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– Yo no he sido infiel.

– ¿Y cómo le explicarías eso a tu buscona del restaurante?

– Tracy…

– ¡Te vi con ella! Los dos abrazados en un rincón. ¡Te estaba besando!

– ¿Por qué no fuiste a rescatarme en lugar de dejarme con ella? Sabes que no me desenvuelvo bien en las situaciones sociales incómodas.

– Oh, sí, parecías muy incómodo. -Se puso las sandalias.

– Venga ya, Tracy. Tus aspavientos melodramáticos han pasado de moda. Es la nueva vicepresidenta de Worldbrige, y había bebido demasiado.

– Qué suerte para ti.

– No te hagas la mojigata. Sabes que soy el último hombre en la tierra que tendría una aventura, pero te has inventado una tragedia griega alrededor de una mujer bebida y besucona porque te has sentido relegada.

– Sí, es cierto. Sólo se trata de una pataleta. -De algún modo, le había resultado más fácil lidiar con la idea de la infidelidad que con la de su devastador abandono emocional, y probablemente había sabido desde el principio que él no tenía una amante-. Lo cierto, Harry, es que empezaste a dejarme de lado meses antes de irnos de casa. Lo cierto, Harry, es que… has pasado de tu matrimonio y has pasado de mí.

Ella quería que él lo negase, pero no fue así.

– Eres tú la que se ha marchado, no yo. ¿Y dónde has venido? Derechita a encontrarte con tu ex marido el juerguista.

La relación de Tracy con Ren era el único punto de inseguridad de Harry. Durante doce años se había negado a conocerle, y se mostraba muy frío cuando hablaba con él por teléfono. Algo inusual en él.

– He venido a casa de Ren porque sé que puedo contar con él.

– ¿En serio? No parecía muy contento de verte.

– -Tú no entenderías los sentimientos de Ren Gage ni en un millón de años.

Finalmente, había logrado colocarlo en una posición de desventaja, así que Harry decidió cambiar de tema.

– Tú fuiste la que insistió en que aceptase el trabajo en Zurich. Y también insististe en venir conmigo.

– Porque sabía lo mucho que significaba para ti, y no quería que me echases en cara haber saboteado tu carrera porque estaba embarazada otra vez.

– ¿Cuándo te he echado algo en cara?

Nunca. Él podría haberle recitado una larga lista de quejas desde los primeros días de casados, cuando ella todavía estaba intentando aprender cómo amar a alguien, pero nunca lo había hecho. Hasta que quedó embarazada de Connor, siempre se había mostrado paciente con ella. Deseaba con todo su corazón volver a notar su paciencia. Paciencia, confianza y, por encima de todo, un amor que ella había creído incondicional.

– Tienes razón -dijo con amargura-. Soy la única que tiene defectos. Tú eres perfecto, por eso resulta vergonzante que estés casado con una mujer tan imperfecta. -Se colocó el bañador sobre el hombro, cogió el albornoz y entró en el baño. Cuando salió, él había desaparecido, pero al dirigirse a la cocina para ver a los niños, oyó cómo Harry llamaba a Jeremy en el jardín. Estaban jugando a pillar.

Por un instante, ella se permitió comportarse como si todo estuviese bien.

– ¿Que has visto qué?

– Un fantasma. -Isabel cogió la sudada camiseta de Ren, le miró durante unos segundos demasiado largos y luego apiló los platos que Marta había dejado en el escurridero antes de irse a limpiar a la villa-. Un fantasma, sin duda. ¿Cómo puedes salir a correr con este calor?

– Porque me levanto demasiado tarde para hacerlo cuando todavía hace fresco. ¿Qué tipo de fantasma?

– Del tipo que tira piedrecitas a mi ventana y luego sale corriendo entre los olivos cubierto con una sábana blanca. Lo saludé.

Él estaba sorprendido.

– Esto ha ido demasiado lejos.

– Estoy de acuerdo.

– Antes de salir a correr, llamé a Anna y le dije que tú y yo nos íbamos a Siena hoy. De ese modo todo el mundo está al corriente de que la casa estará vacía. -Cogió el vaso de zumo de naranja recién exprimido que ella no había puesto a buen recaudo, se lo bebió y luego se dirigió a las escaleras-. Me ducho en diez minutos y después nos vamos.

Veinte minutos después bajó con unos vaqueros, una camiseta negra y su gorra de los Lakers. Echó una suspicaz mirada al atuendo de ella: pantalones grises de punto, zapatillas de deporte y una camiseta gris oscuro que, con ciertas reticencias, le había tomado prestada a Ren.

– No pareces vestida para hacer turismo.

– Camuflaje. -Agarró las gafas de sol y se dirigió al coche-. He cambiado de opinión. He decidido que voy a acompañarte en la operación de vigilancia.

– No quiero.

– Iré en cualquier caso. Si no, te dormirías y te perderías algo importante. -Abrió la puerta del conductor-. O te aburrirías y te daría por arrancarle las patas a un saltamontes o quemarle las alas a una mariposa… ¿Qué fue lo que hiciste en El carroñero?

– No tengo ni idea. -La apartó y fue él quien se sentó al volante-. Este coche es una pena.

– No todos podemos permitirnos un Maserati. -Rodeó el coche y se sentó en el asiento del pasajero.

El incidente con el seudofantasma de la noche anterior le había provocado un incómodo grado de ansiedad que ella no podía pasar por alto, por mucho que eso implicase estar con él a solas en un lugar donde ni los vinicultores, ni los niños ni las amas de llaves podrían interrumpir sus enardecidos besos.

Sólo ellos dos. El mero hecho de pensarlo hizo que el corazón le latiese con fuerza. Estaba preparada -más que preparada-, pero primero necesitaba mantener con él una conversación seria. A pesar de lo que su cuerpo le decía, su mente sabía que debía marcar ciertos límites.

– He traído algunas cosas para un bonito picnic. Están en el maletero.

Él le dedicó una mirada de desagrado.

– Nadie, excepto las chicas, piensan en organizar un picnic mientras vigilan a alguien.

– ¿Qué crees que traigo?

– No lo sé. Comida para vigilancia. Donuts, un termo de café y una botella de plástico para hacer pipí.

– Qué tonta soy.

– No una botella pequeña. Una garrafa.

– Voy a intentar olvidar que soy psicóloga.

Ren saludó con la mano a Massimo al tiempo que ponía el coche en marcha para dirigirse hacia la villa.

– Tengo que comprobar si ha llegado el guión de Jenks. Y también les haré saber de tu ausencia.

Ella sonrió al verlo desaparecer dentro de la casa. Había reído más durante esos pocos días con Ren Gage que en los últimos tres años pasados con Michael. Pero su sonrisa desapareció al rememorar las heridas provocadas por la rotura de su compromiso. Aún no habían curado, pero le dolían de un modo diferente. No era el dolor de quien tiene roto el corazón, sino el dolor de haber perdido tanto tiempo con algo que no había ido bien desde el principio.

Su relación con Michael había sido como una charca de agua estancada. Sin agitaciones o remolinos ocultos, sin rocas sobresaliendo para obligarles a cambiar de dirección o moverse en un sentido nuevo. Nunca discutían, nunca se retaban. No había habido excitación y tampoco -Michael estaba en lo cierto- pasión.

Con Ren todo era pasión… agitada pasión en un océano lleno de arrecifes. Pero que los arrecifes estuviesen ahí no quería decir que Isabel se dejase arrastrar hasta chocar con uno de ellos.

Ren volvió al coche con gesto agobiado.

– La pequeña nudista ha encontrado mi espuma de afeitar y se ha pintado con ella un bikini.

– Muy imaginativa. ¿Ha llegado el guión?

– No, maldita sea. Y creo que me he roto un dedo del pie. Jeremy encontró mis pesas y dejó una en las escaleras. No sé cómo Tracy puede con él.

– Creo que la cosa es diferente cuando son tus hijos. -Intentó imaginarse a Ren con hijos, y vio deliciosos diablillos capaces de atar a la niñera, lanzar bombas fétidas por doquier y romper todas las antigüedades. Una imagen no muy atrayente.