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– ¿Qué crees que estoy pensando?

Él soltó el humo por la nariz.

– Suponía que me lo dirías.

– No soy tu psicóloga, Ren.

– Te extenderé un cheque. Dime qué te ronda por la cabeza.

– Lo que ronde por mi cabeza no es importante. Es lo que ronde por tuya lo que cuenta.

– Suena como si me estuvieses juzgando. -Se tensó-. Como si pensases que podría haber hecho algo para salvarla, y no me gusta.

– ¿Es eso lo que te parece que estoy haciendo? ¿Juzgarte?

Tiró el cigarrillo.

– No fue culpa mía que se matase, ¡maldita sea! Hice todo lo que pude.

– ¿Lo hiciste?

– ¿Crees que tendría que haberme quedado con ella? -Pisó la colilla-. ¿Tendría que haberle sostenido la aguja cuando quería pincharse? ¿Tendría que haberle comprado la droga? Te dije que había tenido problemas con las drogas cuando era un muchacho. No puedo estar cerca de esas mierdas.

Isabel recordó la broma que había hecho Ren sobre el esnifar cocaína, pero ahora no estaba bromeando.

– Me desintoxiqué cuando tenía poco más de veinte años, pero sigue atemorizándome el pensar lo cerca que estuve de tirar mi vida por la borda. Desde entonces me he asegurado de mantenerme lo más lejos posible de todo eso. -Sacudió la cabeza-. Lo que le pasó a ella fue un maldito despilfarro.

A Isabel el corazón le dio un vuelco.

– Si te hubieses quedado con Karli, ¿podrías haberla salvado?

Él se volvió hacia ella con expresión de furia.

– Eso es una gilipollez. Nadie podía salvarla.

– ¿Estás seguro?

– ¿Crees que fui el único que lo intentó? Su familia estaba allí. Y un montón de amigos. Pero lo único que a ella le preocupaba era la siguiente dosis.

– ¿Podrías haber dicho alguna cosa? ¿Podrías haber hecho algo?

– Era una yonqui, ¡maldita sea! Llegada a cierto punto, era ella la que tenía que ayudarse.

– Y ella no quiso hacerlo, ¿verdad? -Isabel se puso en pie-. No podías hacerlo por ella, Ren, pero querrías haberlo hecho. Y desde que murió te enloquece imaginar que podrías haber dicho o hecho algo que cambiase las cosas.

Él metió las manos en los bolsillos y perdió la mirada en la lejanía.

– No hubo nada que pudiese hacer.

– ¿Estás completamente seguro?

Un largo suspiro surgió de algún profundo lugar de su interior.

– Sí, lo estoy.

Ella se acercó y le acarició la espalda.

– Recuérdalo siempre.

Él bajó la mirada hacia ella, la arruga entre sus cejas se borró.

– Al final voy a tener que extenderte un cheque, ¿eh?

– Considéralo un intercambio por tu lección de cocina.

Ren sonrió ligeramente y repuso:

– Pero no reces por mí, ¿de acuerdo? Me da un poco de grima.

– ¿No crees que mereces alguna oración?

– No si recuerdo desnuda a la persona que rezaría por mí. -Y adelantó una mano para colocarle un mechón de pelo tras la oreja-. Menuda suerte la mía. Me he comportado bien durante meses, pero justo cuando empiezo a salir del infierno, me veo sumido en un desierto con una monja.

– ¿Eso piensas de mí?

Él jugueteó con el lóbulo de la oreja.

– Lo intento, pero no funciona.

– Bien.

– Dios, Isabel, lanzas más interferencias que una radio estropeada. -Dejó caer las manos con frustración.

Ella se humedeció los labios.

– Eso es… porque estoy en conflicto.

– Tú no tienes ningún conflicto. Quieres que suceda tanto como yo, pero no sabes cómo incluirlo en cualesquiera que sean los planes de vida que te has trazado, así que vas arrastrando los talones. Los mismos talones que yo quiero sentir en mis hombros.

Isabel tenía la boca seca.

– ¡Me estás volviendo loco! -exclamó él.

– ¿Y acaso crees que tú no me vuelves loca a mí?

– Las primeras buenas noticias del día. Entonces, ¿por qué seguimos así?

El se inclinó hacia ella, pero Isabel dio un saltito atrás.

– Yo… yo necesito orientarme. Tenemos que orientarnos. Sentarnos y hablar antes de nada.

– Eso es exactamente lo que no quiero. -Ahora fue él quien retrocedió-. ¡Maldita sea! No quiero que vuelvan a interrumpirme, y si te toco seguro que aparece alguien. Qué llevas para comer, necesito distraerme.

– Creía que lo del pícnic era cosa de chicas.

– El hambre me pone en contacto con mi lado femenino. La frustración sexual, por otro lado, me pone en contacto con mis instintos asesinos. Dime que no has olvidado el vino.

– Estamos de vigilancia, no en una fiesta. Utiliza los prismáticos mientras preparo la comida.

Por una vez, él no replicó, y mientras vigilaba, ella sacó lo que había preparado por la mañana. Había traído bocadillos con finas lonchas de jamón entre rebanadas de pan de focaccia recién hecho. La ensalada era de tomates, albahaca y farro, un grano parecido a la cebada que suele estar presente en la cocina toscana. Lo dejó todo en una zona sombreada junto al muro desde donde podía verse la casa, después sacó una botella de agua y las peras que quedaban.

Ambos sabían que no podrían resistir más jugueteo verbal, por lo que empezaron a hablar de comida y libros mientras comían. Ren era inteligente, sorprendente y estaba de lo más informado en una gran variedad de temas.

Ella estiró la mano para coger una pera cuando él anunció:

– Al parecer, la fiesta ha empezado.

Ella sacó sus pequeños binoculares de ópera y vio cómo el jardín y el olivar se iban llenando progresivamente de gente. Los primeros en aparecer fueron Massimo y Giancarlo, junto a un hombre que ella reconoció como el hermano de Giancarlo, Bernardo, que era el poliziotto, o policía, local. Anna ocupó un lugar junto al muro con Marta y otras mujeres de mediana edad. Todas empezaron a dirigir la actividad de los jóvenes que iban llegando. Isabel reconoció a la bonita pelirroja a la que le había comprado flores el día anterior, al atractivo muchacho que trabajaba en la tienda de fotografía y al carnicero.

– Mira quién ha venido -dijo Ren.

Ella enfocó sus binoculares y vio a Vittorio entrando en el jardín con Giulia. Se unieron a un grupo que estaba retirando las piedras del muro una a una.

– No debería sentirme decepcionada por ellos -dijo Isabel-, pero lo estoy.

– Sí, yo también.

Marta sacó a empellones de su rosal a uno de los muchachos más jóvenes.

– ¿Qué estarán buscando? ¿Y por qué han esperado a que me instalara en la casa para intentar encontrarlo?

– Tal vez antes no sabían qué buscar -aventuró Ren, y dejó los prismáticos a un lado para meter la basura en una bolsa-. Creo que es el momento de pasar ala acción.

– No estás autorizado a utilizar nada con filo o gatillo.

– Sólo como último recurso.

La sujetó por el brazo mientras descendían camino del coche. Tardaron unos pocos segundos en colocarlo todo dentro y arrancar. Ren pisó el acelerador del Panda.

– Les atacaremos por sorpresa -dijo mientras rodeaban Casalleone en lugar de cruzar el pueblo-. Todo el mundo en Italia tiene teléfonos móviles, y no quiero que nadie sepa que volvemos.

Dejaron el coche en una carretera cercana a la villa y se aproximaron entre los árboles. Él le quitó una hoja del pelo cuando estaban atravesando el olivar en dirección a la casa.

Anna fue la primera en verlos. Dejó en el suelo los cántaros de agua que estaba acarreando. Alguien apagó una radio en la que sonaba música pop. Poco a poco, el rumor de las conversaciones se fue apagando, y la gente empezó a moverse. Giulia se acercó a Vittorio y le cogió la mano. Bernardo, vestido con su uniforme de poliziotto, estaba al lado de su hermano Giancarlo.

Ren se detuvo en el linde de la arboleda, le echó un vistazo al lío que habían formado y después a la multitud. Jamás había parecido hasta tal punto un asesino nato como en ese momento, y todo el mundo captó el mensaje.