Ren echó a correr. Llegó abajo justo a tiempo para ver cómo su caro deportivo chocaba contra una pared de la casa, arrugando el frontal como si fuese una pajarita de papel.
Isabel mejoró la idea que tenía de Ren, ya que sacó a Jeremy del coche y comprobó que el niño de once años no había sufrido ningún daño antes de inspeccionar los desperfectos del vehículo. Tracy, mientras tanto, había descendido la colina dando bandazos, con la barriga y el bebé a cuestas. Isabel se apresuró a sujetarla del brazo antes de que cayese, y se las apañaron para llegar hasta donde se encontraban Ren y el niño.
– ¡Jeremy Briggs! Cuántas veces te he dicho que dejes tranquilos los coches de los demás? Ya verás cuando tu padre se entere de esto. -Tracy tomó aire un par de veces' y entonces dejó de contenerse. Bajó los hombros y sus ojos se llenaron de lágrimas.
– ¡Una araña! -gritó Steffi desde lo alto de la colina, a sus espaldas.
El bebé se percató del llanto de su madre y también rompió a llorar.
– ¡Una araña! ¡Una araña! -gritó la niña.
Ren miró a Isabel, su expresión de indefensión resultaba cómica.
– ¡Eh, señor Ren! -Brittany le llamó desde lo alto de la colina-. ¡Mírame! -Ondeó sus braguitas como un banderín-. También tengo caballitos de mar.
Tracy dejó escapar un sonoro sollozo, se inclinó y se apoyó en el pecho de Ren.
– ¿Entiendes ahora por qué nos hemos mudado aquí? -le dijo.
– ¡Ella no puede hacerme algo así! -Ren se detuvo para señalar a Isabel como si ella fuese la culpable. Estaban en el salón trasero de la villa, con las puertas abiertas al jardín y los niños correteando de un lado para otro. Sólo Anna parecía feliz. Reía con los niños, le revolvía el pelo a Jeremy y tenía en sus brazos al bebé. Luego se lo llevó a la cocina para preparar comida para todos.
– ¡Ve arriba y dile a Tracy que se vaya! -pidió Ren a Isabel.
– Me temo que no me escucharía. -Se preguntó cuándo se daría cuenta Ren de que estaba librando una batalla perdida de antemano. Los personajes que interpretaba en la pantalla tal vez fuesen capaces de eliminar a una mujer preñada y a sus cuatro hijos, pero en la vida real Ren parecía más bien blando. Lo cual no quería decir, sin embargo, que aquello pareciese bien.
– Llevamos divorciados catorce años. No puede mudarse aquí con sus cuatro hijos y ya está.
– Pues parece que lo ha hecho.
– Has visto que he intentado conseguir un hotel para ella, pero me arrancó el teléfono de la mano.
Isabel palmeó el hombro de Steffie.
– Ya basta de insecticida, cariño. Dame el bote antes de que todos contraigamos un cáncer.
Steffie se lo dio a su pesar y se miró los pies con aprensión en busca de más arañas.
Ren le dijo a la niña de ocho años:
– Estamos en septiembre, ¿no deberíais estar todos en el colegio?
– Mamá será nuestra profesora hasta que volvamos a Connecticut.
– Tu madre apenas sabe sumar.
– Suma bien, pero tiene problemas con las divisiones largas, por eso Jeremy y yo tenemos que ayudarla. -Steffie fue hasta el sofá y levantó con reparos uno de los cojines para mirar debajo-. ¿Puedes devolverme el insecticida, por favor?
La atención de Isabel se centró en la niña pequeña. Le pasó el bote de insecticida a Ren y después se sentó junto a la niña y la abrazó.
– ¿Sabes una cosa, Steffie? Las cosas que creemos que nos dan miedo no son siempre las que realmente nos preocupan. Como las arañas. Casi todas son insectos muy amables, pero han pasado muchas cosas en tu familia últimamente, y tal vez sea eso lo que te preocupa de verdad. Todos tenemos miedo a veces. No pasa nada.
Ren masculló entre dientes algún tipo de maldición. Mientras Isabel hablaba en voz baja con Steffi, observaba a Jeremy a través de las puertas venecianas lanzar una pelota de tenis contra la pared de la casa. Era sólo cuestión de tiempo que rompiese una ventana.
– ¡Miradme todos! -Brittany entró en la estancia y empezó a dar volteretas en dirección a un gabinete cargado de porcelana de Meissen.
– ¡Cuidado! -Ren corrió tras ella y la atrapó justo antes de que chocase contra él.
– Mírale el lado bueno -dijo Isabel-. Lleva las braguitas puestas.
– ¡Pero se ha quitado todo lo demás!
– ¡Soy la campeona! -La niña de cinco años se puso en pie y extendió los brazos formando la V de victoria. Isabel sonrió y alzó los pulgares. En ese instante, el aire se llenó con el inconfundible ruido de cristales rotos, seguido del grito de Tracy en la planta de arriba:
– ¡Jeremy Briggs!
Ren apuntó el bote de insecticida y apretó el botón.
Fue una larga tarde. Ren amenazó a Isabel con cortarle la corriente para siempre sí le abandonaba, así que se quedó en la villa mientras Tracy permanecía encerrada en una habitación. Jeremy se entretuvo torturando a Steffie con arañas fantasma. Brittany escondió su ropa y Ren no dejó de quejarse ni un solo segundo. Allí donde iba dejaba cosas tras de sí -las gafas de sol, los zapatos, la camisa-, los hábitos de un hombre acostumbrado a tener sirvientes que fuesen recogiéndolo todo.
Como si fuese una niña, Anna sufrió un cambio de personalidad y no dejó de reír y de preparar comida para todo el mundo, incluso para Isabel. Ella y Massimo vivían en una casa a un par de kilómetros de la villa, con sus dos hijos mayores y su nuera. Cuando se fue a casa después de cenar, le pidió a Marta que subiese ala villa para pasar la noche. También Marta parecía una mujer diferente en presencia de los niños, y no tardó en adoptar a Connor como su mascota, que no se apartaba de su lado excepto cuando desaparecía tras un rincón para llenar su pañal. Para tener sólo tres años, pensó Isabel, el niño disponía de un excelente vocabulario. Su expresión favorita era: «El orinal es muy muy malo.»
A pesar de que Ren no animaba a los niños, no dejaban de exigir su atención. Los ignoró todo lo que pudo, pero finalmente tuvo que ceder a las peticiones de Jeremy para que le enseñase algunos movimientos de artes marciales. Eso fue bien entrada la noche, antes de que todos se fuesen a la cama. Isabel se las ingenió para irse a su casa mientras Ren hablaba por teléfono.
Se tumbó en la cama y se durmió al instante, pero la despertó un ruido seguido de una maldición, a la una de la madrugada. Se incorporó de golpe en la cama.
La luz del pasillo estaba encendida, y al poco Ren asomó la cabeza por la puerta.
– Lo siento. Le di un golpe a la cómoda con la bolsa y tiré una lámpara.
Ella parpadeó y tiró de la sábana para cubrirse los hombros.
– ¿Qué estás haciendo aquí?
– No creerías que iba a quedarme allí arriba, ¿verdad? -exclamó indignado.
– Bueno, no puedes mudarte aquí.
– Reza por mí. -Y se marchó.
Ella salió de la cama, con su bata de seda ondeando a su espalda, y le siguió.
Él lanzó la bolsa sobre la cama de la habitación de al lado, más pequeña que la de ella pero igualmente sencilla. Los italianos no gastaban dinero en decorar espacios de soledad como los dormitorios, pudiéndolo gastar en lugares de reunión como las cocinas y los jardines. Cuando ella apareció, él dejó de deshacer su bolsa lo suficiente como para ver el canesú de encaje color marfil y la delicada camisa que le llegaba hasta la mitad de los muslos.
– ¿Tienes delfines debajo de eso?
– No es asunto tuyo. Ren, tu villa es enorme, pero esta casa es pequeña. No puedes…
– No lo bastante enorme. Si crees que podría quedarme bajo el mismo techo que una mujer embarazada y sus cuatro hijos psicóticos, estás más loca que ellos.
– Pues entonces vete a otro sitio.
– Eso es exactamente lo que estoy haciendo. -Sus ojos le dieron otro repaso. Ella esperaba que él dijese algo provocativo, pero la sorprendió-. Aprecio que te quedases conmigo esta noche, aunque podría haber pasado sin tus consejos.