Él la estudió durante unos segundos, después señaló con la pistola hacia un tapiz del tamaño de una pared, mostrando a un hombre a caballo. -Mi antepasado, Lorenzo de Médicis.
– Menuda cosa.
– Fue el mecenas de Miguel Ángel. También de Boticelli, si los historiadores están en lo cierto. En lo que a hombres del Renacimiento se refiere, Lorenzo fue uno de los mejores. Excepto que… -Amartilló la pistola con el pulgar y la miró con el rabillo del ojo de forma amenazadora-. Dejó que sus generales saquearan la ciudad de Volterra en 1472. Era mejor no meterse con los Médicis.
No era más que una egocéntrica estrella de la pantalla, y ella no se sintió intimidada. No mucho, en cualquier caso.
– Guárdate tus amenazas para los seguidores de tus películas.
El aire amenazador desapareció dando paso a la indolencia.
– De acuerdo, Fifi, si no eres de la prensa, ¿de qué vas?
Bien pensado, Isabel se dio cuenta de que no podía hablar de la noche de Florencia; no en ese momento, ni nunca. La casa. Ése era el motivo por el que había llegado hasta allí.
– Estoy disconforme con las condiciones de la casa que he alquilado. -Intentó darle algo más de autoridad a sus palabras, algo que por lo general le salía sin esforzarse, aunque no le resultó sencillo-. Pagué por dos meses y ahora tengo que dejarla.
– ¿Por qué, exactamente, se supone que eso debería importarme?
– Es tuya.
– ¿Has alquilado esta casa? Me temo que no.
– Ésta no. La casa de abajo. Pero tus empleados están intentando echarme.
– ¿Qué casa de abajo?
– La que está en la falda de la colina.
Él torció el gesto.
– ¿Se supone que he de creerme que la mujer que conocí accidentalmente hace dos noches en Florencia ha alquilado una casa de mi propiedad? Será mejor que inventes una historia más creíble.
Incluso a ella le resultaba difícil creerlo, pero el corazón turístico de Florencia era pequeño. Recordó que se había encontrado con una joven pareja en los Ufizzi y después en un par de sitios más.
– Tarde o temprano, todos los turistas pasan por la Piazza della Signoria. Nosotros estábamos allí en el mismo momento.
– Qué afortunados -ironizó él-. Tu cara me resulta familiar. Y no sólo de la otra noche.
– ¿En serio? -Era una frase habitual para ella, pero no se molestó en aclararla-. Alquilé tu casa de buena fe, pero ahora me han dicho que tengo que irme.
– ¿Estás hablando de la casa donde vivía el viejo Paolo, junto al olivar?
– No sé quién es ese tal Paolo. Ahora vive allí una mujer llamada Marta, que no me gusta demasiado pero que estoy dispuesta a tolerar.
– Marta… la hermana de Paolo. -Habló como si estuviese rescatando un distante recuerdo-. Sí, supongo que forma parte de la propiedad.
– No me importa quién sea. Yo he pagado, y no voy a irme.
– ¿Por qué quieren echarte?
– Dicen que hay un problema con los desagües.
– Me sorprende que quieras quedarte, habida cuenta de lo que pasó entre nosotros. ¿O sólo buscas fastidiarme?
Aquellas palabras la devolvieron a la realidad. Por supuesto, no podía quedarse. Había traicionado la esencia de quién era ella con aquel hombre y resultaría insoportable tenerlo cerca.
Una creciente decepción amalgamó todas sus emociones. En el jardín de la casa había experimentado su primer momento de paz en meses, y ahora se lo arrebataban. Pero seguía teniendo algo de orgullo. Si tenía que irse, lo haría de un modo que no le hiciese creer a él que había ganado.
– Tú eres el actor, señor Gage, no yo.
– Me temo que eso habría que verlo. -Un cuervo graznó en el jardín-. Si te quedas, será mejor que te mantengas alejada de la villa. -Rozó su muslo con el cañón de la pistola-. Y espero que no me hayas mentido. No te gustaría conocer las consecuencias.
– Suena como uno de los diálogos de tus horribles películas.
– Me gusta saber que eres una de mis admiradoras.
– Vi alguna obligada por mi ex prometido. Por desgracia, no relacioné su mal gusto en cine con su promiscuidad sexual hasta que fue demasiado tarde. -¿Por qué había dicho eso?
Él apoyó un codo en el brazo de la silla.
– Así que tu aventura conmigo fue una especie de venganza.
Quiso negarlo, pero se había acercado demasiado a la verdad.
– Veamos… -Dejó la pistola sobre la mesa-. Entonces ¿quién de los dos obró mal la otra noche? ¿Fuiste tú, la mujer vengativa, o yo, instrumento inocente de tu ansia de venganza? -Se lo estaba pasando bien.
Ella se puso en pie para mirarle desde arriba, pero acto seguido deseó no haberlo hecho, pues todavía le flaqueaban las piernas.
– ¿Estás borracho, señor Gage?
– Hace mucho que traspasé la línea de la borrachera.
– Apenas es la una del mediodía.
– Cualquier otro día diría que estás en lo cierto, pero aún no me he acostado, o sea que, técnicamente, sigue siendo una borrachera nocturna.
– Si tú lo dices. -Tenía que volver a sentarse o salir de allí, así que se encaminó a la puerta.
– Eh, Fifi.
Isabel se volvió, y de nuevo deseó no haberlo hecho.
– La cuestión es… -Él cogió una pulida bola de mármol que reposaba en una base a su lado y la acarició con el pulgar-. A menos que desees que mis admiradores ronden por la casa pequeña, te sugiero que mantengas la boca cerrada mientras estés aquí.
– Lo creas o no, tengo cosas mejores que hacer que dedicarme a los cotilleos.
– Que así sea. -Apretó la bola de mármol con la mano para asegurarse de que ella había captado el mensaje.
– Sobreactúas un poco, ¿no crees, señor Gage?
Él soltó una carcajada.
– Ha sido agradable verte, Fifi.
Isabel atravesó la arcada del salón sin decir palabra, pero no pudo evitar volverse.
Él se estaba pasando la bola de mármol de una mano a otra, un hermoso Nerón barajando la posibilidad de incendiar Roma.
La punzada en el costado la obligó a aminorar la marcha antes de llegar a la casa. La grava crujía bajo sus sandalias Kate Spade, probablemente el último par que podría permitirse. Le alegraba pensar que no se había derrumbado frente a él, pero la cuestión era que tenía que marcharse. Si hacía las maletas ya, podría estar en Florencia a las cuatro en punto.
¿Y entonces qué?
La casa apareció ante sus ojos. Bañada con la luz dorada del sol, parecía sólida y confortable, y también, de algún modo, mágica. Daba la impresión de ser un lugar donde podía gestarse una nueva vida.
Giró y enfiló un sendero que cruzaba el viñedo. Las gruesas uvas, de un profundo color púrpura, colgaban de las parras. Arrancó una y se la metió en la boca. Explotó en su paladar, sorprendiéndola con su dulzura. Las semillas eran tan pequeñas que no le preocupó tragárselas.
Dejó atrás una pequeña mata y se adentró en el viñedo. Necesitaba sus zapatillas de lona. La arcilla solidificada parecía formar rocas bajo sus sandalias. Pero no quería pensar en lo que necesitaba, sólo en lo que tenía: el sol de la Toscana sobre su cabeza, cálidos racimos de uvas a mano, Lorenzo Gage en la villa de la colina…
Se había entregado con demasiada facilidad. ¿Cómo superaría algo así?
Huyendo no, por supuesto.
Podía ser muy testaruda. Estaba cansada de su tristeza. Nunca había sido cobarde. ¿Iba ahora a permitir que la apartase de algo precioso un licencioso astro de la pantalla? El encuentro no había supuesto nada para él, así que difícilmente insistiría en repetir. Y todos sus instintos le decían que aquél era el lugar adecuado, el único donde podría encontrar tanto la soledad como la inspiración que debían llevarla a trazar un nuevo objetivo para su vida.
Entonces lo vio claro. No temía a Lorenzo Gage, y no iba a dejar que nadie la sacase de allí hasta que estuviese preparada para ello.