– ¿Ahora mismo? La comida, el vino y el sexo. Las mismas cosas que a ti. Y no trates de denigrar el sexo. Si no fuese importante, no habrías dejado que te llevase a la cama.
– Había bebido, y esa noche no tuvo nada que ver con el sexo, sino con que me sentía confusa.
– Tonterías. Además, no habías bebido tanto. Tuvo que ver con el sexo. -Alzó una ceja-. El sexo nos une.
– Te equivocas.
– Entonces ¿qué estamos haciendo aquí ahora?
– Estamos consolidando una especie de extraña amistad, eso es todo. Dos americanos en un país extranjero.
– Esto no es una amistad. Ni siquiera nos caemos demasiado bien. Lo que hay entre nosotros es un chisporroteo.
– ¿Un chisporroteo?
– Sí, un chisporroteo. -Ren pronunció la palabra como si fuese una caricia.
Un ligero escalofrío recorrió la espalda de Isabel, lo que le ofreció la posibilidad de mostrarse ofendida.
– Yo no siento ningún chisporroteo, como lo llamas.
– Ya me he dado cuenta. -Bueno, se lo había puesto fácil-. Pero quieres sentirlo. -De repente parecía muy italiano-. Y estoy preparado para ayudarte.
– Me conmueves.
– Lo único que digo es que me gustaría tener una segunda oportunidad contigo.
– No lo dudo.
– No quiero que haya máculas en mi expediente laboral, y soy consciente de que no llevé a buen término el trabajo para el que me contrataste.
– Estoy esperando que me devuelvas el dinero.
– Va contra la política de la empresa. Sólo aceptamos cambios. -Sonrió-. ¿No estás interesada?
– En absoluto.
– Creí que la sinceridad era un punto básico de las Cuatro Piedras Angulares.
– ¿Quieres sinceridad? De acuerdo. Admito que eres un hombre guapo. Deslumbrante, de hecho. Pero del modo en que lo son las fantasías y las películas. Superé ese tipo de fantasías cuando tenía trece años.
– ¿Y desde entonces arrastras tus problemas sexuales?
– Espero que hayas acabado de comer, porque yo sí he acabado. -Lanzó la servilleta sobre la mesa.
– Te creía lo bastante evolucionada como para no sucumbir a un arranque de mal humor.
– Creíste mal.
– Todo lo que te propongo es que amplíes un poco tus miras. Tu nota biográfica decía que tienes treinta y cuatro años. ¿No crees que eres un poco mayor para acarrear tanto equipaje?
– No tengo problemas sexuales.
Sus famosas cejas arqueadas la incomodaban. Él hizo una mueca.
– Guiado por la intención de ayudar a otro ser humano, una filosofía que tú deberías apreciar, estoy preparado para trabajar contigo en cada uno de esos problemas.
– Déjalo ya. Estoy intentando recordar si alguna vez me han ofrecido algo más insultante…
Él sonrió.
– No es un insulto, Fifi. Me excitas. En la combinación de un buen cuerpo, un cerebro de primera clase y una personalidad altiva hay algo que me resulta irresistible.
– Me conmueves de nuevo.
– Cuando ayer nos encontramos en el pueblo, fantaseé con verte desnuda otra vez, y espero no ser demasiado explícito, abierta de piernas. -La lenta sonrisa que fue esbozando tenía un deje juguetón más que malicioso. Se lo estaba pasando de maravilla.
– Ya… -Quiso mostrarse sofisticada, en plan Faye Dunaway de joven, pero no lo logró. Ese hombre era sexo embotellado, incluso cuando vestía de modo estrafalario. Siempre había admirado a la gente que tenía claros sus objetivos, así que lo más inteligente era que la racional doctora Favor tomase el control-. Me estás proponiendo que mantengamos una relación sexual.
El se pasó el pulgar por el lado de la boca.
– Lo que propongo es que pasemos todas las noches de las siguientes semanas dedicándonos a acariciarnos y juguetear. -Se recreó en la palabra, manteniéndola en los labios-. Lo que propongo es que no dejemos de hablar de sexo. Que no dejemos de pensar en el sexo. Que no dejemos de hacer…
– Estás improvisando o forma parte de un guión?
– … el amor hasta que no puedas caminar ni ponerte de pie. -Su voz era puro fuego-. Que hagamos el amor hasta gritar. Que hagamos el amor hasta que hayan desaparecido todos tus problemas sexuales y el único objetivo sea el orgasmo.
– Mi día de suerte. Obscenidades gratis. -Se subió las gafas de sol sobre la nariz-. Gracias por la invitación, pero creo que no me interesa.
Displicente, Ren bordeó su copa de vino con el dedo índice y su sonrisa adquirió un tono de conquista.
– Ya lo veremos, ¿no crees?
9
A pesar del duro trabajo de la mañana, Ren no había perdido su inagotable energía. Bebió de la botella de agua y observó la pila de arbustos cortados que Anna quería sacar del jardín de la villa. Había previsto pedírselo a su marido, Massimo, que se encargaba de los viñedos, o a su hijo Giancarlo, pero Ren necesitaba actividad y se ofreció a hacerlo.
El día había sido caluroso, con un cielo azul sin nubes, pero a pesar del ritmo de trabajo Ren no había podido dejar de pensar en Karli. Si hubiese intentado con más ahínco echarle una mano tal vez ella seguiría viva; pero él siempre prefería el camino fácil. Nunca se preocupaba de las mujeres, ni de los amigos, ni de nada más allá de su trabajo.
«No quiero que estés cerca de mí», le había dicho su padre cuando Ren tenía doce años. Ese fue el castigo por haberle robado la cartera.
Hacía ya diez años que había enmendado su camino, pero resultaba difícil librarse de los viejos hábitos, y siempre tendría corazón de pecador. Tal vez ése era el motivo por el cual se sentía tan relajado con Isabel. Ella exhibía su bondad a modo de armadura. Podía parecer vulnerable, pero era dura como el hierro, incorruptible.
Volvió a cargar la carretilla y la llevó hasta el lindero del viñedo, donde la vació en unos bidones que se utilizaban para quemar rastrojos. Cuando los prendió, miró en dirección a la casa de abajo. ¿Dónde estaría ella? Había pasado un día desde su visita a Volterra y seguía sin disponer de electricidad, en gran medida porque Ren no se había molestado en pedirle a Anna que solucionase el problema. Los buenos actos no estaban a su alcance ese día, y además le parecía una manera de poner a doña perfecta en su sitio.
Se preguntaba si llevaría puesto su sombrero cuando, finalmente, subiese para echarle en cara la falta de electricidad, o bien si dejaría que volasen libres aquellos rizos que ella tanto detestaba. Estúpida pregunta. Nada en Isabel Favor volaría nunca libremente. Llegaría con un vestido abotonado hasta arriba, con su imagen de mujer sofisticada y capaz, y probablemente traería consigo algún papelajo legal para amenazarle con una condena a cadena perpetua por incumplimiento de contrato. En cualquier caso, ¿dónde se habría metido?
Barajó la posibilidad de bajar hasta la casa y ver si estaba allí, pero desechó la idea. No, él quería que doña perfecta fuese a buscarlo. Los malvados siempre prefieren traer a la heroína a su terreno.
En un cubo Isabel encontró una pequeña lámpara con forma de candelabro y decorada con flores de metal. La pintura se había desconchado con el paso del tiempo, y los brillantes colores originales se habían convertido en polvorientos tonos pastel. Sacó las viejas bombillas y colocó velas en los portalámparas, encontró una cuerda y colgó la lámpara del magnolio.
Cuando acabó con eso, miró alrededor en busca de alguna otra tarea para mantenerse ocupada. Ya había lavado su ropa a mano, ordenado los libros en los estantes del salón, y también intentado bañar a los gatos. Su agenda había pasado a la historia. No podía concentrarse lo suficiente como para escribir, y la meditación era poco menos que un fútil ejercicio. Todo lo que escuchaba en su cabeza era aquella voz grave atrayéndola hacia la perdición: «Hacer el amor hasta gritar… Hacer el amor hasta que hayan desaparecido todos tus problemas sexuales…»