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Ella sonrió. Empezaron a charlar acerca de cocina y otros puntos de interés locales. ¿Había estado en Pisa? ¿Y en Volterra? Tenía que visitar los viñedos de la región de Chianti. Y Siena… Su Piazza del Campo era la más hermosa de Italia. ¿Sabía algo del Palio, la carrera de caballos que tenía lugar cada verano en dicha plaza? Y no había que perderse la ciudad amurallada de San Gimignano. ¿La había visitado ya?

– No.

– Se lo enseñaré todo.

– Oh, no.

– Soy guía profesional. Preparo tours por toda la Toscana y Umbría. En grupos, y también privados. Tours de paseo, culinarios, vinícolas. ¿Nadie le ha ofrecido mis servicios?

– Han estado demasiado ocupados intentando desalojarme.

Ah, sí, los desagües. Lo cierto es que no ha venido usted en el mejor momento, pero hay mucho que ver por los alrededores, y yo podría acompañarla durante el día.

– Gracias, pero me temo que no puedo permitirme un guía privado.

– No, no. -Él meneó elegantemente la cabeza-. Iremos juntos sólo cuando no tenga otros clientes, como gesto de amistad. Le mostraré todos los lugares que usted no podría encontrar por cuenta propia. No tendrá que preocuparse por conducir por carreteras desconocidas, y se lo traduciré todo. Un buen trato, ya lo verá.

Un trato extraordinario. Un trato que, curiosamente, le mantendría lejos de la casa.

– No puedo obligarle a algo así.

– No es una obligación. Usted pagará la gasolina, ¿le parece bien? Justo en ese momento, Marta salió al patio. Arrancó varias ramitas de albahaca de un tiesto y se las llevó a la cocina.

Él bebió un sorbo de chianti.

– Mañana tengo el día libre. ¿Le gustaría ir a Siena en primer lugar? O quizás a Monteriggioni. Un pueblecito exquisito. Dante escribió allí el Inferno.

A Isabel se le erizó la piel al oír aquel nombre. Pero Dante, el gigoló, no existía, se trataba de Lorenzo Gage, una estrella de cine con aires de casanova que había compartido con ella su vergüenza. Ahora que lo conocía, no le costaba creer que hubiese arrastrado a Karli Swenson al suicidio. Isabel iba a hacer todo lo posible por no volver a verlo nunca más.

– Lo cierto es que he venido aquí a trabajar, y tengo que empezar mañana.

– ¿Trabajar? Eso está mal. Pero aun así podemos hacer todos esos paseos. -Sonrió con naturalidad, se acabó el vino y anotó un número de teléfono en un papel que sacó del bolsillo-. Si necesita algo, llámeme. -Gracias.

Él la obsequió con una deslumbrante sonrisa y se despidió con la mano mientras se alejaba. Como mínimo, ese chico estaba dispuesto a desalojarla con encanto. ¿Tal vez se estaba pasando de suspicaz? Sacó su ejemplar de Yogananda, Autobiografía de un yogui, pero en lugar de leerlo acabó cogiendo su guía de viaje. Mañana tendría que empezar a reinventar su carrera.

Empezaba a oscurecer cuando volvió a la casa, y las olorosas fragancias llenaban la cocina. Entró justo en el momento en que Marta colocaba un cuenco de sopa de aspecto potente en una bandeja cubierta con un paño de lino. La bandeja tenía también una copa de chianti, así como un plato con rodajas de tomate cubiertas con negras y arrugadas aceitunas y una crujiente rebanada de pan. Cualquier esperanza que Isabel albergase respecto a que aquella comida estuviese destinada a ella se desvaneció cuando Marta salió por la puerta con la bandeja. Un día de estos tendría que aprender a cocinar.

Durmió bien aquella noche, y por la mañana se levantó a las ocho en lugar de a las seis como tenía pensado. Bajó de la cama y fue al baño. Tendría que reducir sus oraciones y su sesión de meditación o no cumpliría con la agenda. Abrió el grifo para lavarse la cara, pero no salió agua caliente. Bajó las escaleras y probó en el fregadero. Nada. Salió en busca de Marta para decirle que no había agua caliente, pero no la encontró. Finalmente recurrió a la tarjeta que había dejado Giulia Chiara.

– Sí, sí -dijo Giulia cuando contestó el teléfono-. Es muy difícil para usted estar ahí mientras hay tanto trabajo que hacer. En la casa del pueblo no tendría que preocuparse por esas cosas.

– No voy a trasladarme al pueblo -dijo Isabel con firmeza-. Ayer hablé con… con el propietario. ¿Podrías ocuparte de que haya agua caliente lo antes posible?

– Veré lo que puedo hacer -dijo Giulia con reservas.

Casalleone tenía una muralla romana, la campana de la iglesia tocaba cada media, y había niños por todas partes. Se llamaban unos a otros en los patios y corrían junto a sus madres por las estrechas y empedradas calles que formaban aquel laberinto. Isabel sacó la tarjeta de Giulia y comprobó la dirección. Aunque el nombre de la calle era parecido, no era el mismo.

Había pasado un día desde que habló con la agente inmobiliaria, y seguía sin haber agua caliente. Había llamado a Anna Vesto, pero el ama de llaves había fingido no entender inglés y había colgado. Marta parecía ajena al problema. Según indicaba su agenda, Isabel tendría que haber estado escribiendo en esos momentos, pero el asunto del agua la distraía. Por otra parte, no tenía nada sobre lo que escribir. Aunque habitualmente se manejaba muy bien con la autodisciplina, esa mañana se había levantado tarde de nuevo, no había meditado, y las únicas palabras que había escrito en dos días habían sido cartas para los amigos.

Se acercó a una joven que cruzaba la pequeña plaza del pueblo con un niño pequeño de la mano.

– Scusi, signora. -Le mostró la tarjeta de Giulia-. ¿Podría decirme dónde está la Via San Lino?

La mujer cogió al niño en brazos y echó a correr.

– Bueno, perdóoooon. -Frunció el entrecejo y se dirigió a un hombre de mediana edad vestido con una andrajosa chaqueta con coderas-. Scusi, signore. Estoy buscando la Via San Lino.

Cogió la tarjeta de Giulia, la estudió un momento y luego estudió a Isabel. Dijo algo que sonaba como una maldición, se metió la tarjeta en el bolsillo y se largó.

– ¡Eh!

La siguiente persona le dijo «non parlo inglese» cuando le preguntó por la Via San Lino, pero un joven entrado en carnes con una camiseta amarilla le indicó el camino. Por desgracia, sus indicaciones fueron tan complicadas que Isabel acabó llegando a un almacén abandonado al final de un callejón.

Decidió acudir a la tienda del pueblo en la que atendía la amistosa mujer que había conocido el día anterior. Camino de la piazza, pasó por delante de una zapatería y una profumeria donde vendían cosméticos. Las ventanas de las casas que daban a la calle estaban cubiertas con cortinas de ganchillo, y la colada colgaba de cuerdas por encima de su cabeza. «Secadoras italianas», las denominaba la guía de viaje. Dado que la electricidad era muy cara, las familias no disponían de secadoras eléctricas.

Su olfato la condujo hasta una pequeña panadería, donde le compró una tartaleta de higo a una ruda muchacha pelirroja. Cuando salió, alzó la vista hacia el cielo. Las altas nubes parecían tan mullidas que podrían haberlas cosido a un pijama de franela. Era un día hermoso, y ni siquiera un centenar de malcarados italianos podrían estropeárselo.

De camino a la tienda de comestibles se topó con un quiosco que tenía un expositor de postales de viñedos, campos de flores y encantadoras ciudades toscanas. Al detenerse para elegir algunas, se dio cuenta de que muchas postales mostraban el David de Miguel Ángel o, como mínimo, una parte significativa del mismo. El pene de mármol de la estatua le apuntaba directamente, tanto de frente como de lado. Sacó una postal para examinarla más de cerca. El David parecía poco dotado en el aspecto de genitales.