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Giulia le dedicó a Isabel una tensa sonrisa.

– Sé que ha intentado localizarme -le dijo-. He estado fuera del pueblo y no he escuchado sus mensajes hasta esta tarde.

Isabel no creyó una sola palabra.

Giulia ladeó la cabeza formando un ángulo encantador.

– Confiaba en que Anna se ocupase de todo en mi ausencia.

Isabel murmuró algo entre dientes, pero Ren se transformó de repente en todo un hospitalario anfitrión.

– ¿Queréis sentaros con nosotros?

– ¿Seguro que no molestamos? -Vittorio ya estaba apartando una silla para su mujer.

– En absoluto. Traeré un poco de vino. -Ren se dirigió a la cocina y regresó al momento con más copas, queso y un poco de bruschetta.

Poco después de que se sentaran a la mesa, ya reían todos de las historias que Vittorio contaba sobre sus experiencias como guía turístico. Giulia añadió las suyas propias sobre los adinerados extranjeros que alquilaban las villas de la zona. Era más reservada que su marido, pero igual de divertida, e Isabel dejó de lado su inicial resentimiento para disfrutar de la compañía de aquella bella joven.

Le gustó que ninguno de los dos le preguntase nada a Ren acerca de Hollywood, y cuando le preguntaron a Isabel por su trabajo lo hicieron con delicadeza. Tras varios viajes a la cocina para echarle un vistazo al horno, Ren les propuso que se quedasen a cenar y ellos aceptaron.

Mientras Ren llevaba los porcini, Giulia sacó el pan y Vittorio abrió una botella de agua mineral para acompañar el vino. Estaba oscureciendo, así que Isabel encontró unas cuantas velas achaparradas y las colocó en la mesa. Le pidió a Vittorio que se subiese a una silla y encendiese también las que había en el candelabro que colgaba del árbol. Al poco, las brillantes llamas danzaban entre las hojas del magnolio.

Ren no había alardeado en vano sobre sus habilidades como chef. El pollo estaba perfecto, jugoso y sabroso, y las verduras asadas tenían un sutil sabor a romero y mejorana. Mientras comían, el candelabro se balanceaba suavemente por encima de sus cabezas, y las llamas se mecían con alegría. Cantaron los grillos, el vino corrió y las historias se hicieron más picantes. Todo era muy relajado, muy alegre y muy italiano.

– Pura dicha -suspiró Isabel al tiempo que tomaba el último bocado de porcini.

– Nuestros funghi son los mejores del mundo -dijo Giulia-. Tienes que venir a coger porcini conmigo, Isabel. Conozco lugares secretos.

Isabel se preguntó si era una invitación genuina o bien otra treta para alejarla de la casa. Sin embargo, estaba demasiado relajada como para preocuparse.

Vittorio le hizo una cariñosa caricia a Giulia.

– Todo el mundo en la Toscana conoce lugares secretos donde encontrar porcini. Pero es cierto. La nonna de Giulia era una de las más famosas fungarola de por aquí, lo que vosotros llamaríais una buscadora de setas, y le transmitió todos sus secretos a su nieta.

– Podríamos ir todos, ¿no os apetece? -dijo Giulia-. Bien temprano, por la mañana. Mejor si ha llovido un poco. Nos pondremos nuestras viejas botas y llevaremos cestas y encontraremos el mejor porcini de toda la Toscana.

Ren sacó una botella alargada y estrecha de vinsanto dorado, el vino local para los postres, así como un plato de peras y un trozo de queso. Una de las velas del candelabro se apagó y una lechuza ululó cerca de allí. Llevaban más de dos horas cenando, pero estaban en la Toscana y nadie parecía tener ganas de acabar. Isabel bebió un sorbo de vinsanto y volvió a suspirar.

– La comida ha sido demasiado deliciosa para decir nada.

– Ren cocina mucho mejor que Vittorio -aseguró Giulia.

– También mejor que tú -respondió su marido, con un deje malicioso en la sonrisa.

– Pero no mejor que la mamma de Vittorio.

– Ah, la mia mamma -dijo Vittorio besándose la punta de los dedos.

– Es un milagro, Isabel, que Vittorio no sea un mammoni. -Al ver la expresión de extrañeza de Isabel, Giulia añadió-: Es un… ¿Cómo se dice en inglés?

Ren sonrió.

– Niño de mamá.

Vittorio se echó a reír.

– Todos los hombres italianos son niños de mamá.

– Eso es cierto -replicó Giulia-. Por tradición, los hombres italianos viven con sus padres hasta que se casan. Sus mamás cocinan para ellos, les lavan la ropa, les hacen los recados y los tratan como pequeños reyes. Después no quieren casarse porque saben que las mujeres jóvenes no van a tratarlos como sus mammas.

– Ah, pero tú haces otras cosas. -Vittorio le acarició el hombro desnudo con el dedo.

Isabel sintió un escalofrío en su propio hombro, y Ren le dedicó una lenta sonrisa que le hizo ruborizarse. Había visto esa sonrisa en la pantalla, por lo general antes de acabar con la vida de una inocente mujer. Sin embargo, no era ésa la peor manera de morir.

Giulia se apoyó en Vittorio.

– Los hombres italianos cada vez se casan menos. Por eso tenemos una tasa de natalidad tan baja en Italia, una de las más bajas del mundo.

– ¿Es eso cierto? -preguntó Isabel.

Ren asintió.

– La población de Italia podría descender a la mitad en cuarenta años si la tendencia no varía.

– Pero es un país católico. ¿No significa eso, automáticamente, un montón de niños?

– La mayoría de los italianos ni siquiera van a misa -replicó Vittorio-. Mis clientes americanos se sorprenden cuando descubren que sólo un pequeño porcentaje de la población es practicante.

Los faros de un coche bajando por el camino interrumpieron su conversación. Isabel le echó un vistazo a su reloj. Eran más de las once, un poco tarde para cualquier visita. Ren se puso en pie.

– Iré a ver quién es.

Minutos después regresó al jardín acompañado por Tracy Briggs, que saludó a Isabel con un gesto cansado.

– Qué tal.

– Siéntate antes de que te dé un soponcio -gruñó Ren-. Te traeré algo de comer.

Mientras Ren estaba dentro, Isabel hizo las presentaciones. Tracy llevaba otro de aquellos caros vestidos premamá y las mismas sandalias del día anterior. A pesar de eso, estaba preciosa.

– ¿Qué tal el paseo? -preguntó Isabel.

– Encantador. Sin niños.

Ren salió de la casa con un plato de comida. Se lo puso delante y le llenó un vaso de agua.

– Come y vete a casa.

Vittorio le miró sorprendido.

– Estuvimos casados -explicó Tracy cuando la última vela del candelabro se apagó-. Ren sigue sintiendo algo de rencor.

– Tómate el tiempo que quieras -dijo Isabel-. Ya sabes lo insensible que es Ren.

– No tan insensible, sin embargo, como para no asegurarse de que comiese algo.

Tracy miró con nostalgia hacia la casa.

– Aquí abajo es todo tan pacífico…

– Olvídalo -dijo Ren-. Yo ya me he mudado aquí, no hay habitación para ti.

– No te has mudado -dijo Isabel, a pesar de saber que sí lo había hecho.

– Relajaros -dijo Tracy-. Si bien disfruto alejándome de ellos, los he echado de menos durante horas.

– No dejes que te robemos un minuto más -le aconsejó Ren.

– Ahora estarán durmiendo. No hay razón para darme prisa en volver.

Excepto para empezar a hacer las paces con tu marido, pensó Isabel.

– ¿Dime, ¿dónde has ido hoy? -preguntó Vittorio.