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– ¿Habías olvidado cómo son, hija mía?

Se volvió para verse a sí misma reflejada en unas gafas de sol con montura de acero. Pertenecían a un sacerdote alto, vestido de negro, con un bigote tupido y oscuro. Era un hombre excepcionalmente feo, pero no debido al bigote, que ya de por sí era bastante desagradable, sino a una cicatriz rojiza que le recorría la mejilla hasta el extremo de un ojo.

Una mejilla que a Isabel le resultaba muy familiar.

7

Isabel resistió el impulso de devolver la postal al expositor.

– Estoy comparándolas con algo similar que vi no hace mucho. Los de la estatua son mucho más impresionantes -dijo, aunque no era cierto. El sol se reflejó en los cristales de las gafas cuando él sonrió. -Hay algunos calendarios pornográficos en el interior, en caso de que te interese.

– No me interesa. -Dejó la postal en su sitio y echó a andar por la empinada calle.

Él dio un par de zancadas para colocarse a su lado, moviéndose dentro de aquella larga sotana con la misma gracia que lo hacía en ropa de calle; Lorenzo Gage estaba acostumbrado a los disfraces.

– Si deseas confesar tus pecados, soy todo oídos -dijo.

– Mejor busca algunas colegialas a las que molestar.

– Tienes la lengua afilada esta mañana, Fifi. Mereces un centenar de Ave Marías por insultar a un servidor de Dios.

– Lo mismo digo, señor Gage. En Italia es delito suplantar a un sacerdote. -Vio a una atribulada madre joven saliendo de una tienda con dos gemelos y la llamó-. Signora! ¡Este hombre no es un sacerdote! Es Lorenzo Gage, el actor americano.

La mujer la miró como si fuese una lunática, y se alejó con sus hijos a toda prisa.

– Buen intento. Probablemente hayas traumatizado a esos niños de por vida.

– Si no es delito, debería serlo. Ese bigote parece una tarántula muerta sobre tu labio. ¿Y no crees que esa cicatriz es un poco excesiva?

– Mientras me permita moverme de un lado a otro libremente, no me importa.

– Si deseas anonimato, ¿por qué no te quedas en casa?

– Porque me encanta caminar.

Ella le observó.

– La última vez que te vi ibas armado. ¿Llevas algún arma bajo la sotana?

– No, aparte de los explosivos que llevo pegados al pecho.

– Vi la película. Horrorosa. Toda esa escena no era sino una glorificación de la violencia y una excusa para mostrar tus músculos.

– Recaudó ciento cincuenta millones.

– Lo cual demuestra mi teoría acerca de los gustos del público americano.

– Hay personas que viven en cúpulas de cristal, doctora Favor…

O sea que había descubierto quién era.

Se ajustó las gafas de sol sobre su perfecta nariz.

– Nunca he prestado atención a la autoayuda, pero incluso así he oído hablar de ti. ¿Tu doctorado es real o de pega?

– Tengo un doctorado en psicología, lo que me faculta para realizar diagnósticos precisos: eres un gilipollas. Y ahora déjame en paz.

– De acuerdo, me has tocado la moral. -Alargó la zancada-. Yo no te forcé aquella noche, y no voy a pedirte perdón.

– ¡Fingiste ser un gigoló!

– Sólo en tu febril imaginación.

– Hablabas italiano.

– Y tú hablabas francés.

– Lárgate. No, espera. Eres mi casero, y no tengo agua caliente.

Él saludó con la cabeza a un par de ancianas que pasaban cogidas del brazo y las bendijo haciendo la señal de la cruz, lo cual le condenaba sin duda a pasar un milenio extra en el purgatorio. Ella se dio cuenta de que parecía su cómplice, por lo que echó a caminar de nuevo. Por desgracia, él la siguió.

– Por qué no tienes agua caliente? -preguntó.

– No lo sé. Y tus empleados no están haciendo nada al respecto.

– Esto es Italia. Esas cosas requieren tiempo.

– Soluciónalo.

– Veré qué puedo hacer. -Se acarició la falsa cicatriz-. Doctora Isabel Favor, me resulta difícil creer que me fuese a la cama con la guardiana new age de la virtud americana.

– No soy new age. Soy una moralista a la vieja usanza, por eso me parece tan repugnante lo que hice. Pero en lugar de lamentarme, superaré el trauma e intentaré olvidarlo.

– Tu prometido te ha dejado y tu carrera se ha venido abajo. Eso te faculta para el olvido. Pero no tendrías que haber cometido fraude con tus impuestos.

– Fue mi contable.

– Creía que alguien con un doctorado en psicología sería más perspicaz a la hora de contratar a su contable.

– Eso es lo que tú crees. Pero como tal vez hayas notado, he desarrollado un gran paréntesis en lo que respecta a tratar con gente inteligente.

– ¿Dejas que muchos hombres te lleven al huerto? -Su leve sonrisa tenía un deje diabólico.

– Déjame en paz.

– No intento juzgarte, de verdad. Sólo siento curiosidad. -Guiñó su ojo bueno al salir de la sombría calle a la piazza.

– Nunca permito que un hombre me lleve al huerto. ¡Nunca! Esa noche… esa noche había perdido el juicio. Si me has contagiado alguna enfermedad…

– Pasé un constipado hará unas dos semanas, pero aparte de eso…

– No te hagas el gracioso. Leí una de tus entrevistas. Según tus propias palabras, tú… Veamos, ¿cómo lo dijiste? ¿Habías «follado con quinientas mujeres»? Incluso dando por hecho cierto grado de exageración, eres una pareja de alto riesgo.

– Esa entrevista ni siquiera se acerca a la realidad.

– ¿No lo dijiste?

– Bueno, me has pillado.

Le dedicó lo que ella imaginaba una mirada fulminante, pero como no tenía mucha práctica en ese tipo de cosas, probablemente se quedó corta.

Él bendijo a un gato que pasaba.

– Era un actor joven intentando conseguir publicidad cuando concedí esa entrevista. Hay que esmerarse para ganarse el pan.

Ella sintió la tentación de preguntarle con cuántas mujeres había yacido en realidad, y el único modo con que consiguió resistirse fue apretando el paso.

– Un centenar como mucho.

– No te lo he preguntado -replicó-. Resulta desagradable.

– Estaba bromeando. No soy tan promiscuo. Serás una especie de gurú, pero no tienes sentido del humor.

– No soy una especie de gurú, y resulta que tengo un sentido del humor muy desarrollado. ¿Por qué si no estaría hablando contigo?

– Si no quieres que te juzgue por lo que pasó la otra noche, tampoco deberías juzgarme a mí. -Le agarró la bolsa y metió la mano dentro-. ¿Qué es esto?

– Una tartaleta. Y es mía. ¡Eh! -Observó cómo él le daba un bocado considerable.

– Está buena -dijo con la boca llena-. ¿Quieres un poco?

– No, gracias. Disfruta.

– Tú te lo pierdes. -Se acabó la tartaleta-. La comida en Estados Unidos nunca sabe tan buena como aquí. ¿Te has dado cuenta?

Ella también lo creía así, pero entró en la tienda de comestibles y le ignoró.

El no la siguió. A través del escaparate, le vio acuclillarse para acariciar a un perro viejo que se le había acercado. La amable señora que le había vendido la miel no estaba allí. En su lugar, había un señor mayor ataviado con un delantal de carnicero. La miró mientras ella sacaba la lista que había elaborado con la ayuda de un diccionario de italiano. Pensó que la única persona amistosa con la que se había cruzado ese día era Lorenzo Gage. Se trataba de un pensamiento desolador.

Él estaba apoyado contra la fachada leyendo un periódico italiano cuando ella salió. Se lo colocó bajo el brazo e intentó cogerle las bolsas.

– Ni hablar. Te lo comerías todo. -Avanzó en busca de la calle lateral en la que había aparcado el coche.

– Debería desalojarte de la casa.