– Cogeré el coche y recorreré la carretera -dijo Harry en cuanto Ren colgó-. Jeremy, necesitaré otro par de ojos. Te vienes conmigo.
– Yo buscaré en el bosquecillo y en los viñedos -dijo Ren-. Isabel, tal vez Steffie se haya escondido en la casa de abajo. Búscala allí. Tracy, te quedas aquí por si acaso regresa.
Tracy buscó la mano de Harry.
– Encuéntrala, por favor.
Por un momento, simplemente se miraron.
– La encontraremos -respondió.
Isabel tenía los ojos cerrados, por lo que Ren supuso que estaba rezando, lo cual, por una vez, le alegró. Steffie parecía demasiado tímida para vagabundear. Pero si no estaba vagabundeando y no se había producido ningún accidente, eso sólo dejaba una posibilidad. Apartó aquellos desagradables pensamientos que habían empezado a extenderse por su mente. El guión de Asesinato en la noche le condicionaba.
– Ya verás que no le ha pasado nada -le susurró Isabel a Tracy-. Lo sé. -Y tras dirigirle una sonrisa tranquilizadora, se encaminó hacia la casa.
Ren atravesó el jardín húmedo en dirección al viñedo, más tenso a cada paso. El maldito guión… Se recordó que no estaban en la ciudad, donde los depredadores acechan en callejones y se esconden en edificios abandonados, sino en el campo. Pero Kaspar Street encontraba una de sus víctimas en el campo, una niña de siete años que iba montada en bicicleta por un camino de tierra… ¡No es más que una película, maldita sea!
Se obligó a concentrarse en lo real en lugar de lo imaginario dividiendo el viñedo en secciones. Eran casi las tres de la tarde, pero estaba tan nublado que la visibilidad era escasa. El barro provocado por la lluvia de la mañana se le pegó a las zapatillas de deporte en cuanto empezó a recorrer las hileras de parras. Tracy había dicho que Steffie llevaba pantalones cortos rojos. Centró la mirada en busca de un fogonazo de color. Dondequiera que estuviese, esperaba que no encontrase arañas.
Kaspar Street habría utilizado arañas.
Sintió un escalofrío en la espalda. En ningún caso podía pensar ahora en Kaspar Street. Vamos, Steffie. ¿Dónde estás?
Tracy le entregó al policía Bernardo la fotografía de Steffie que llevaba en el monedero cuando éste llegó respondiendo a la llamada de Ren. Luego le pidió a Anna que se quedase a su lado para hacerle de intérprete y evitar malentendidos. De vez en cuando se detenía para tranquilizar a Brittany y coger en brazos a Connor, pero nada aliviaba su terror. Su preciosa hija…
Isabel buscó en la casa, pero la niña no se había escondido allí. Buscó en el jardín y detrás de las glicinas que crecían sobre la pérgola. Finalmente, cogió la linterna y se encaminó hacia una arboleda cerca de la carretera, entre la villa y la casa. Al caminar, cada paso era una oración.
Harry recorrió cada centímetro de carretera, con Jeremy mirando hacia la derecha mientras él miraba hacia la izquierda. Las nubes habían empezado a espesarse en el cielo y la visibilidad empeoraba por momentos.
– ¿Crees que ha muerto, papá?
– ¡No! -Intentó deshacer el nudo de pánico que le atenazaba la garganta-. No, claro que no, Jeremy. Seguro que salió a dar un paseo y se extravió.
– A Steffie no le gusta pasear. Le asustan demasiado las arañas. Algo que Harry había intentado olvidar.
Una ráfaga de gotas cayó sobre el parabrisas.
– No te preocupes -dijo Harry-. Se ha extraviado, eso es todo.
La lluvia arreció con tanta fuerza que Ren no se habría percatado de la puerta del cobertizo si un relámpago no la hubiese iluminado cuando él pasaba por allí. Dos días atrás estaba cerrada con llave. Ahora ni siquiera estaba cerrada.
Se enjugó la lluvia de los ojos. Era poco probable que una niña que tenía miedo de las arañas quisiese entrar allí, no al menos de manera voluntaria. Recordó que la puerta abría con dificultad debido a la tierra. Steffie no habría tenido fuerza suficiente para abrirla y entrar…
Kaspar Street ocupaba su mente. Se acercó a la puerta. Al empujarla, se dio cuenta de que abrirla no costaba tanto como antes. La lluvia tal vez hubiese arrastrado algo de tierra. Se abrió sobre las bisagras.
Dentro reinaba la oscuridad y una humedad de mil demonios, incluso con la puerta abierta. Al rodear una pila de cajas deseó tener consigo una linterna.
– ¿Steffie?
No hubo más respuesta que el sonido de la lluvia. Golpeó con la espinilla contra una caja de embalaje. Avanzó por el suelo de tierra, haciendo ruido suficiente como para confundirse.
El sonido de un gemido.
O quizá sólo eran imaginaciones suyas.
– ¿Steffie?
Nada.
Resistiéndose al impulso de lanzarse contra el batiburrillo de cosas, se quedó inmóvil y al cabo de unos segundos volvió a oírlo, un sorbido de nariz a su espalda, a su izquierda.
Se volvió. No sabía qué iba a encontrar, y si no tenía cuidado podría asustarla aún más. Dios, no quería asustarla.
No quieres asustar a las pequeñas. No hasta que sea demasiado tarde para que puedan escapar.
Dio un respingo. Sólo había leído el guión una vez, pero tenía buena memoria, y demasiadas líneas de diálogo le habían impresionado.
– ¿Steffie? -dijo suavemente-. Tranquila, pequeña.
Oyó un susurro, pero no hubo respuesta.
– Tranquila -dijo-. Puedes hablar conmigo.
Un leve y temeroso susurro atravesó la oscuridad:
– ¿Eres un monstruo?
Él entrecerró los ojos. Ahora no, cariño, pero dame un mes más.
– No, cariño -dijo muy despacio-. Soy Ren.
Esperó.
– P-por favor, vete.
Incluso aterrorizada, la niña recordaba sus buenas maneras.
Las niñitas educadas son las víctimas más fáciles, decía Street en el guión. Su deseo de complacer supera su instinto de supervivencia.
Estaba frío y húmedo debido ala lluvia, pero empezó a sudar. ¿Por qué había tenido que ser él quien la encontrase? ¿Por qué no su padre o Isabel? Se movió tan despacio como pudo.
– Todo el mundo te está buscando, cariño. Tus padres están preocupados.
Oyó que algo se movía en la oscuridad. Ella también se movía, demasiado asustada, sospechaba él, para dejarle acercar. ¿Pero qué le asustaba?
Odiaba sentirse como un acosador. Es más, odiaba haber incorporado de manera casi automática aquella emoción al basurero interior que conformaba su bagaje de actor, el lugar al que acudía cuando tenía que echar mano de lo más bajo de la condición humana. Todo actor tenía una de esas reservas, pero sospechaba que la suya era más vil que la de la mayoría.
Sólo un acto de desesperación podía haber llevado a la niña hasta allí. A menos que no tuviese otra opción…