Edén. Isabel suspiró y sacó de las bolsas los alimentos que había comprado, ordenándolo todo entre uno de los armarios y la nevera.

– Signora? Permesso?

Se volvió para ver a una hermosa mujer de unos treinta años con las gafas de sol en lo alto de la cabeza, de pie bajo el arco que comunicaba la cocina con la sala. Era menuda, y su piel olivácea contrastaba con su cabello claro. Llevaba una blusa color melocotón, una ligera falda beige y los mortales zapatos que acostumbran calzar las mujeres italianas. Los altos tacones repiquetearon en las viejas baldosas cuando se aproximó.

– Buon giorno, signora Favor. Soy Giulia Chiara.

Isabel asintió a modo de respuesta, preguntándose si todo el mundo en la Toscana entraba en las casas de los desconocidos sin avisar.

– Soy la agente immobiliare -afirmó buscando las palabras adecuadas en inglés-. Trabajo en la inmobiliaria que se ocupa de esta casa.

– Encantada de conocerla. Me gusta mucho la casa.

– Oh, pero no es una buena casa. -Gesticuló con las manos-. Intenté telefonearle muchas veces la semana pasada, pero no logré encontrarla.

No lo había hecho porque Isabel había desconectado el teléfono.

– ¿Hay algún problema?

– Sí. Un problema. -Giulia se mordió el labio inferior y se remetió un mechón de pelo tras la oreja, dejando a la vista una diminuta perla prendida del lóbulo-. Lo siento mucho, pero no puede quedarse aquí. -Movía las manos describiendo los gráciles gestos que utilizan los italianos incluso en las más sencillas conversaciones-. No es posible. Por eso intenté llamarla. Para explicar este problema y decirle que tiene otro lugar para quedarse. Si viene conmigo, yo se lo enseño.

El día anterior, a Isabel no le habría importado marcharse, pero ahora sí le importaba. Aquella sencilla casa de piedra con su apacible jardín ofrecía la posibilidad de la meditación y el descanso. No iba a dejarla así como así.

– Cuál es el problema?

– Es… -Trazó un pequeño arco con la mano-. Hay que hacer trabajo. Nadie puede quedarse aquí.

– ,Qué tipo de trabajo?

– Mucho trabajo. Hay que excavar. Hay un problema con los desagües.

– Estoy segura de que podríamos arreglarlo juntos.

– No, no. Impossibile.

– Signora Chiara, he pagado por dos meses de alquiler, y quiero quedarme.

– Pero no le gustaría. Y la signora Vesto se enfadaría si usted no está contenta.

– ¿La signora Vesto?

– Anna Vesto. Estaría muy triste si usted no se siente cómoda. He encontrado una bonita casa en el pueblo. Le gustará mucho.

– No quiero una casa en el pueblo. Quiero ésta.

– Lo siento mucho. No es posible.

– ¿Es ella la signora Vesto? -Isabel señaló hacia el jardín.

– No, ella es Marta. La signora Vesto está en la villa. -Señaló hacia lo alto de la colina.

– ¿Marta es el ama de llaves?

– No, no. No hay ama de llaves aquí, pero en el pueblo las hay muy buenas.

Isabel no tuvo en cuenta sus palabras.

– ¿Es la jardinera?

– No, Marta cuida el jardín, pero no es la jardinera. No hay jardinera. En pueblo encontrará jardineras.

– Entonces, ¿qué hace aquí?

– Marta vive aquí.

– Creí que tendría toda la casa para mí.

– No, no estaría sola. -Giulia entró en la cocina y señaló hacia la construcción adicional de una sola planta que había en la parte trasera de la casa-. Marta vive muy cerca. Ahí.

– ¿Y acaso estaré sola en el pueblo? -repuso Isabel con aspereza.

– ¡Sí! -exclamó Giulia. Su sonrisa era tan encantadora que Isabel lamentó tener que insistir.

– Creo que lo mejor será que hable con la signora Vesto -dijo-. ¿Está ahora en la villa?

Giulia se sintió aliviada de pasarle a otro el bulto.

– Sí, sí, eso será mejor. Ella explicará por qué no puede estar aquí, y yo volveré para llevarla a la casa que he encontrado para usted en el pueblo.

Isabel se apiadó de ella y no replicó. Guardó todas sus fuerzas para la signora Anna Vesto.

Siguió el sendero que llevaba desde la casa a una carretera larga, bordeada de cipreses. La Villa dei Angeli estaba ubicada al final de la misma y, tras tomar aliento, Isabel creyó haber sido transportada al interior de una versión de la película Una habitación con vistas.

El exterior, de un estuco color salmón, así como los aleros de la casa, que surgían aquí y allá, eran característicos de la Toscana. Rejas negras cubrían las ventanas de la planta baja, y las grandes contraventanas del piso superior estaban cerradas para evitar el calor del día.

Cerca de la casa, los cipreses daban paso a unos setos bien recortados, estatuas clásicas y una fuente octogonal. Una escalinata de piedra de dos tramos, con gruesas barandillas, llevaban a un par de pulidas puertas de madera.

Isabel hizo sonar la aldaba con forma de cabeza de león. Mientras esperaba, le echó un vistazo al polvoriento Maserati negro descapotable aparcado junto a la fuente. La signora Vesto tenía gustos caros.

Nadie respondió, por lo que volvió a llamar.

Una voluptuosa mujer de mediana edad, con el pelo teñido de un discreto tono rojizo y unos brillantes ojos a lo Sofía Loren, abrió la puerta y le sonrió a Isabel con amabilidad.

– Sì?

– Buon giorno, signora. Soy Isabel Favor. Estoy buscando a la signora Vesto.

La sonrisa de la mujer se desvaneció.

– Yo soy la signora Vesto. -Su sencillo vestido azul marino y sus cómodos zapatos parecían pertenecer al ama de llaves más que a la dueña del Maserati.

– He alquilado la casa de abajo -dijo Isabel-, pero al parecer hay un problema.

– No hay ningún problema -replicó la signora Vesto con energía-. Giulia le ha encontrado una nueva casa. Ella se encargará de todo.

Mantenía la mano en la puerta, esperando que Isabel se fuese. Tras ella había una hilera de maletas grandes y caras en el recibidor. Isabel habría apostado a que la dueña de la villa acababa de llegar o estaba a punto de marcharse.

– Firmé un contrato -dijo con tono amable pero firme-. Voy a quedarme.

– No, signora, tendrá que cambiar. Irá alguien esta tarde a ayudarla.

– No voy a irme.

– Lo siento mucho, signora, pero no es posible otra cosa.

Isabel comprendió que era el momento de ponerse firme.

– Me gustaría hablar con el señor.

– El señor no está aquí.

– ¿Y esas maletas?

La signora Vesto pareció molestarse.

– Tiene que irse ahora -insistió.