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La conversación se centró en los lugares de la zona, y sólo Giulia permaneció en silencio. Isabel se dio cuenta de que había quedado en un segundo plano desde la aparición de Tracy. Pero ésta había sido amable, así que Isabel no acabó de entenderlo.

– Estoy cansada, Vittorio -dijo abruptamente-. Tenemos que irnos a casa.

Isabel y Ren les acompañaron a su coche, y durante ese trayecto Giulia recuperó el buen humor necesario para invitarles a cenar en su casa la semana siguiente.

– Iremos a buscar funghi pronto, ¿de acuerdo?

Isabel había disfrutado tanto que ya no recordaba que Giulia y Vittorio formaban parte de las fuerzas que habían intentado echarla de la casa y asintió.

Cuando la pareja se fue, Tracy se dirigió a su propio coche, mordisqueando un trozo de pan por el camino.

– Es hora de volver.

– Cuidaré de los niños un rato mañana, si te parece -dijo Isabel-. Eso os permitirá hablar a Harry y a ti.

– No puedes -dijo Ren-. Tenemos planes. Además, a ti no te gusta meter la nariz en asuntos ajenos, ¿verdad, Isabel?

– Al contrario, lo mío es intervenir.

Tracy le dedicó una sonrisa cansada.

– Harry estará a medio camino de la frontera con Suiza a la hora de comer, Isabel. No va a permitir que algo tan nimio como hablar con su mujer interfiera en su trabajo.

– Tal vez le infravaloras.

– O tal vez no -repuso Tracy. Ren le dio un apretón en el hombro y la ayudó a subir al coche-. Les daré a Anna y a Marta una buena propina por haber cuidado hoy de los niños -dijo-. Gracias por la cena.

– No hay de qué. No hagas nada más estúpido de lo habitual.

– Yo no.

Mientras el coche de Tracy se alejaba, el estómago de Isabel se tensó. No estaba preparada para estar a solas con Ren, no hasta haberse acostumbrado al hecho de que había decidido convertirse en otra muesca en la astillada cabecera de la cama de Ren.

– Estás inquieta otra vez, ¿verdad? -dijo él cuando ella iba camino de la cocina.

– Voy a limpiar, eso es todo.

– Le diré a Marta que lo haga mañana. Deja de estar nerviosa, por Dios. No voy a saltar sobre ti.

– ¿Crees que te tengo miedo? -Cogió un trapo de cocina-. Bueno, piensa un poco, don Irresistible, que nuestra relación vaya o no adelante será decisión mía, no tuya.

– ¿Ni siquiera podré opinar?

– Ya conozco tu opinión.

La sonrisa de Ren fue como una pequeña señal de humo.

– Y yo tengo una idea bastante precisa de cuál es la tuya. Aunque… -La sonrisa desapareció-. Ambos debemos tener claro dónde pensamos llegar con esto.

Él quería advertirle, como si pensase que era demasiado ingenua para comprender que no le estaba proponiendo una relación duradera.

– Ahórrate el esfuerzo. Lo único que podría, y remarco el «podría» porque sigo pensándolo, lo único que podría querer de ti es tu estupendo cuerpo, así que será mejor que me digas ahora mismo si voy a romperte el corazón cuando te dé una patada en el culo.

– Dios, eres una niñata.

Ella alzó la vista.

– Vale, no lo eres. Perdona a Ren por ser irrespetuoso.

– Eso no es una oración.

– Díselo a Dios.

Él sin duda sabía que no le costaría mucho esfuerzo hacerle olvidar que no estaba preparada para dar el paso definitivo. Otro de aquellos espectaculares besos haría todo el trabajo. Le observó para descubrir si tenía la intención de presionarla, y no supo discernir si se sentía alegre o decepcionada al verlo subir por las escaleras.

Tracy se agarró del pasamanos para subir las escaleras. Se sentía como una vaca, pero siempre se sentía así cuando alcanzaba el séptimo mes de embarazo: una enorme y sana vaca con los ojos redondos, la nariz brillante y un cencerro colgando del cuello.

Le encantaba estar embarazada, incluso a pesar de las náuseas, los mareos y la desmesurada inflamación de sus pies. Hasta entonces, nunca se había preocupado mucho por las estrías que recorrían su vientre o sus hinchados pechos, porque Harry había declarado que le gustaban. Él decía que los embarazos la hacían parecer más sexy. Obviamente, ahora ya no la encontraba tan sexy.

Recorrió el pasillo hacia su habitación. Las recargadas molduras, los frescos del techo y los apliques de cristal de Murano no eran de su estilo, pero hablaban de la secreta elegancia de su ex marido. Habida cuenta de cómo ella había abusado de su confianza, él no se había comportado tan mal como cabría esperar, lo cual demostraba que nunca puede saberse cómo van a actuar las personas, incluso las conocidas.

Entró en su dormitorio y se detuvo cuando la luz del pasillo iluminó la cama. Harry estaba tumbado en medio del colchón. Los graves sonidos que salían de su boca no eran exactamente ronquidos, pero tampoco dejaban de serlo.

Él seguía allí. Ella no había creído que fuese a quedarse el resto del día. Se permitió albergar un momento de esperanza, pero no duró demasiado. Sólo su sentido del deber le había llevado a quedarse. Sin duda se iría a primera hora de la mañana.

A primera vista, Harry era vulgar comparado con Ren. Su cara era demasiado alargada, su mandíbula demasiado prominente y su cabello castaño claro empezaba a escasear en la coronilla. Las patas de gallo no estaban ahí hacía doce años, cuando ella le había vertido de forma supuestamente accidental una copa de vino en el regazo.

Desde el momento en que lo vio había empezado a imaginar cómo desnudarlo, pero él no se lo puso fácil. Como él le explicó más tarde, los hombres como él no estaban acostumbrados a que las mujeres hermosas les acosasen. Pero ella sabía lo que quería, y quería a Harry Briggs. Su serena inteligencia y su apariencia tranquila iban a ser el antídoto perfecto para su vida salvaje y descarriada.

Ahora, Connor estaba tumbado sobre el pecho de Harry, con los dedos de una de sus regordetas manitas bajo el cuello de su padre. Brittany estaba apretada contra el otro lado, con los restos de sus braguitas hechas jirones colgando del brazo de su padre. Steffie se había acurrucado cerca de las piernas de Harry. Sólo Jeremy estaba desaparecido, y sospechaba que sólo un supremo acto de voluntad le habría llevado a su habitación en lugar de quedarse con su padre y las «niñatas».

Durante doce años, Harry había sido la calma para su fuego, acarreando con todos los dramas y los excesos emocionales que la caracterizaban. A pesar de su mutuo amor, no había sido fácil. Su tendencia al desorden volvía loco a Harry, y ella odiaba el modo en que él escurría el bulto cuando ella le pedía que expresase sus sentimientos. Ella siempre había 'temido en secreto que él acabase abandonándola por alguien más parecido a él.

Connor se movió sobre el pecho de su padre, que de forma instintiva lo apretó contra sí. ¿Cuántas noches habían pasado juntos en la cama con los niños? Ella nunca los echaba. No le parecía lógico que los elementos más seguros de la familia, los padres, pudiesen estar juntos durante la noche pero los más pequeños y vulnerables tuvieran que dormir solos. Después del nacimiento de Brittany, colocaron su colchón de matrimonio en el suelo para no tener que preocuparse de que los niños cayesen al suelo durante la noche y se hiciesen daño.

Sus amigos no podían creerlo. «¿Cómo os las arregláis para hacer el amor?» Pero las puertas de su casa tenían llave, y ella y Harry siempre se las habían ingeniado para encontrar una manera de hacerlo. «Siempre» quería decir hasta su último embarazo, cuando él, finalmente, la rechazó.

Él se desperezó y abrió los ojos. No fijó la vista hasta que la vio. Por un momento, ella creyó ver un retazo de aquel amor conocido y firme, pero al poco su rostro no mostró expresión alguna y ella dejó de ver nada.

Se dio la vuelta y se fue a buscar una cama vacía.

En una pequeña casa en las afueras de Casalleone, Vittorio Chiara atrajo hacia sí a su mujer. A Giulia le gustaba dormir con los dedos enredados en el pelo de su marido, y ahí es donde los tenía en ese momento, hundidos en aquellos largos mechones. Pero ella no estaba dormida. Tenía la mejilla apoyada en el pecho de Vittorio, por lo que él supo que había estado llorando, y sus silenciosas lágrimas le partían el corazón.