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Alzó la vista y vio aparecer una mujer en lo alto de la colina. Su silueta se recortaba contra el cielo, con un bebé en brazos, y la brisa ciñendo la falda de algodón sobre el vientre abultado de embarazada.

– ¡Papi! ¡Papi! ¿Nos has echado de menos? – chilló la mayor de las niñas en inglés, en tanto la pequeña no dejaba de reír.

Ren se apartó como si las niñas fuesen radiactivas y miró a Isabel con algo similar al pánico.

– Juro por Dios que no las he visto en mi vida.

Isabel señaló con el mentón hacia lo alto de la colina.

– Quizá sería mejor que se lo dijeses a ella.

Ren miró.

La mujer agitó la mano, su largo pelo mecido por la brisa.

– ¡Hola, cariño!

Él se hizo visera con la mano.

– ¿Tracy? Maldita sea, Tracy, ¿eres tú?

– Has dicho «maldita sea». -La menor de las niñas, de cuatro o cinco años, le golpeó en las piernas.

– Él puede decirlo, idiota -dijo el niño.

– Venid aquí, chicos -llamó la mujer-. Ya le hemos asustado suficiente.

– Parece que se ha vuelto loco, mamá -dijo la menor de las niñas-. ¡Se ha vuelto loco, señor?

– Ten cuidado -le advirtió el niño-. Mata a la gente. Incluso a niñas. Le arranca los ojos a las personas, ¿a que sí?

– ¡Jeremy Briggs! -exclamó la mujer desde la colina-. Sabes muy bien que no puedes ver esa clase de películas.

– Era para mayores de trece años.

– ¡Y tú tienes once!

Isabel se volvió hacia Ren.

– ¿Le arrancaste los ojos a alguien en una película para mayores de trece años? Muy bonito.

Él le dedicó una mirada que significaba que los próximos ojos que arrancaría serían los suyos.

– ¿Qué hifiste con ellos? -preguntó la niña pequeña-. ¿Te los jomiste? Yo me hife pipí en el avión.

Los dos niños mayores se echaron a reír, pero Ren palideció.

– Me lo hice en el brazo del asiento -prosiguió la niña como si tal cosa-. ¿Quieres ver mis brajitas de delfines?

– ¡No!

Pero ella ya se había levantado la falda del vestidito.

– También tiene ballenas -dijo señalando.

– Muy bonitas. -Isabel estaba empezando a pasárselo bien. Ver azorado al señor frío-como-el-acero era lo más divertido que le había pasado en todo el día-. No creo que hubieses visto antes ballenas en la ropa interior de una mujer, Ren.

Él juntó sus oscuras cejas formando uno de sus gestos característicos.

La madre de los niños se pasó el bebé al otro lado de la cadera.

– La única manera en que puedo descender es tumbada de espaldas, así que será mejor que vengas aquí. Brittany, ponte inmediatamente las braguitas. Tu cuerpo es privado, ¿lo recuerdas?

La pequeña de pelo oscuro no había dudado en desnudarse como una bailarina de striptease. Ren echó un vistazo y escaló la colina como si Denzel Washington y Mel Gibson le persiguiesen. El niño salió tras él, pero cambió de opinión y se dirigió al Maserati aparcado junto a la casa.

– ¿ Tú tienes delfines? -le preguntó la pequeña a Isabel.

– Brittany, eso no está bien -le dijo su hermana.

Isabel sonrió a ambas y ayudó a la pequeña con sus braguitas.

– Delfines no. Sólo un poco de encaje.

– ¿Puedo ver?

– Me temo que no. Tu madre tiene razón, los cuerpos son privados. -Lo cual era otra buena razón para no volver a compartir el suyo con Ren Gage, aunque no había hablado de sexo en toda la tarde. Tal vez había decidido que sería demasiado trabajo. O quizás, al igual que Michael, creía que ella era demasiado.

Cuando Brittany recuperó la compostura, Isabel tomó a las niñas de la mano y las llevó colina arriba para intentar no perderse la conversación que estaba teniendo lugar allí. Se percató de que los gestos de desagrado de Ren no le restaban el menor atractivo.

– Debo de haber olvidado tu llamada avisándome que vendrías, Tracy.

La mujer se puso de puntillas y le besó en la mejilla.

– Bueno, yo también me alegro de verte.

Su sedoso cabello oscuro le caía sobre los hombros en cascada. Su piel era blanca como la nieve y bajo sus brillantes ojos azules tenía unas oscuras sombras, como si no hubiese dormido. Llevaba un arrugado aunque moderno vestido premamá y unas caras sandalias de tacón bajo. No llevaba bien cuidadas las uñas de los pies y las sandalias tenían el tacón gastado. Algo en el modo en que se movía, combinado con la despreocupación de sus maneras a la hora de vestir, hablaban de dinero con abolengo.

– ¡Papi! -El bebé balbuceó en brazos de su madre y extendió sus bracitos hacia Ren, quien se apartó con tal brusquedad que chocó con Isabel.

– Relájate -dijo Tracy-. Se lo dice a todos los hombres.

– Bueno, pues enséñale a que no lo haga. ¿Qué clase de madre le dice a sus hijos que hagan algo tan pervertido como correr hacia un extraño y llamarle…? ¿Qué palabra utilizaron?

– Me divertía la idea. Aunque me costó cinco pavos por cabeza.

– No ha tenido gracia.

– Para mí sí. -Miró a Isabel con interés. Su vientre abultado y sus exóticos ojos la hacían parecer una diosa de la sexualidad y la fertilidad.

Isabel empezó a sentirse un poco intimidada. Al mismo tiempo, apreció cierto aire de tristeza tras la fachada de despreocupación de aquella mujer.

– Soy Tracy Briggs. -Le tendió la mano-. Su cara me suena.

– Isabel Favor.

– Claro, es usted. Ahora la reconozco. -Les miró a los dos con curiosidad-. ¿Qué hace con él?

– He alquilado la casa. Ren es mi casero.

– Será una broma. -Su expresión dejaba a las claras que no creía una sola palabra-. Sólo he leído uno de sus libros, Relaciones sanas en un mundo enfermo, pero me gustó mucho. He… -se mordió el labio inferior- he intentado que no se me fuese la cabeza respecto a lo de dejar a Harry.

– Dime que no has dejado tirado a otro de tus maridos -dijo Ren.

– Sólo he estado casada dos veces. -Se volvió hacia Isabel-. Ren sigue enfadado conmigo porque le dejé. Pero, la verdad, era un marido horroroso.

Así que ésa era la ex mujer de Ren. Una cosa parecía evidente: cualquier tipo de chispa que hubiese habido entre ellos había desaparecido. Isabel tuvo la impresión de estar contemplando a dos hermanos discutiendo, no a dos antiguos amantes.

– Nos casamos cuando teníamos veinte años y éramos estúpidos -dijo Ren-. ¿Qué pueden saber del matrimonio dos personas tan jóvenes?

– Yo sabía más que tú. -Tracy señaló con la barbilla hacia su hijo, que se había subido al Maserati-. Ese es Jeremy, el mayor. Steffie es la segunda; tiene ocho años. -Steffie parecía un duendecillo y tenía un ligero aire de ansiedad. Ella y su hermana empezaron a dibujar círculos en la grava con los talones de sus sandalias-. Brittany tiene cinco. Y éste es Connor, acaba de cumplir tres, pero sigue sin querer usar el orinal. ¿Lo harás algún día, grandullón? -Palmeó el pañal del niño y después palpó su propia barriga-. Se suponía que Connor tenía que ser nuestro furgón de cola. Pero, sorpresa sorpresa.

– ¿Cinco niños, Trace? -dijo Ren.

– Estas cosas pasan. -Se mordió el labio otra vez.

– Sólo tenías tres cuando hablamos hace un mes.

– Hace cuatro meses de eso, y eran cuatro. Nunca prestas atención cuando te hablo de ellos.

Steffie, la de ocho años, lanzó un agudo grito.

– ¡Una araña! ¡Hay una araña!

– No ef una araña. -Brittany se acuclilló sobre la grava.

– ¡Jeremy! Sal del…

Pero la orden de Tracy llegó demasiado tarde. El Maserati, con su hijo dentro, ya había empezado a moverse.