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– ¿Está usted loco? -le espetó.

Ren saltó hacia el hombre justo en el momento en que las palabras que éste había pronunciado cobraban sentido para Isabel.

– ¡Detente, Ren! No le hagas daño.

Ren ya tenía cogido al tipo por la garganta.

– Dame una buena razón.

– Es Harry Briggs. No puedes matarle a menos que Tracy diga lo contrario.

Él aflojó el apretón pero no le soltó, y la furia seguía brillando en sus ojos.

– ¿Quieres explicar lo del puñetazo antes o después de que te deje fuera de combate?

Ella tuvo que reconocerle a Briggs el valor de afrontar lo que podía ser una muerte muy dolorosa.

– ¿Dónde está ella, hijo de puta? -soltó Briggs.

– En un lugar donde no podrás tocarla.

– Ya le hiciste daño una vez, cabrón. No volverás a hacerlo.

– ¡Papá!

Ren se detuvo al ver a Jeremy corriendo hacia ellos. El niño se lanzó en brazos de su padre sin vacilar.

– Jeremy. -Briggs lo retuvo, enredando sus dedos en el cabello de su hijo y cerrando los ojos por un instante.

Ren se encogió de hombros y observó.

A pesar del alocado puñetazo, Harry Briggs no parecía peligroso. Era unos centímetros más bajo que Ren, delgado y de rasgos amables y regulares. Al observarlo, Isabel pensó que era una persona obsesionada por la pulcritud, como ella, aunque él estaba pasando por un mal momento. Su pelo castaño, cortado de forma tradicional, no veía el peine desde hacía tiempo, y necesitaba un afeitado. Tras sus gafas de fina montura metálica, sus ojos parecían cansados, y sin duda vestía aquella misma ropa -unos arrugados pantalones caqui y un polo marrón- desde hacía más de un día. No parecía un donjuán, pero eso era algo que no podía apreciarse en la cara de una persona. También daba la impresión de ser uno de los últimos hombres del planeta con los que, en teoría, estaría dispuesta a casarse una mujer tan deslumbrante como Tracy.

Mientras él sujetaba a su hijo por los hombros, Isabel se percató del práctico reloj de pulsera y la alianza de oro.

– ¿Has cuidado de todo el mundo? -le preguntó a Jeremy.

– Creo que sí.

– Tenemos que hablar, amigo, pero primero tengo que ver a tu madre.

– Está en la piscina con las niñas.

Harry inclinó la cabeza hacia la puerta principal.

– ¿Puedes ver si le he hecho alguna rayada al coche viniendo hacia aquí? Algunas carreteras eran de grava.

Jeremy parecía preocupado.

– No vas a irte sin mí, ¿verdad?

De nuevo, Harry le tocó el pelo a su hijo.

– No te preocupes, colega. Todo va a ir bien.

Al tiempo que el niño se alejaba, Isabel se dio cuenta de que Harry no había respondido a su pregunta. Cuando Jeremy ya no podía oír lo que decían, Harry se volvió hacia Ren, y toda la dulzura que le había dedicado al niño desapareció.

– ¿Dónde está la piscina?

El acaloramiento de Ren se había apagado, aunque Isabel sospechaba que podía iniciarse otra vez en cualquier momento.

– Primero tendrías que tranquilizarte un poco.

– No importa. La encontraré por mi cuenta. -Harry avanzó con decisión.

Ren dejó escapar un suspiro de mártir y dijo:

– No podemos dejarlo a solas con ella.

Isabel le palmeó el brazo.

– La vida nunca es sencilla.

Tracy vio acercarse a Harry. Su corazón dio un brinco instintivo antes de ponérsele en la garganta. Ella sabía que aparecería tarde o temprano, pero no esperaba que fuese tan pronto.

– ¡Papi! -Las niñas salieron a toda prisa del agua. Connor lanzó un chillido cuando lo vio, y su pañal fue dando bandazos mientras iba en busca de su persona favorita, sin saber que esa persona no había querido que naciese.

Harry, de algún modo, se las apañó para alzar a los tres. Era un tanto peculiar escogiendo su vestuario, pero no lo era cuando estaba con los niños, por lo que no le importó mojarse. Las niñas le plantaron húmedos besos. Connor le torció las gafas. A Tracy le dolió el corazón al ver que él les besaba y les ofrecía toda su atención, al igual que había hecho con ella en los días en que disfrutaban de su amor.

Apareció Ren. No le dolía igual mirarlo a él que mirar a Harry. El viejo Ren era más fuerte e inteligente que aquel niño al que ella había enseñado cómo fumarse un porro, pero también era más cínico. No podía imaginar el modo en que el asunto de Karli Swenson le había afectado.

Isabel se colocó a su lado, parecía una mujer fría y resuelta, llevaba una camisa sin mangas, unos pantalones color beige y un sombrero de paja. Podría haber resultado intimidante de no ser por su amabilidad. Los niños se habían sentido a gusto con ella a primera vista, lo cual solía ser una buena señal del carácter de una persona. Al igual que cualquier otra mujer en la órbita de Ren, estaba fascinada con él, pero, al contrario que las otras, combatía esa sensación. Para Tracy ese detalle la valorizaba, aunque sabía que no tenía ninguna oportunidad, pues el deseo de Ren hacia ella era obvio. Al final no sería capaz de resistirse, lo cual supondría un fiasco, pues una aventura amorosa no sería suficiente para ella. Era el tipo de mujer que deseaba todo lo que Ren no podía darle, pero él se la comería antes de que se diese cuenta. De un modo nada positivo.

Era menos doloroso sentir lástima por Isabel que por sí misma, pero Harry estaba allí en ese momento, y no podía seguir tragándose su dolor por más tiempo. ¿Quién eres?, deseaba preguntarle. ¿Dónde está el hombre tierno y dulce del que me enamoré?

Se levantó de la silla, sesenta y tres kilos de ballena varada. Otros seis kilos y pesaría más que su marido.

– Niñas, id con Connor a buscar a la signora Anna. Antes ha dicho que estaba preparando galletas.

Las niñas se abrazaron con más fuerza a su padre y miraron con ceño a su madre. Desde su punto de vista, ella debía de ser una maldita bruja si era capaz de apartarlas de él. Se le formó un nudo en la garganta.

– Venga -les dijo Harry a las niñas, que seguían sin mirarle-. Ahora mismo iré con vosotras.

No se opusieron a sus órdenes como lo habían hecho con la madre, y a ella no le sorprendió que se llevaran consigo a Connor.

– No tendrías que haber venido aquí -dijo ella cuando las niñas entraron en la casa.

Harry la miró, pero sus ojos eran tan fríos como los de un extraño.

– No me diste otra opción.

Ése era el hombre con el que había compartido su vida, creyendo que siempre la amaría. Solían pasarse todo el fin de semana en la cama. Ella recordaba la alegría que habían compartido cuando nacieron Jeremy y las niñas. Recordaba las salidas en familia, las risas, los momentos de tranquilidad. Entonces quedó embarazada de Connor y las cosas empezaron a cambiar. Pero a pesar de que Harry no quería más hijos, quiso con todo su corazón al menor de sus hijos desde el momento en que salió de su vientre. En un principio, Tracy estaba convencida de que sucedería lo mismo con el próximo. Ahora pensaba diferente.

«-Hablamos de ello y estábamos de acuerdo. No más niños.

»-No me he quedado embarazada yo sola, Harry.

»-No me eches la culpa a mí. Quería hacerme la vasectomía, ¿lo recuerdas? Pero tú te negaste, así que me eché atrás. Ese fue mi error.»

Ella apoyó la mano sobre su error y acarició la tensa piel.

– ¿Quieres que te ayude a hacer las maletas? -preguntó él con tranquilidad-. ¿O prefieres hacerlo sola?

Parecía tan distante como un planeta remoto. Incluso tras todos aquellos meses, ella no podía acostumbrarse a su frialdad. Recordaba el día en que le dijo que su empresa quería que se trasladase a Suiza y se hiciese cargo de una importante adquisición. No sólo significaba el ascenso que andaba buscando, también le daría la oportunidad de llevar a cabo otro tipo de trabajo para el cual era aun mejor.