– Sí, pero no sé… Oh, de acuerdo. -Si protestaba, él le diría que era una persona rígida, así que se quitó las sandalias.
Él sonrió al ver cómo las dejaba bajo la mesa, pero ella no vio nada extraño en dejar un par de zapatos en un sitio donde nadie pudiese tropezar con ellos.
– Ahora, ábrete el último botón.
– Oh, no. No vamos a…
– Quieta. -Alargó las manos para hacerlo él. La camisa se abrió lo suficiente para revelar el nacimiento de sus pechos, y él sonrió-. Ahora pareces una mujer con la que un hombre querría cocinar.
Ella pensó en volver a abrocharse el botón, pero había algo embriagador en el hecho de sentir la fragante cucina toscana, con una copa de vino en la mano, el pelo alborotado, con el botón abierto, descalza, rodeada de hermosas verduras y de un hombre más hermoso todavía.
Puso manos a la obra. Mientras cortaba las verduras, era consciente de las gastadas y frías baldosas bajo sus pies y de la caricia del aire de h tarde sobre sus senos. Tal vez había algo significativo en parecer una mujer desinhibida, pues él la miraba encantado. Resultaba extrañamente gratificante que la apreciasen por su cuerpo y no por su mente.
Fueron bebiendo de sus copas de manera indistinta y, en un momento en que él no la miraba, ella volvió la copa discretamente para beber de lado que habían tocado los labios de Ren. Aquella tontería le gustó.
La tarde había teñido las colinas de color lavanda.
– ¿Has firmado ya el contrato de tu próxima película?
Él asintió.
– Trabajaré con Howard Jenks. Empezaremos a rodar en Roma, después nos trasladaremos a Nueva Orleans y Los Ángeles.
Isabel se preguntó cuándo empezarían, pero le disgustaba la idea de poner en marcha un reloj invisible sobre su cabeza, así que evitó preguntarlo.
– Incluso yo he oído hablar de Howard Jenks. Supongo que no será como una de esas películas sangrientas que sueles hacer.
– Supones bien. Es el papel que he estado esperando toda mi vida.
– Háblame de él.
– No te gustaría.
– Probablemente no, pero quiero escucharte hablar de todos modos.
– En esta ocasión no haré de psicópata de jardín.
Empezó a describir el papel de Kaspar Street, y para cuando acabó ella sentía escalofríos. Aun así, podía entender la ilusión de Ren. Era el tipo de personaje complejo que gustaba a los actores.
– ¿Pero aún no has visto el guión final?
– Llegará un día de éstos. Estoy ansioso por ver qué ha hecho Jenks con él. -Metió el pollo en el horno y colocó las verduras en una sartén-. A pesar de ser un tipo horrible, hay algo atrayente en Street. Él realmente ama a las mujeres que mata.
No era la idea de Isabel de algo atrayente, pero por una vez mantuvo la boca cerrada. O casi cerrada.
– No creo que sea bueno para ti interpretar siempre a esos hombres horribles.
– Creo que ya me lo dijiste una vez. Ahora corta en cuadraditos esos tomates para la bruschetta. -Pronunció la palabra con el fuerte sonido k que empleaban los italianos en lugar del más suave sh de los americanos.
– De acuerdo, pero si alguna vez quieres hablar de ello…
– ¡Corta de una vez!
Mientras ella lo hacía, él cortó el pan del día anterior en finas rebanadas, las roció con aceite de oliva, les restregó un ajo y le enseñó a Isabel cómo tostarlas en una sartén. Al tiempo que se doraban, fue añadiendo pedacitos de aceituna y un poco de albahaca sobre los tomates que ella había cortado, después colocó la mezcla sobre las rebanadas de pan y las depositó en una bandeja.
Mientras el resto de la comida se hacía en el horno, sacaron todas las cosas al jardín, entre ellas el jarrón de barro con las flores que Isabel había comprado en el mercado. La grava se le clavaba en la planta de los pies, pero no se molestó en ir por los zapatos. Se sentaron en la mesa de piedra, y los gatos no tardaron en acudir para investigar.
Ella se reclinó y suspiró. Los últimos rayos de luz se ocultaban ya tras las colinas, y las alargadas sombras caían sobre los viñedos y el olivar. Ella pensó en la estatua etrusca del museo, La sombra del atardecer, e intentó imaginar a aquel joven paseando desnudo por el campo.
Ren se llevó un bocado de bruschetta a la boca, estiró las piernas y dijo con la boca llena:
– Dios, adoro Italia.
Ella cerró los ojos y dijo para sí «amén».
Una suave brisa traía el aroma de la comida que estaba en el horno hasta el jardín. Pollo e hinojo, cebolla y ajo, y la pizca de romero que Ren había colocado encima de las verduras en la sartén.
– No aprecio la comida cuando estoy en casa -dijo Ren-. Pero en Italia no hay nada más importante.
Isabel sabía a qué se refería. En casa, su vida había estado sometida a una agenda estricta, lo cual le habría impedido disfrutar de una comida como aquélla. Se levantaba a las cinco de la madrugada para practicar yoga, después se iba a la oficina antes de las seis y media para escribir unas cuantas páginas antes de que llegase su equipo. Reuniones, entrevistas, llamadas telefónicas, conferencias, aeropuertos, habitaciones de hotel, quedarse dormida sobre el ordenador portátil a la una de la madrugada intentando escribir unas páginas más antes de apagar la luz. Incluso los domingos se habían convertido en otro día laborable. El Creador tal vez había tenido tiempo para descansar al séptimo día, pero Él no tenía tanto trabajo como Isabel Favor.
Paladeó el vino en su boca. Ella había intentado con todo su empeño vivir la vida desde una posición de poder, pero ese esfuerzo tenía un precio.
– Resulta fácil olvidarse de los placeres sencillos -comentó.
– Pero has hecho todo lo posible -repuso Ren, y ella apreció algo parecido a la empatía en su voz.
– Tal vez tenía mucho que recorrer -dijo con ligereza, pero las palabras se le atravesaron en la garganta.
– Permesso?
Se volvió para ver a Vittorio aproximándose a través del jardín. Con el pelo negro recogido en una coleta y su elegante nariz etrusca, parecía un poeta gentil del Renacimiento. Le seguía Giulia Chiara.
– Buona sera, Isabel. -Vittorio abrió los brazos a modo de saludo.
Ella sonrió y, con discreción, se abrochó el botón superior y se puso en pie para darle un beso. A pesar de no confiar demasiado en Vittorio, había algo en él que le llevaba a apreciar su compañía. No obstante, dudaba que fuese una coincidencia el que viniese acompañado de Giulia. Sabía que Isabel les había visto juntos, y había venido para restablecer el control.
Ren le miró de un modo mucho menos amistoso, pero Vittorio no pareció percatarse.
– Signore Gage, soy Vittorio Chiara. Y ésta es mi hermosa mujer, Giulia.
Nunca había dicho que estuviese casado, y mucho menos con Giulia. Ni siquiera le había dicho su apellido a Isabel. La mayoría de los hombres que ocultan la existencia de una esposa, lo hace para intentar ligar con otras mujeres, pero los jugueteos de Vittorio habían sido inofensivos, así que debía de tener otra razón.
Giulia llevaba una minifalda color ciruela y un top de tirantes. Se había recogido el pelo castaño tras las orejas, de las que pendían unos aros dorados. El ceño de Ren dio paso a una sonrisa, lo cual hizo que Isabel se sintiese más incómoda con Giulia por eso que por no haberle devuelto las llamadas telefónicas.
– Encantado -le dijo Ren. Y, a Vittorio-: Veo que ha corrido la voz de que estoy aquí.
– No mucho. Anna es muy discreta, pero necesitó ayuda con los preparativos para su llegada. Somos familia, es la hermana de mi madre, así que sabe que soy de confianza. Y lo mismo puede decirse de Giulia. -Miró a su mujer con una sonrisa-. Es la mejor agente inmobiliaria de la zona. Los propietarios desde aquí a Siena dejan en sus manos el alquiler de sus propiedades.