Le miró.
– Recuerda que tú de niño no eras precisamente una joya.
– Cierto. El psiquiatra al que me envió mi padre cuando tenía once años dijo que el único modo que tenía de llamar la atención de mis padres era haciendo el gamberro. Perfeccioné mis malas artes bien pronto para que me iluminasen los focos.
– Y has trasladado la misma filosofía a tu carrera profesional.
– Pues me funcionó siendo niño. Todo el mundo recuerda al malo de la película.
No era el momento de hablar de su relación, pero tal vez sí de colocar un pequeño obstáculo en su camino, no para hacerle caer pero sí para que fuese más consciente.
– ¿Sabías que desarrollamos ciertas disfunciones siendo niños porque entendemos que son esenciales para nuestra supervivencia?
– Oh.
– Parte de nuestro proceso de maduración consiste en superarlas. Por supuesto, la necesidad de llamar la atención parece un factor común entre la mayoría de grandes actores, así pues, en este caso tu disfunción se convirtió en altamente funcional.
– ¿Crees que soy un gran actor?
– Creo que tienes potencial para serlo, pero no serás verdaderamente grande mientras interpretes los mismos papeles.
– Tonterías. Cada papel tiene sus matices, o sea que no digas que son los mismos papeles. Además, a los actores siempre les ha gustado interpretar papeles de malo. Les da la oportunidad de sacar cosas reprimidas.
– No estamos hablando de actores en general. Estamos hablando de ti y del hecho de que no desees interpretar otro tipo de papeles. ¿Por qué?
– Ya te lo he dicho, y es demasiado temprano para discutir.
– Porque creciste con una visión distorsionada de ti mismo. Porque abusaron emocionalmente de ti, y ahora tienes que tener muy clara tu motivación para elegir ese tipo de papeles. -Otro pequeño obstáculo y le dejaría en paz-. ¿Lo haces porque te gusta interpretar a esos sádicos o porque, a cierto nivel, no te sientes digno de interpretar al héroe?
Golpeó con el puño en el volante.
– A Dios pongo por testigo que no volveré a salir nunca más con una psicóloga.
Ella sonrió entre dientes.
– No estamos saliendo. Y corres demasiado.
– Cállate.
Hizo una lista mental, que pensaba darle a él, con las Reglas de la Relación Sana para la Confrontación Justa, entre las cuales no se encontraba el gritarle a nadie «cállate».
Llegaron al pueblo, y al pasar por la piazza se dio cuenta de que varias cabezas se volvían para mirarlos.
– No lo entiendo. A pesar de todos tus disfraces, algunas de las personas del pueblo saben quién eres, pero no te piden autógrafos. ¿No te parece extraño?
– Le dije a Anna que donaría el equipamiento para el patio de la escuela si me dejaban tranquilo.
– Habida cuenta de lo mucho que te gusta llamar la atención, ocultarte debe resultarte difícil.
– ¿Te has levantado con la idea de tocarme las narices o se trata de algo espontáneo?
– Vas demasiado rápido otra vez.
Él suspiró.
Dejaron atrás el pueblo, y tras unos kilómetros abandonaron la carretera principal y tomaron una mucho más estrecha, donde volvieron a hablar.
– Esta carretera lleva al castillo abandonado que hay en la colina por encima de la casa. Desde allí tendremos una vista decente.
La carretera se hizo más abrupta a medida que se acercaban. Finalmente, acababa justo donde se iniciaba un sendero, y ahí fue donde Ren aparcó. Cuando empezaron a ascender entre los árboles, él agarró las bolsas que llevaba Isabel.
– Por lo menos, no has traído una de esas cursis cestitas para pícnic.
– Sé unas cuantas cosas sobre operaciones secretas.
Él resopló.
Alcanzaron un claro en lo alto y Ren se detuvo a leer un estropeado cartel con datos históricos sobre el lugar. Ella empezó a explorar y descubrió que las ruinas del castillo no eran las de una única construcción sino que se trataba de una fortificación que había contenido varios edificios. Las parras se enroscaban entre los muros y ascendían por los restos de una torre de observación. Los árboles crecían entre los derruidos arcos, y las malas hierbas surgían de lo que antaño fueron los cimientos de piedra de un establo o un granero.
Ren se unió a Isabel para deleitarse con las vistas de los campos y el bosque.
– Esto era un cementerio etrusco antes de que construyesen el castillo -informó.
– Una ruina sobre otra ruina. -Incluso a simple vista podía ver la casa, pero tanto el jardín como el olivar estaban vacíos-. No pasa nada.
Él miró con los prismáticos.
– No hace tanto que nos hemos ido. Esto es Italia. Necesitan tiempo para organizarse.
Un pájaro salió de su nido en el muro que tenían a sus espaldas. Permanecer tan cerca el uno del otro estorbaba la paz de aquel lugar, por lo que ella se apartó. Pisó unos brotes de menta y su suave aroma la envolvió.
Se percató de que había una sección del muro con un nicho abovedado. Cuando se acercó, vio que se trataba del ábside de lo que había sido una capilla. Todavía podían apreciarse unos leves trazos de color en lo que quedaba de la bóveda: marcas rojizas que debieron de ser carmesí, polvorientas sombras de azul y gastado ocre.
– Qué paz hay en este lugar. Me pregunto por qué lo abandonarían.
– El cartel habla de una plaga en el siglo XV combinada con los abusivos impuestos de los obispos de los alrededores. O tal vez los echaron los fantasmas de los etruscos enterrados aquí.
De nuevo parecía irritado. Isabel le dio la espalda y miró dentro de la bóveda. Las iglesias, por lo general, la calmaban, pero Ren estaba demasiado cerca. Olió el humo y miró alrededor hasta ver su cigarrillo encendido.
– ¿Qué estás haciendo?
– Sólo fumo uno al día.
– ¿Podrías hacerlo cuando yo no esté cerca?
Él ignoró sus palabras y le dio una profunda calada, después caminó hacia uno de los portales. Apoyado contra la piedra, parecía retraído y malhumorado. Tal vez no debería haberle forzado a recuperar los recuerdos de su infancia.
– Estás equivocada -dijo con brusquedad-. Soy totalmente capaz de separar la vida real de las cosas que suceden en la pantalla.
– Nunca he dicho lo contrario. -Se sentó en un fragmento del muro y estudió su perfil, con sus perfectas proporciones y su exquisito corte-. Sólo he sugerido que la visión que de ti mismo te formaste durante la infancia, cuando veías y hacías cosas poco apropiadas para los niños, tal vez conformó al hombre que eres.
– ¿Es que no lees los periódicos?
Isabel entendió por fin lo que realmente le preocupaba.
– No puedes dejar de darle vueltas a lo que le ocurrió a Karli, ¿es eso? Tomó aire pero no respondió.
– ¿Por qué no ofreces una rueda de prensa y cuentas la verdad? -Arrancó una ramita de menta y la apretó en un puño.
– La gente está harta. Cree lo que le da la gana.
– Te preocupabas por ella, ¿verdad?
– Sí. Era una muchacha muy dulce… Y tenía mucho talento. Es duro saber todo lo que se ha perdido con su muerte.
Isabel se abrazó las rodillas.
– ¿Cuánto tiempo estuvisteis juntos?
– Sólo un par de meses, antes de que me diese cuenta de lo grave que era su problema con las drogas. Después me enfrasqué en una fantasía de salvación y pasé otros dos meses intentando ayudarla. -Sacudió la ceniza del cigarrillo y le dio otra calada-. Le hablé de la rehabilitación. Pero no funcionó, así que me fui.
– Ya veo.
Él la miró de un modo sombrío.
– ¿Qué ves?
– Nada. -Se llevó la ramita de menta a la nariz y deseó poder dejar que las personas fuesen ellas mismas sin necesidad de definirlas, especialmente habida cuenta de que cada vez resultaba más obvio que la persona que más necesitaba definición era ella misma.
– ¿De qué va eso de «ya veo»? Dime en qué estás pensando. Dios sabe que no ha de resultarte difícil.