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– Isabel, por favor…

– Sé que vas a decirme que eso no supone ninguna diferencia, que tu dinero es mi dinero, pero para mí sí resulta diferente. Me valgo por mí misma desde los dieciocho, y…

– Basta, Isabel.

Nunca antes había alzado la voz, pero ella se había lanzado como una locomotora, así que no le culpó. La firmeza de Isabel denotaba tanto su fuerza como su debilidad.

Michael se volvió hacia la ventana.

– He conocido a alguien -dijo.

– ¿En serio? ¿De quién se trata?

La mayoría de amigos de Michael eran abogados, gente estupenda pero algo aburrida. Sin duda sería agradable añadir alguien nuevo en su círculo de amistades.

– Se llama Erin.

– ¿La conozco?

– No. Es mayor que yo, tiene cerca de cuarenta. -Se volvió hacia ella-. Dios, es un desastre. Está un poco rellenita y vive en una especie de manicomio. No le preocupan el maquillaje o la ropa, y nunca lleva nada conjuntado. Ni siquiera tiene un título universitario.

– ¿Y qué? No somos unos esnobs. -Isabel cogió la copa de vino que Michael había dejado sobre la mesita de café y la llevó a la cocina-. Aunque a veces podemos ser un poco estirados.

Él la siguió, hablando con una rapidez y energía que ella no había apreciado desde hacía meses.

– Es la persona más impulsiva del mundo. Es terca como un marinero y le gustan las peores películas. Sus chistes son horrorosos, y bebe cerveza, y… Pero está a gusto consigo misma… -Michael tomó aire-. Y ella también me hace sentir a gusto, y… la quiero.

– Entonces seguro que yo también la querré. -Isabel sonrió. Sonrió con todas sus fuerzas. Sonreiría para siempre. Sonreiría hasta que se le petrificase la mandíbula, porque mientras siguiese sonriendo, todo iría bien.

– Está embarazada. Erin y yo vamos a tener un hijo. Nos casaremos en el ayuntamiento la semana que viene.

La copa de vino cayó en el fregadero y se hizo añicos.

– Sé que éste no es el mejor momento, pero…

Isabel sintió un calambre en el estómago. Quería detener a Michael. Detener el tiempo. Hacer retroceder las manecillas del reloj para que nada de eso estuviese ocurriendo.

Él estaba pálido y parecía hundido.

– Los dos sabemos que lo nuestro no habría funcionado -añadió.

El aire se atascó en los pulmones de Isabel.

– Eso no es cierto. Habría sido… Habría…

No podía respirar.

– Excepto para cuestiones de negocios, apenas nos vemos.

Ella boqueó. Aferró la pulsera de oro que llevaba en la muñeca.

– Hemos estado… hemos estado demasiado ocupados, eso es todo.

– ¡No hacemos el amor desde hace seis meses!

– Es… es algo temporal. -Apreció en su propia voz el mismo tono histérico de su madre, y se esforzó por mantener la calma-. Nuestra relación… nunca ha estado basada en el sexo. Ya hemos hablado de eso. Es una situación… temporal -insistió.

Michael retrocedió un paso.

– ¡Por favor, Isabel! No te engañes. Nuestra vida sexual no está programada en tu jodido ordenador portátil, por eso no existe.

– ¡No me hables de ordenadores portátiles! ¡Tú te llevas el tuyo a la cama por la noche!

– ¡Al menos me calienta la mano!

Ella sintió como si la hubiese abofeteado.

Él se arrepintió de esas palabras hirientes.

– Lo siento. Eso era innecesario. Y además no es cierto. La mayoría de las veces estuvo bien. Sólo que… -Hizo un leve gesto-. Necesito pasión. Isabel se aferró a la encimera.

– ¿Pasión? Somos adultos. -Intentó sosegarse, respirar hondo-. Si no te hace feliz nuestra vida sexual, podemos… acudir a un sexólogo. -Pero no había remedio. Aquella mujer llevaba en su vientre el hijo de Michael. El hijo que Isabel había planeado tener algún día.

– No quiero ir a un sexólogo. -Bajó la voz-. No es un problema mío, Isabel. Es tu problema.

– Eso no es verdad.

– Es… Pareces esquizofrénica cuando se trata de sexo. Algunas veces está bien, pero la mayoría es como si me estuvieses haciendo un favor y tuvieses prisa por acabar. Aun peor, a veces es como si no estuvieses allí.

– La mayoría de los hombres aprecia las pequeñas variaciones.

– Necesitas controlarlo todo. Quizás ése sea el motivo de que apenas te guste el sexo.

Isabel no podía soportar su compasiva mirada. Era ella la que tendría que compadecerse de él. Había elegido marcharse con una mujer mayor, sin gusto en el vestir, que veía películas malas y bebía cerveza. Y no era una esquizofrénica sexual…

Empezó a desmoronarse.

– Estás muy equivocado. ¡Siempre quiero sexo! ¡Vivo para ello! ¡Sólo pienso en sexo!

– La amo, Isabel.

– No es verdadero amor. Es…

– ¡Deja de decirme lo que siento, maldita sea! Siempre lo haces. Crees que lo sabes todo, pero no es así.

Isabel no lo creía. Sólo quería ayudar a la gente.

– No puedes controlar esto, Isabel. Necesito una vida normal. Necesito a Erin. Y necesito al niño.

Ella quería hacerse un ovillo y ponerse a aullar de dolor.

– Entonces quédate con ella. No quiero verte nunca más.

– Intenta comprenderlo. Ella hace que me sienta… no sé… seguro. Sano. ¡Tú eres demasiado! ¡Eres demasiado en todo! ¡Me vuelves loco!

– Bien. Vete.

– Espero que podamos hacer esto de forma civilizada, que sigamos siendo amigos.

– No podemos. Sal de aquí.

Y él así lo hizo. Sin decir una palabra más. Se limitó a darse la vuelta y salir de su vida.

Isabel se inclinó sobre el fregadero y abrió el grifo, pero le faltaba el aire. Llegó tambaleándose hasta la ventana de la cocina y sacó la cabeza para respirar aire fresco. Llovía. No le importó. Inspiró por la boca y rebuscó en su cabeza las palabras necesarias para rezar, pero no las encontró. Y entonces sintió el golpe.

Relaciones sanas

Orgullo profesional

Responsabilidad financiera

Dedicación espiritual

Las Cuatro Piedras Angulares de una vida favorable cayeron sobre su cabeza.

2

Lorenzo Gage era pecaminosamente apuesto. Su cabello oscuro, abundante y aterciopelado y sus ojos azules, fríos y penetrantes, le daban un fiero aspecto. Sus finas cejas negras, que dibujaban sugestivos ángulos, y su frente hablaban de una antigua aristocracia teñida de corrupción. Sus labios eran cruelmente sensuales y sus mejillas podrían haber sido talladas con el cuchillo que empuñaba.

Gage se ganaba la vida matando gente. Su especialidad eran las mujeres. Mujeres hermosas. Les pegaba, las torturaba, las violaba y asesinaba. A veces, con una bala directa al corazón. Otras, rebanándoles el cuello. Una de dos.

La pelirroja que yacía sobre la cama llevaba tan sólo bragas y sujetador. Su piel brillaba como el marfil sobre las sábanas negras de raso mientras la miraba.

– Me has traicionado -dijo él-. No me gusta que las mujeres me traicionen.

La mujer lo miró aterrorizada. Mejor así.

Él se inclinó sobre la cama y apartó la sábana de sus muslos con la punta del cuchillo. Aquel gesto heló la sangre de la mujer. Gritó, se levantó de un brinco y corrió hacia la puerta de la habitación.

A Gage le gustaba cuando se resistían, por lo que la dejó alcanzar la puerta antes de atraparla. Ella luchó por liberarse. Cuando él se aburrió de su resistencia, le torció el brazo. Un violento bofetón la lanzó sobre la cama, con aquellos adorables muslos abiertos. Él no mostró emoción alguna más allá de un sutil parpadeo de anticipación. En ese momento, sus carnosos labios esbozaban una cruel sonrisa, y con una mano se abrió la hebilla plateada del cinturón.

Gage se estremeció. Su estómago era impredecible cuando llegaba la parte de las atrocidades, sabiendo, al contrario que el resto de los espectadores, qué iba a suceder. Había esperado que el doblaje al italiano le distrajese lo suficiente de la carnicería que aparecía en la pantalla y le permitiese ver su última película, pero los vestigios de una desagradable resaca combinados con los serios efectos del jet-lag conspiraron en su contra. No era fácil ser el psicópata preferido de Hollywood.