Ren dejó a un lado la pistola del siglo XVII que había estado examinando antes de que apareciese Fifi. Aún podía escuchar el eco de sus eficientes tacones mientras se marchaba. Se suponía que él era el demonio, pero, a menos que estuviese equivocado, era la señorita Fifi la que había dejado tras de sí cierto aroma a azufre.
Rió entre dientes. La pistola era una bonita pieza artesanal, uno de los muchos objetos de incalculable valor que podían encontrarse en la villa. Había heredado aquel lugar hacía dos años, pero era la primera vez que lo visitaba tras la muerte de la tía Filomena. En un principio había planeado vender la propiedad, pero tenía buenos recuerdos de sus visitas siendo niño. No le parecía correcto vender el lugar sin verlo una vez más. El ama de llaves y su marido le habían impresionado cuando habló con ellos por teléfono, así que decidió esperar.
Cogió la botella de whisky que había dejado sobre la mesa de la sala de reuniones para retomar lo que la señorita Fifi había interrumpido. Había disfrutado haciéndole pasar un mal rato. Estaba tan inquieta que temblaba, por lo que su visita lo había relajado un poco, lo que resultaba extraño.
Pasó bajo uno de los tres arcos de la sala de reuniones y salió al jardín dejando atrás los setos podados camino de la piscina, donde se dejó caer en una tumbona. Mientras absorbía el silencio, pensó en toda la gente que habitualmente le rodeaba: su fiel pelotón de asistentes, directores financieros, y los guardaespaldas que, ocasionalmente, los estudios ponían a su disposición. Un montón de famosos se rodeaban de ayudantes porque necesitaban que les confirmasen una y otra vez que eran estrellas. Otros, como él, lo hacían para que su vida fuese más sencilla. Los ayudantes mantenían a cierta distancia a los admiradores, lo cual era útil pero costaba un precio. Pocas personas eran capaces de contarle la verdad a aquel que pagaba sus salarios, y después estaban todos esos gacetilleros de la prensa amarilla.
La señorita Fifi, por otro lado, parecía no saber nada de los periodistas, y eso había resultado extrañamente tranquilizador.
Dejó a un lado la botella de whisky y se acomodó en la tumbona. Lentamente, sus ojos se cerraron. Muy tranquilizador…
Isabel cortó un trozo del pecorino añejo que había comprado en el pueblo. Era el queso de cabra más apreciado por la gente de la Toscana. Mientras contaba el dinero para pagar, la dependienta le había entregado un pote de miel.
– Miel con queso -dijo-. Típico de la Toscana.
Isabel no podía hacerse a la idea, pero ¿por qué no intentaba ser menos rígida? Dispuso el queso y la miel sobre un plato de cerámica, así como una manzana. Todo lo que había probado ese día eran las pocas uvas arrancadas de vuelta de la villa, hacía tres horas. Su encuentro con Gage le había quitado el apetito. Quizás un poco de comida la haría sentir mejor.
Encontró media docena de servilletas de lino en un cajón. Cogió una y ordenó las otras en una pila. Ya había deshecho las maletas y organizado el lavabo. Aunque apenas eran las cuatro de la tarde, abrió la botella de Chianti Clásico que había comprado en el pueblo. El único chianti que podía llevar la denominación classico, según le habían contado, era el elaborado con uvas de la región de Chianti, a unos cuantos kilómetros al este de allí.
Encontró vasos en el armario. Sacó uno, lo llenó de vino y, cargada con todo, salió al jardín.
Notó los delicados aromas del romero y la dulce albahaca procedentes del sendero de grava mientras se dirigía a la vieja mesa y se sentaba a la sombra del magnolio. Dos de los tres gatos del jardín se le acercaron. Se acomodó y contempló las colinas. Los campos cultivados, de un color entre marrón y gris por la mañana, eran ahora, al sol de la tarde, de color lavanda. La vista era preciosa.
Al día siguiente empezaría a seguir la agenda prevista para los dos meses siguientes. No necesitaba revisar las notas para recordar lo que había planificado para aquellos días.
Despertarse a las seis
Oración, meditación, agradecimiento y afirmaciones diarias
Yoga o paseo enérgico
Desayuno ligero
Tareas de la mañana
Trabajar en un nuevo libro
Almuerzo
Pasear, mirar escaparates o cualquier otra actividad placentera (ser impulsiva)
Revisar lo escrito por la mañana
Cena
Lectura inspiradora y tareas de la noche
En la cama a las diez
¡No olvides respirar!
No le preocupaba no tener ni idea de la clase de libro que pensaba escribir. Por eso tenía que quedarse allí, para desbloquear sus canales mentales y emocionales.
El vino tenía cuerpo y un toque afrutado, y se difuminaba en la lengua. Al reclinarse hacia atrás para saborearlo, se percató de la capa de polvo que cubría el mármol de la mesa. Se puso en pie y volvió a la casa en busca de un trapo. Cuando la limpió, se sentó de nuevo.
Inspiró el aroma del vino y el romero. A lo lejos, una carretera dejaba un pálido y borroso trazo sobre la colina. Qué hermoso lugar… Y pensar que el día anterior ella no quería estar allí.
En lo alto de la colina, a la derecha, Isabel vio lo que parecía parte de una villa, aunque los restos del muro y la torre de vigilancia estaban en ruinas. Sintió el impulso de ir por sus pequeños binoculares, pero entonces se recordó que tenía que permanecer relajada.
Respiró hondo, apoyó la espalda en la silla y se adentró en su interior en busca de satisfacción.
No la halló.
– Signora!
Aquella alegre voz pertenecía a un joven que se acercaba atravesando el jardín. Debía de andar por la treintena, y era delgado. Otro guapo italiano. Cuando se acercó, apreció sus suaves ojos pardos, su sedoso cabello negro recogido en una coleta y su larga y bien perfilada nariz.
– Signora Favor, soy Vittorio. -Se presentó con entusiasmo, como si su propio nombre le produjese placer.
Ella sonrió a modo de respuesta.
– ¿Puedo sentarme con usted? -Su elegante acento indicaba que había aprendido inglés con profesores británicos, no americanos.
– Por supuesto. ¿Quieres un poco de vino?
– Ah, me encantaría. -Pero la detuvo cuando ella quiso ponerse en pie-. He estado aquí muchas veces -dijo-. Conozco la casa. Siéntese y disfrute de la vista.
Regresó en menos de un minuto con la botella y un vaso.
– Un precioso día. -Un gato se restregó contra él mientras se sentaba a un extremo de la mesa-. Pero todos los días en la Toscana son preciosos, ¿no cree?
– Parece que sí.
– Está disfrutando de su visita?
– Mucho, sí. Pero es algo más que una visita. Voy a quedarme unos meses.
Al contrario que Giulia Chiara, Anna Vesto o la arisca Marta, el joven pareció encantado con la noticia.
– Muchos americanos vienen de visita durante un día, en autobuses, y luego se van. ¿Cómo puede experimentarse la Toscana de ese modo?
Resultaba difícil ignorar semejante entusiasmo, por lo que Isabel sonrió.
– Imposible.
– Y aún no ha probado nuestro pecorino. -Metió la cuchara en el pote de miel y la vertió sobre el trozo de queso-. Así lo probará al auténtico estilo toscano.
Se mostraba tan ilusionado que ella no tuvo ánimo para decepcionarlo, a pesar de sospechar que había sido enviado para echarla de allí. Dio un mordisco al queso y no tardó en descubrir que su intenso sabor y la dulzura de la miel formaban una combinación perfecta.
– Delicioso.
– La cocina toscana es la mejor del mundo. Ribollita, panzanella, jabalí en salsa, fagioli en salsa, callos a la florentina…
– Creo que pasaré de los callos.
– ¿Pasar?
– Los evitaré.
– Ah, sí. Creo que comemos más partes del animal aquí que en Estados Unidos.