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– Me estoy comiendo mi gelato.

– Estás jugueteando con él.

– No estoy… -Isabel se detuvo y lo miró-. ¿Te excita?

– Tal vez.

– ¡Sí! -Una sensación de felicidad inundó su cuerpo-. De modo que verme comer el helado te excita.

Él torció el gesto.

– En los últimos tiempos no he disfrutado de mucho sexo, así que no hace falta gran cosa para excitarme.

– Sí, claro. ¿Cuánto hace? ¿Cinco días?-Nuestro triste encuentro no cuenta.

– Por qué no? Tú quedaste satisfecho.

– ¿Ah, sí?

Ella dejó de sentirse feliz al instante.

– ¿No fue así?

– ¿He herido tus sentimientos? -repuso él.

Ella se dio cuenta de que a Ren no parecía preocuparle. No sabía si mostrarse sincera o no. Mejor no.

– Me has destrozado -dijo-. Y, ahora, vayamos a ese museo antes de que me desmorone.

– Altiva y sarcástica.

Comparados con los fascinantes museos que había en Nueva York, el museo etrusco Guarnacci no era nada impresionante. El desvencijado y pequeño vestíbulo era un poco lúgubre, pero a medida que recorrían la planta baja pudo ver un montón de fascinantes artilugios: armas, joyas, recipientes, amuletos y objetos del culto. Lo más impresionante, sin embargo, era la extraordinaria colección de urnas funerarias de alabastro.

Recordaba haber visto unas cuantas urnas en otros museos, pero en aquél había centenares de ellas apretujadas en viejas vitrinas de cristal. Diseñadas para contener las cenizas de los muertos, las urnas rectangulares variaban de tamaño, desde algo similar a un buzón de correos rural a algo parecido a una caja de herramientas. Muchas estaban rematadas con figuras reclinadas: algunas de mujeres, otras de hombres, y con escenas mitológicas, así como de todo tipo, desde batallas a banquetes, grabadas en relieve en los lados.

– Los etruscos no dejaron literatura alguna -dijo Ren cuando subieron finalmente las escaleras que llevaban a la segunda planta, donde encontraron más urnas apretujadas en vitrinas de cristal-. Mucho de lo que sabemos de su vida cotidiana se debe a estos relieves.

– Son mucho más interesantes que las lápidas modernas de nuestros cementerios. -Isabel se detuvo frente a una gran urna con las figuras de una pareja de ancianos en lo alto.

– La Urna degli Sposi -dijo Ren-. Una de las urnas más famosas del mundo.

Isabel observó a la pareja de caras arrugadas.

– Qué aspecto tan realista. Si sus ropas fuesen diferentes, podría tratarse de una pareja actual. -La fecha indicaba el año 90 a.C.-. Ella parece adorarle. Sin duda fue un matrimonio feliz.

– He oído decir que esas cosas existen.

– Pero no para ti, ¿verdad? -Intentó recordar si había leído algo respecto a si estaba o había estado casado.

– Es cierto, no para mí.

– ¿Lo has intentado?

– Cuando tenía veinte años. Con una chica que conocía desde pequeño. Duró un año, aunque fue un desastre desde el principio. ¿Y tú?

Ella negó con la cabeza.

– Creo en el matrimonio, pero no es para mí.

Su ruptura con Michael la había obligado a afrontar la verdad. No habían sido sus múltiples compromisos lo que le habían impedido planear su boda. Había sido cosa de su subconsciente, que no dejaba de advertirle que el matrimonio no sería bueno para ella, aun cuando fuese con un hombre tan bueno como Michael. No creía que todos los matrimonios resultaran tan caóticos como el de sus padres, pero el matrimonio era perjudicial por naturaleza, y su vida sería mejor sin él.

Entraron en otra sala, y ella se detuvo con gesto de asombro.

– Qué es eso?

Él siguió la dirección de su mirada.

– El plato fuerte del museo.

En el centro de la sala, una única vitrina de cristal encerraba una extraordinaria estatua de bronce de un joven desnudo. Medía unos sesenta centímetros de altura pero sólo unos pocos de anchura.

– Es una de las piezas etruscas más famosas del mundo -dijo Ren mientras se aproximaban-. Tenía dieciocho años la última vez que la vi, pero sigo recordándola.

– Es preciosa.

– Se llama Ombra della Sera, la sombra del atardecer. Es fácil entender por qué.

– Oh, sí. -La forma alargada del chico recordaba a una sombra humana al finalizar el día-. Parece una pieza de arte moderno.

La escultura era muy detallista, además de tener cierto aire moderno. La cabeza de bronce con el cabello corto y sus suaves rasgos podría haber pertenecido a una mujer, de no haber sido por el pequeño pene. El chico era alto, con los delgados brazos colocados a los lados, y las piernas tenían unas diminutas protuberancias a modo de rodillas. Los pies, apreció Isabel, eran un poco grandes en relación con la cabeza.

– El hecho de ser un desnudo hace de esta estatua algo inusual -dijo Ren-. No lleva joya alguna que indique su estatus social, lo cual era importante para los etruscos. Probablemente se trate de una figura votiva.

– Es extraordinaria.

– Un agricultor la encontró en el siglo XIX, y la utilizó como atizador para la chimenea hasta que alguien reconoció lo que era.

– Imagínate, una tierra donde la gente puede encontrar cosas como ésta mientras trabaja la tierra.

– Las casas de toda la Toscana tienen escondites secretos con objetos etruscos y romanos guardados en los armarios. Tras unos cuantos vasos de grapa, los propietarios suelen enseñarlas.

– ¿Tienes un escondite de ésos en la villa?

– Por lo que sé, los objetos que coleccionaba mi tía están a la vista. Ven a cenar mañana y te los enseñaré.

– ¿Cenar? ¿Qué tal comer?

– Temes que me transforme en vampiro por la noche?

– Deberías saberlo.

Él rió.

– Ya he tenido suficientes urnas funerarias por hoy. Vamos a comer.

Ella echó un último vistazo ala escultura. Los conocimientos de historia de Ren la contrariaban. Prefería la imagen oficial que se había formado de él como alguien sexual en exceso, egocéntrico y sólo moderadamente inteligente. Aun así, dos aciertos de tres no estaba mal.

Media hora después, estaban tomando chianti en la terraza de un restaurante. Beber y comer parecía algo muy hedonista, pero estaba acompañada por Lorenzo Gage. Ni siquiera aquellas estúpidas prendas y las gafas de sol podían ocultar su decadente elegancia.

Untó un gnocchi en la salsa de aceite de oliva, ajo y salvia fresca.

– Voy a ganar cuatro kilos con esta comida.

– Tienes un cuerpo muy bonito. No te preocupes. -Ren se zampó otra de las almejas que había pedido.

– ¡Un cuerpo bonito? Lo dudo.

– No olvides que lo he visto, Fifi. Estoy capacitado para opinar.

– ¿Vas a empezar de nuevo?

– Tranquilízate, ¿de acuerdo? Hablas como si hubieses matado a alguien.

– Tal vez maté una parte de mi alma.

– Qué exagerada eres.

La expresión de aburrimiento de Ren la encendió.

– Violé todo aquello en lo que creo. El sexo es sagrado, y no me gusta ser hipócrita.

– Dios, debe de ser muy duro ser como eres.

– Es una especie de halago, ¿no?

– Me limitaba a señalar lo duro que ha de ser mantenerse en la estrecha senda de la perfección.

– De mí se han mofado mejores tipos que tú, y me he mostrado inmune. La vida es algo precioso. No me parece bien limitarse a pasar por ella sin más.

– Bueno, cargar con ella tampoco parece lo adecuado, ¿no? Por lo que he podido ver, eres desgraciada, estás arruinada y no tienes trabajo.

– ¿Y dónde te ha llevado a ti tu filosofía de vive-el-momento? ¿Qué has dado tú al mundo de lo que puedas sentirte orgulloso?

– Le he dado a la gente unas cuantas horas de entretenimiento. Es bastante.

– Pero ¿qué es lo que a ti te importa?