Nada de eso, sin embargo, significaba que fuese una persona de trato difícil, dominante o exigente.
Rasgó el sobre con un abrecartas con el logo de la empresa grabado. Los chicos de la prensa habían estado llamándola todo el día para conocer su opinión respecto a aquel horrible artículo, pero ella se había negado a hacer comentarios. Aun así, la publicidad negativa le iba a crear problemas. Había erigido su negocio sobre el respeto y el cariño que sentía por sus seguidores, su principal motivo para esforzarse en llevar una vida ejemplar. Una imagen era algo frágil, y ese artículo iba a dañar la suya. La pregunta era: ¿hasta qué punto?
Extrajo la carta y empezó a leer. A mitad de la misma, buscó el teléfono. Justo cuando pensaba que aquel día no podía ser peor, le llegaba una nueva vuelta de tuerca: Hacienda. Y parecía una broma de mal gusto: una multa de un millón doscientos mil dólares por impago de impuestos. Ella era escrupulosamente honrada con sus impuestos, así que debía de tratarse de un error informático, lo cual no significaba que fuese a resultar sencillo solucionarlo. No le gustaba molestar a Tom cuando estaba enfermo, pero él tendría que atender aquel asunto de forma prioritaria a la mañana siguiente.
– Marilyn, soy Isabel. Tengo que hablar con Tom.
– ¿Tom? -La voz de la mujer de su director financiero sonaba pastosa, como si hubiese estado bebiendo. Los padres de Isabel solían sonar así-. Tom no está aquí.
– Me alegro de que se encuentre mejor. ¿Cuándo crees que volverá? Me temo que tenemos una emergencia.
Marilyn se sorbió la nariz.
– Tendría que haberte llamado antes, pero… -Rompió a sollozar-. Pero… no podía…
– ¿Qué sucede? Cuéntame.
– Se trata de Tom. Él… él… -Sus gemidos se encallaron en su garganta como si fuese un martillo neumático picando asfalto-. ¡Ha hu-hu-huido a Suramérica con mi-mi-mi hermana!
Con su hermana y, como Isabel descubriría menos de veinticuatro horas después, con todo el dinero de Isabel.
Michael Sheridan acompañó a Isabel mientras ésta tuvo que tratar con la policía, así como durante las largas y engorrosas reuniones con los funcionarios de Hacienda. No era, literalmente hablando, sólo su abogado sino el hombre al que amaba, y ella nunca se había sentido más agradecida de que formase parte de su vida. Pero ni siquiera su presencia resultó suficiente para evitar el desastre, pues a finales de mayo, dos meses después de recibir aquella desastrosa carta, sus peores temores se vieron confirmados.
– Voy a perderlo todo -dijo, y se frotó los ojos llorosos, reclinándose en el sillón Queen Anne del salón de su casa del Upper East Side. La habitación estaba recubierta con paneles de cerezo y alfombras orientales iluminadas por la suave luz de lámparas Frederick Cooper. Sabía que las posesiones terrenales eran pasajeras, pero no esperaba que fuesen tan pasajeras-. Tendré que vender esta casa… Mis muebles, mis joyas y todas mis antigüedades. -También tendría que desmantelar su fundación benéfica, que tanto bien había hecho a gente necesitada. Tendría que deshacerse de todo.
No le estaba diciendo a Michael nada que él no supiese ya, sólo intentaba hacerlo real para poder asimilarlo. Al ver que él no respondía, le miró con ternura.
– Has estado callado toda la noche. Te agoto con mis quejas, ¿verdad?
Él se apartó de la ventana desde la que estaba contemplando el parque.
– No eres una quejica, Isabel. Simplemente estás intentando reorientar tu vida.
– Amable como siempre. -Isabel le dedicó una triste sonrisa y enderezó uno de los cojines bordados del sofá.
Ella y Michael no vivían juntos -Isabel no creía en ello-, pero a veces deseaba que así fuese. Vivir separados implicaba el verse muy poco. En los últimos tiempos, apenas habían podido mantener su cena semanal de los sábados. Y en lo referente al sexo… Isabel no recordaba cuánto tiempo había pasado desde la última vez que uno de los dos había sentido deseos de hacerlo.
Desde el momento en que Isabel conoció a Michael Sheridan supo que era su alma gemela. Ambos habían crecido en el seno de familias disfuncionales y habían trabajado duro para pagarse sus estudios. Él era inteligente y ambicioso, tan ordenado como ella e igualmente dedicado a su carrera profesional. Él había sido el primero en escuchar las conferencias sobre las Cuatro Piedras Angulares mientras ella las perfeccionaba, y dos años atrás, cuando ella escribió el libro, él contribuyó en uno de los capítulos ofreciendo el punto de vista masculino. Los admiradores de Isabel estaban al corriente de su relación y no dejaban de preguntarle cuándo se casarían.
A Isabel también le reconfortaban sus discretas y amables miradas. Su cara era fina y delicada, y siempre llevaba el pelo castaño muy bien peinado, No llegaba al metro ochenta, así que no se alzaba sobre ella como una torre, algo que la habría hecho sentir incómoda. Además, era una persona razonable y lógica. Y, por encima de todo, contenida. Con Michael nunca había momentos de mal humor o de estallidos repentinos. Era familiar y cariñoso, un tanto remilgado, en el mejor de los sentidos; perfecto para ella. Tenían pensado casarse el año anterior, pero ambos habían estado demasiado ocupados, y les iba tan bien viviendo separados que ella no había sentido la necesidad de precipitar el asunto. El matrimonio podía convertirse en algo caótico, en lugar de algo agradable, incluso en aquellos casos en que había buena base.
– Tengo el informe de ventas de mi nuevo libro. -Intentó controlar su amargura.
– Salió en un mal momento.
– Me he convertido en un chiste en el programa de Letterman. Mientras escribía sobre la piedra angular de la responsabilidad financiera, mi contable me estafaba. -Se sacó los zapatos y los empujó con el pie debajo de una silla para no tropezar con ellos. Si su editor hubiese detenido el lanzamiento del libro, podría haber evitado semejante humillación pública. Su anterior libro había permanecido dieciséis semanas en la lista de los más vendidos del New York Times, pero éste pasaría directamente a las estanterías de las librerías porque nadie querría leerlo-. Habré vendido unos… ¿Cuántos, cien ejemplares?
– No está tan mal.
Pero sí lo estaba. Su editor había dejado de devolverle las llamadas, y la venta de entradas para su gira de conferencias de verano iba tan mal que se había visto forzada a cancelarla. No sólo había tenido que entregar sus posesiones materiales a Hacienda, también había perdido una reputación que le había costado muchos años conseguir.
Respiró hondo para evitar el pánico que amenazaba con superarla, e intentó centrarse en los aspectos positivos. Muy pronto dispondría de todo el tiempo del mundo para planificar su boda. Pero ¿cómo podría casarse con Michael sabiendo que él tendría que mantenerla hasta que lograra valerse por sí misma otra vez? Si es que lo conseguía…
Pero ella creía de verdad en los principios de las Cuatro Piedras Angulares, y no permitiría que los pensamientos negativos la paralizasen. Era un tema que tenían que discutir.
– Michael, sé que es tarde y que estás cansado, pero tenemos que hablar de la boda.
Él había estado sometido a un enorme estrés en el trabajo, y los problemas de Isabel no le habían ayudado demasiado. Ella intentó tocarlo, pero él dio un paso atrás.
– Ahora no, Isabel.
Isabel se recordó que ellos no eran de esas parejas que acostumbran tocarse, e intentó que aquel rechazo no le afectase, en particular habida cuenta de que era muy tarde.
– Quiero que tu vida sea más sencilla, no más dura -dijo-. Últimamente no has dicho nada acerca de la boda, pero sé que estás un poco molesto conmigo por no haber fijado una fecha. Ahora estoy en bancarrota, y la cuestión es que me cuesta mucho aceptar la idea de que alguien me mantenga. Incluso tú.