– No hay nadie por aquí. Haz lo que te he dicho.
– ¿Que me desabroche la camisa?
– No hagas que me repita.
– Déjame pensarlo. -No tardó ni un segundo-. No.
– Esperaba no tener que hacer esto. -Llevó su dedo desde el último botón abierto al cuello de la camisa. Ella no estaba tan indignada, después de todo, pues retrocedió-. Al parecer, voy a tener que recordarte lo obvio. -Creó tensión haciendo una pausa. Por Dios, esperaba estar excitándola, porque él sí se estaba poniendo como una moto-. Voy a tener que recordarte lo mucho que deseas esto. Lo mucho que vas a disfrutar.
Ella parpadeó, y su carnoso labio inferior se separó del superior. Oh, sí… Se acercó un centímetro a él.
– Todavía lo recuerdo -le susurró con recato.
Él hizo desaparecer la sonrisa. Ya no eres tan descarada, ¿eh, cariño?
– Asegurémonos de eso. -Le echó un vistazo a sus sensuales labios y pensó lo delicioso que sería besarlos-. Imagina el sol brillando sobre tus pechos desnudos. Siente cómo los miro. Cómo los toco. -Estaba sudando bajo su camisa, y sentía una fuerte presión en la ingle-. Voy a arrancar las uvas más gruesas y voy a verter su jugo sobre tus pezones. Después lameré cada gota.
El color de miel de sus ojos se oscureció. Él le tocó la cadera con los dedos, inclinó la cabeza para colarse por debajo del ala del sombrero de paja y acercó su boca a la de ella. Era mucho mejor de lo que recordaba. Sintió el sol, el jugo de la uva que había imaginado, y una mujer en estado de excitación. Sintió el primitivo impulso de tomarla allí mismo, en el viñedo. Tumbarla en el viejo suelo de sus ancestros, bajo la sombra de aquellas antiguas viñas. Penetrarla del modo en que lo habría hecho uno de sus antepasados Médicis con una campesina dispuesta. O una que no lo estuviese, para el caso era lo mismo, pero ahora no tenía que preocuparse de eso, porque la mujer que tenía al lado se estaba amoldando a su cuerpo.
Le quitó el sombrero y lo dejó caer al suelo, y enredó sus dedos entre sus desordenados rizos. Ella le estaba matando de deseo, y la liberó lo justo para susurrar contra sus labios:
– Vamos a la casa.
– Vamos… no. -Incluso a oídos de Isabel aquellas palabras sonaron como un suspiro. Pero no quería ir a ningún sitio. Quería besarle. Y abrirse la camisa tal como él le había pedido, y dejar que hiciese con sus pechos exactamente lo que le había prometido.
Los aromas y las sensaciones la embriagaron. El cálido sol de la Toscana, el aroma de los viñedos, de la tierra y, por encima de todo, de aquel hombre. Se sintió ávida de él, de sus besos, de sus palabras incitantes, del tono amenazador que no debería haberla excitado pero que lo había hecho; y no tenía la menor intención de analizar todo aquello. La lengua de Ren recorrió sus labios y penetró en su boca. Un beso profundo. El término exacto para un beso demasiado íntimo para ofrecérselo a nadie más.
Ren había colocado las manos en su cadera, atrayéndola hacia su erección.
– Desabrocha -susurró. Y ella no pudo resistirse.
Lo hizo muy despacio, botón a botón. Él se separó lo bastante para permitir que se abriese la camisa y revelase aquel sujetador transparente de encaje. No había señal alguna de triunfo en sus ojos, tan sólo sincera excitación masculina. Ella abrió el corchete central, apartó las copas y dejó que el sol cayese sobre sus senos.
Él dejó escapar un leve gemido de necesidad liberada, alzó las manos y abarcó con ellas los pechos, que parecían una ofrenda de marfil. Acarició los pezones con sus pulgares, y se pusieron erectos. Alargó un brazo y arrancó unas uvas de una parra.
Ella no entendió qué estaba haciendo hasta que él exprimió las uvas entre los dedos. El jugo se derramó, recorrió la curvatura de sus pechos pasando por encima de la punta. Isabel se estremeció. Intentó contener el aliento. Pero se le había escapado.
Muy despacio, él extendió el jugo calentado por el sol sobre el pezón, dibujando círculos y acercándose progresivamente a la punta. Ella dejó escapar un gemido de placer cuando él alcanzó la cima.
Extendió también la pulpa y la piel sobre el pezón y apretó. Uva. Pulpa. Pequeñas semillas. Lo tenía todo en la mano, arañando su piel hasta producirle el dolor más dulce que jamás había sentido. Su respiración se aceleró, y oleadas de placer le recorrieron el cuerpo. La lengua de Ren se deslizó hasta sus pechos. Empezó a juguetear, chupando y lamiendo, comiendo los restos de la fruta, atormentando su carne, hasta que Isabel ya no pudo resistirlo más.
– Dios… -Pronunció la palabra como si de una oración se tratase, echándose hacia atrás para observarlo. El jugo resbalaba por sus mejillas. Sus ojos tenían un deje soñador, con los labios un poco hinchados.
– Quiero meter una uva dentro de ti y comérmela de tu cuerpo.
Su pulso se aceleró. Se sentía arrobada por la necesidad y por un deseo feroz. Así era como se sentía la auténtica pasión, con esa inconsciencia saturnina de los sentidos. Él le metió la mano entre los pantalones y empezó a acariciar. Ella se arqueó contra su mano en una danza lenta y sagrada. Su piel estaba pegajosa debido al jugo, y su cuerpo parecía tan hinchado como las uvas.
De pronto, él se apartó. Aquel repentino movimiento la desconcertó. Con un grave gruñido, Ren recogió el sombrero del suelo, se lo entregó y la empujó en dirección a la casa.
– Me estoy haciendo viejo para esto.
¿La estaba rechazando?
– ¡Signore Gage!
Ella miró hacia atrás y vio aproximarse a Massimo. No la rechazaba, sólo se trataba de una fastidiosa interrupción. Se cerró la camisa y corrió hacia la casa, dando trompicones por el sendero. Nunca había experimentado algo así, y quería más.
Llegó a la casa, se metió en el lavabo y abrió el grifo del agua fría. Se mojó la cara y apoyó las manos sobre la pica para recuperar el aliento. El recuerdo de su propia voz le hizo sentir ridícula.
«Si no forzamos los parámetros de nuestras vidas, ¿cómo podremos crecer como seres humanos, amigas mías? Dios nos sonríe cuando buscamos las estrellas, aunque no logremos siquiera tocarlas. Nuestra voluntad para intentarlo demuestra que no damos la vida por garantizada. Que podemos saltar, aullarle a la luna y honrar el carácter sagrado del don que nos ha sido dado…»
Se quitó la arrugada y manchada camisa. Su deseo por Lorenzo Gage no era sagrado. Pero su deseo de aullarle ala luna se había hecho irresistible.
Después de arreglarse, subió al Panda y fue al pueblo. Mientras paseaba por el mercado que había en la piazza, intentó transformar sus confusos sentimientos en una oración, pero las palabras no consiguieron darles forma. Seguía pudiendo rezar por los demás, pero aún no podía rezar por sí misma.
Respira… Se centró en los productos frescos, en las gruesas berenjenas púrpuras que yacían tumbadas y las cabezas de radicchio que reposaban entre abundantes lechugas. Había potes de olivas negras junto a pirámides de manzanas y peras. Cestas de mimbre exhibían champiñones recién recogidos, con tierra aún colgando de los extremos. Poco a poco, empezó a calmarse.
Hasta que llegó a la Toscana, nunca había pensado en su poca destreza como cocinera, pero en una cultura para la cual la comida lo era todo, sabía que se estaba perdiendo algo importante. Quizá podría reconducir su energía acudiendo a algunas clases de cocina cuando no escribiese. Porque, a pesar de las dudas de Ren, iba a escribir.
Se aproximó a los puestos de flores y escogió un ramo de margaritas. Al ir a pagar, vio que Vittorio salía de una tienda al otro lado de la piazza acompañado de Giulia Chiara, su ineficiente agente inmobiliaria. Vittorio atrajo a Giulia hacia sí y la besó de un modo apasionado, no como un amigo.