Un chorro de agua caliente le dio los buenos días a Isabel la mañana siguiente. Se dio un cálido baño, tomándose su tiempo para lavarse el pelo y depilarse las piernas. Pero su gratitud hacia su casero se vino abajo al comprobar que el secador de pelo no funcionaba, y no tardó en descubrir que no había electricidad en toda la casa.
Observó su pelo secado con la toalla en el espejo. Se le habían formado unos tirabuzones rubios a la altura de las orejas. Sin el efecto del secador y el cepillo, su cabeza era un amasijo de rizos que ningún acondicionador o gel fijador podía domar. En unos veinte minutos, su aspecto era tan caótico como el que solía ofrecer su madre cuando regresaba a casa tras una de sus tutorías personalizadas con algún estudiante de postgrado.
Las raíces psicológicas que se escondían bajo la necesidad de orden de Isabel no eran demasiado profundas. Librarse del desorden y la variabilidad constituía un objetivo bastante predecible para alguien que había crecido en medio del caos. Barajó la posibilidad de telefonear a la villa y cancelar el paseo, pero Gage habría pensado que le tenía miedo. Aparte de eso, no estaba obsesionada con su cabello. Sencillamente le desagradaba el desaliño.
Para compensarlo, se puso un sencillo y ligero vestido negro sin cuello. Tras añadirle unas sandalias, el brazalete de oro con la inscripción RESPIRA y un sombrero de paja bien encajado sobre sus rizos, se sintió preparada para salir. Quiso meditar un momento para calmarse, pero su mente se negó a hacerlo.
Había planeado llegar a la villa con quince minutos de retraso por el mero placer de hacer esperar a la estrella cinematográfica, y a las diez y cinco empezó a hiperventilarse y se encaminó al coche. Se miró en el retrovisor cuando se detuvo frente a la entrada principal de la villa. Estuvo a punto de salir corriendo hacia la casa al ver los rizos que escapaban por debajo del sombrero.
Se percató de la presencia de un hombre escondido tras los arbustos y sintió un involuntario fogonazo de simpatía por Gage. A pesar de su disfraz del día anterior, no había podido mantener su escondite a resguardo de sus admiradores.
El hombre vestía una fea camisa, bermudas anchas que le llegaban casi hasta las rodillas, unas grandes sandalias con gruesas suelas y calcetines blancos. Una gorra de los Lakers hacía sombra en su cara, y una cámara colgaba de su cuello. Una riñonera roja pendía de su cintura como una berenjena. Él vio el coche y se acercó, bamboleándose al caminar como las personas con sobrepeso.
Ella se preparó para la confrontación, pero entonces miró con mayor detenimiento. Con un gemido, se golpeó la frente contra el volante.
Él asomó la cabeza por la ventanilla y dijo:
– Buenos días, Fifi.
8
– ¡Me niego a que me vean contigo en público!
El se golpeó las rodillas contra el salpicadero al subir al Panda.
– Créeme, disfrutarás más del día de este modo. Sé que a ti te resulta difícil creerlo, pero los italianos adoran mis películas.
Ella observó su horroroso atuendo.
– Quítate esa espantosa riñonera.
– No me puedo creer que haya salido de la cama tan temprano sin tener que ir a trabajar. -Reclinó el asiento y cerró los ojos.
– La riñonera no viene con nosotros. Puedo soportar los calcetines blancos y las sandalias, pero no la riñonera. -Le miró otra vez-. No, tampoco soporto los calcetines blancos. Tienes que deshacerte de ambas cosas.
Él bostezó.
– De acuerdo, veamos… ¿Cómo lo contarán en Entertaiment Tonight? -Puso voz de presentador televisivo-. «La doctora Favor, recientemente caída en desgracia, una mujer menos inteligente de lo que a ella le gustaría y de lo que sus legiones de adoradores creen, fue vista en Volterra, Italia, con Lorenzo Gage, el oscuro príncipe hollywoodiano de vida disoluta. Se les vio juntos…»
– Me encanta la riñonera. -Puso el Panda en marcha.
– ¿Y las sandalias y los calcetines blancos?
– Detalles de moda retro.
– Excelente. -Hurgó en la riñonera. Ella se preguntó cómo alguien tan alto podía caber dentro de un Maserati.
– ¿Qué hacías detrás de los arbustos?
El se colocó unas gafas de sol de aspecto ridículo.
– Allí hay un banco. Me estaba echando una siestecita. -A pesar de sus quejas, parecía descansado-. Llevas un bonito peinado esta mañana. ¿De dónde han salido esos rizos?
– Un repentino y misterioso corte de electricidad ha convertido mi secador de pelo en un trasto inservible. Gracias por el agua caliente. ¿Podrías ahora conseguir que volviese la electricidad?
– ¿No tienes electricidad?
– Pues no.
– Tal vez sea un fusible. Anna me dijo que tuvo problemas con el agua caliente todo el verano, de ahí que haya que levantar el suelo.
– ¿Te dijo que tenía que trasladarme al pueblo?
– Creo que lo mencionó. Quítate el sombrero, ¿te importa?
– Ni hablar.
– Llamará la atención. Además, me gustan esos rizos.
– Lo siento.
– ¿No te gustan los rizos?
– No me gusta el desorden. -Le echó un vistazo a su atuendo con una elocuente mirada.
– Ah.
– ¿Qué?
– Nada. Sólo «ah».
– Guárdate tus «ahs» para ti, así podré disfrutar del paisaje.
– De acuerdo.
Era un hermoso día. Las colinas se recortaban contra el horizonte a ambos lados de la carretera. En uno de los campos había balas oblongas de trigo. Un tractor se desplazaba por otro. Pasaron junto a kilómetros de girasoles secándose al sol, aunque aún no habían florecido. Le habría encantado verlos en todo su esplendor, pero entonces no habría podido apreciar el delicioso momento de la cosecha de la uva.
– Mis amigos me llaman Ren -dijo-, pero hoy me gustaría que me llamases Buddy.
– De acuerdo.
– O Ralph. Ralph Smitts, de Ashtabula, Ohio. Ese pueblo existe. Si tienes que llevar sombrero, te compraré algo un poco menos llamativo cuando lleguemos.
– Eres una chica un poco estirada, doctora Favor. ¿Se debe a tu filosofía de vida: «Esfuérzate en ser la chica más estirada del planeta»?
– No soy una estirada, sino que tengo principios. -El mero hecho de decirlo le hizo sentir remilgada, pero ella no era remilgada…, no realmente, no en esencia-. ¿Qué sabes de mi filosofía?
– No sabía nada hasta anoche, que estuve mirando cosas en internet. Interesante. Por lo que pude leer en tu nota biográfica, levantaste tu imperio a base de esfuerzo. Al parecer, nadie te ha regalado nada.
– Oh, sí que me han regalado cosas. -Pensaba en toda la gente que le había inspirado durante años. Siempre que se encontraba en un momento bajo, el universo le enviaba un ángel de una forma u otra.
El pie de Isabel resbaló en el acelerador.
– Ve con cuidado -le advirtió él.
– Lo siento.
– Presta atención a la carretera o déjame conducir -gruñó-. Lo cual deberías haber hecho desde el principio, pues soy un hombre.
– Ya me he dado cuenta. -Ella aferró el volante con más fuerza-. Seguro que la historia de mi vida resulta aburrida en comparación con la tuya. Creo haber leído algo de tu madre. ¿Pertenecía a la realeza o algo así?
– Era condesa. Uno de esos títulos italianos sin importancia. Esencialmente, una irresponsable seductora internacional con demasiado dinero. Murió.
– Siempre me han fascinado las influencias de la niñez. ¿Te importa si te hago una pregunta personal?
– ¿Quieres saber cómo fue crecer junto a una mujer con el cerebro de una niña de doce años? Me conmueve tu interés.