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Ella se preguntó si no sería mejor guardar las distancias en lugar de mantener una conversación. Pero ¿qué podía perder?

– Sólo es curiosidad profesional, así que no te pongas romántico -dijo.

– Veamos, influencia maternal… No puedo recordar la primera vez que bebí, pero creo que fue cuando crecí lo suficiente para alcanzar los vasos que sus invitados acostumbraban dejar en la mesa. -Ella no apreció amargura, pero debía de andar por algún lugar interior-. Fumé mi primer porro cuando tenía diez años. Había visto un montón de películas pornográficas antes de cumplir los doce, y no creo que algo así perjudique la sexualidad de un adolescente. Entré y salí de diversos internados por toda la Costa Este. Destrocé más coches de los que puedo recordar. Me arrestaron dos veces por hurto, lo cual no dejaba de ser irónico porque disponía de abultadas sumas. Pero, ya sabes, cualquier cosa con tal de llamar la atención. Por cierto, esnifé mi primera raya de coca a los quince. Oh, los buenos días del pasado.

Había mucho dolor tras su ironía, pero sólo iba a dejarle ver un poco.

– ¿Y tu padre? -preguntó Isabel.

– Wall Street. Muy respetable. Sigue acudiendo al trabajo todos los días. La segunda vez se aseguró de casarse de forma más responsable: una mujer de sangre azul que, sabiamente, me mantuvo lo más lejos posible de sus tres hijos. Uno de ellos es un tipo decente. Nos vemos de vez en cuando.

– ¿Hubo algún ángel en tu infancia?

– ¿Ángel?

– Una presencia benéfica.

– Mi nonna, la madre de mi madre. Vivía con nosotros aquí y allá. De no ser por ella, probablemente habría acabado en prisión.

Por lo visto, había creado su propia prisión realizando únicamente papeles de villano, tal vez para reflejar la visión que tenía de sí mismo. O tal vez no. Los psicólogos tenían la mala costumbre de simplificar en exceso las motivaciones de las personas.

– ¿Y tú qué? -preguntó él-. Tu nota biográfica decía que te has mantenido a ti misma desde los dieciocho. Suena duro.

– Forja el carácter.

– Has hecho un largo camino.

– No lo suficiente. Estoy arruinada. -Buscó sus gafas de sol con la intención de poner fin a esa conversación.

– Hay cosas peores que estar arruinado -dijo él.

– Supongo que hablas por propia experiencia.

– Cuando tenía dieciocho años, el cheque de mi asignación se perdió por culpa del correo. Lo pasé muy mal.

Ella siempre había sentido debilidad por la gente que era capaz de reírse de sí misma, por lo que sonrió, aunque no debería haberlo hecho.

Media hora después estaban en las afueras de Volterra, donde había un castillo de piedra en lo alto de una colina. Por fin un tema de conversación seguro.

– Esa debe de ser la fortezza -dijo Isabel-. Los florentinos la construyeron a finales del siglo XV sobre el original asentamiento etrusco, que data del siglo VIII antes de Cristo.

– Has estado leyendo tu guía de viaje, ¿no?

– Unas cuantas guías. -Dejaron atrás una gasolinera Esso y una pequeña casa con una antena parabólica en las tejas rojas de la techumbre-. De algún modo, me había imaginado a los etruscos como una especie de cavernícolas, pero eran una cultura bastante avanzada. Tenían muchas cosas en común con los griegos. Eran mercaderes, navegantes, granjeros, artesanos. Extraían cobre de las minas y fundieron hierro. Y sus mujeres estaban sorprendentemente liberadas para la época.

– Amén a eso.

No había nada como una lección de historia para mantener las cosas en un terreno impersonal, pensó Isabel. Debería de haberlo hecho antes.

– Cuando llegaron los romanos, la cultura etrusca fue asimilada gradualmente, aunque algunos creen que el actual estilo de vida toscano guarda más relación con las raíces etruscas que con las romanas.

– Cualquier excusa es buena para una fiesta.

– Algo así. -Siguió las señales de aparcamiento avanzando por un bonito paseo flanqueado por bancos y encontró una explanada al final del mismo-. No se puede ir en coche por la ciudad, así que tendremos que aparcar aquí.

Él bostezó y dijo:

– Hay un bonito museo en la ciudad con un montón de objetos etruscos que satisfarán tu curiosidad.

– ¿Habías estado aquí?

– Hace anos, pero todavía lo recuerdo. Los etruscos fueron uno de los motivos de que me especializase en historia antes de dejar la universidad.

Ella le miró con suspicacia.

– O sea que ya sabías todo lo que he estado diciendo, ¿no?

– Sí, aunque me has dado la oportunidad de refrescarlo. Por cierto, la ciudad etrusca original fue construida alrededor del siglo IX antes de Cristo, no del VIII. Pero, ¿qué importan cien años más o menos?

Lo suficiente como para presumir de sus conocimientos. Salieron del Panda, e Isabel reparó en que una patilla de las gafas de Ren estaba envuelta en cinta adhesiva.

– ¿No llevabas un disfraz como éste en una película en que intentabas violar a Cameron Diaz?

– Creo que quería matarla, no violarla.

– No me gustaría parecer crítica, pero ¿todo ese sadismo no te molesta?

– Gracias por no ser crítica. El sadismo me ha hecho famoso.

Ella le siguió por el aparcamiento hacia el paseo. Caminaba del modo en que lo haría un hombre mucho más pesado que él, otra ilusión de su equipaje de actor. Se dijo que lo mejor sería callarse y dejarlo en paz, pero era difícil librarse de las viejas costumbres.

– Sigue siendo importante para ti, ¿no es así? -dijo-. A pesar de todos los inconvenientes. Me refiero a lo de ser famoso.

– Si hay un foco cerca, por lo general disfruto haciendo que me ilumine. Y no pretendas fingir que no sabes de qué hablo.

– Crees que la atención del público es lo que me motiva? -preguntó ella.

– ¿Acaso no es así?

– Sólo como medio para poder transmitir mi mensaje.

– Te creo.

Estaba claro que no la creía. Lo miró, sabiendo que lo que tendría que hacer era pasar de aquella cuestión.

– ¿Eso es todo lo que quieres de tu vida, permanecer bajo los focos?

– Ahórrame tus conferencias sobre crecimiento personal. No estoy interesado.

– No pensaba darte una conferencia.

– Fifi, vives para esas conferencias. Las conferencias son como el aire para ti.

– ¿Y eso hace que te sientas amenazado?

– Todo lo que tiene que ver contigo es una amenaza para mí.

– Gracias.

– No era un cumplido.

– Crees que soy una engreída, ¿verdad?

– Me parece que tienes cierta tendencia a serlo.

– Sólo en lo que a ti respecta, y lo hago de forma deliberada. -Intentó que no se notase que estaba disfrutando con aquella esgrima verbal.

Giraron por una calle estrecha que parecía incluso más antigua y pintoresca que las anteriores.

– Así pues, ¿las Cuatro Piedras Angulares fueron una revelación divina o las leíste en una tarjeta de felicitación en algún lado?

– Fue cosa de Dios -respondió ella, dando por imposible su intento de mantenerse distante-. Aunque no fue una revelación. Cambiamos de ciudad muchas veces cuando era niña. Eso me hizo sentirme bastante sola, pero me dio tiempo para observar a la gente. Cuando crecí, desempeñé diferentes trabajos para pagarme la universidad. Leí y mantuve los ojos abiertos. Observé que la gente tenía éxito y luego fracasaba, en sus trabajos y en sus relaciones personales. Las Cuatro Piedras Angulares surgieron de esas observaciones.

– Supongo que la fama no te llegó al instante.

– Empecé escribiendo sobre lo que observaba cuando estudié el postgrado.

– ¿Trabajos académicos?

– Al principio sí. Pero lo consideraba demasiado limitador, así que extracté mis ideas para algunas revistas femeninas, y de ahí nacieron las Cuatro Piedras Angulares. -Se trataba de un resumen somero, pero le agradaba hablar de su trabajo-. Empecé utilizando esas lecciones en mi propia vida, y me gustaron los resultados, el modo en que hacía que me sintiese más centrada. Organicé algunos grupos de discusión en el campus. Parecían ayudar a la gente, y no tardaron en crecer. Un editor acudía a uno de ellos, y de ahí partió todo.