– ¿Estás herida? -preguntó con voz tranquila-. ¿Alguien te ha hecho daño?
El susurro de Steffie se transformó en un suave y temeroso hipido.
– Hay… hay montones de arañas aquí.
En lugar de dirigirse hacia ella, temiendo asustarla aún más, Ren se desplazó hacia la puerta para que no tuviese oportunidad de escurrírsele por un lado.
– ¿Has venido… has venido por tu propia cuenta?
– La p-puerta estaba abierta y me colé.
– ¿Sola?
– Me asusté de un trueno. Pero no sabía que estaría tan… oscuro.
Ren no podía desprenderse de la sombra de Kaspar Street.
– ¿Estás segura de que no viniste con nadie?
– Sí. Vine sola.
Él se relajó un poco.
– La puerta es muy pesada. ¿Cómo pudiste sola?
– Empujé muy fuerte con las dos manos.
Ren respiró hondo.
– Tienes que ser muy fuerte para hacer eso. Deja que aprecie tus músculos.
Nacía un tonto cada minuto, pero ella no estaba incluida en ese grupo.
– No, gracias.
– ¿Por qué no?
– Porque… no te gustan los niños.
Ahí me has pillado. Sin duda iba a tener que trabajar a fondo su relación con los niños antes de que empezase el rodaje. Una de las cosas que convertía a Kaspar Street en un auténtico monstruo era el modo en que sabía entrar en el mundo de los niños. No advertían su maldad hasta que ya era demasiado tarde.
Se forzó a volver a la realidad.
– Sabes que adoro a los niños. Incluso yo fui un niño. Aunque no era tan bueno como tú. Siempre me metía en problemas.
– Creo que me he metido en un problema.
Puedes estar segura de ello.
– Qué va, todos estarán tan contentos de verte que no tendrás ningún problema.
La niña no se movió, pero Ren enfocó la vista lo suficiente para ver una silueta cerca de lo que parecía una silla vuelta del revés. Una vez más, para cerciorarse, preguntó:
– Dímelo otra vez, cariño. ¿Estás herida? ¿Alguien te ha hecho daño?
– No. -Ren apreció un ligero movimiento-. Las arañas de Italia son muy grandes.
– Sí, pero si quieres puedo matarlas. Soy bueno en eso.
Ella no respondió.
Mientras Steffie cambiaba de opinión sobre él, Tracy y Harry estaban pasando por un verdadero tormento. Era el momento de ponerse serio.
– Steffie, tu padre y tu madre están muy asustados. Tengo que llevarte de vuelta con ellos.
– No, gracias. ¿P-puedes irte?
– No puedo. -Empezó a dirigirse hacia ella lentamente-. No quiero asustarte, pero voy a ir a buscarte.
Un gemido.
– Apuesto a que también tienes hambre.
– Vas a estropearlo todo. -Empezó a llorar. Sin dramatismo. Sólo unos sollozos.
Él se detuvo para darle algo de tiempo.
– ¿Qué es lo que voy a estropear?
– T-todo.
– Dame alguna pista. -Pasó entre varias cajas de embalar.
– No lo entenderías.
Entonces la vio. Se puso en cuclillas sobre la tierra a unos pocos metros.
– ¿Por qué lo dices?
– P-porque sí.
Le vencía su propia torpeza. No tenía la menor idea sobre niños, no sabía cómo manejar ese asunto.
– Tengo una idea. ¿Conoces a la doctora Isabel? Te gusta, ¿verdad? Quiero decir que te gusta más que yo. -Demasiado tarde se dio cuenta de que no era la mejor manera de plantearle la cuestión a una niña asustada-. De acuerdo. Mis sentimientos no son diferentes. También me gusta mucho la doctora Isabel.
– Es muy simpática.
– Estaba pensando… Es el tipo de persona que comprende todas las cosas. ¿Por qué no vamos con ella y le explicas cuál es el problema?
– ¿Por qué no la traes aquí?
Tracy no había criado a una tontita. El asunto iba a tardar un poco.
– No puedo hacerlo, cariño. Tengo que quedarme contigo. Pero te prometo que te llevaré con ella.
– ¿Lo sabrá mi papá?
– Pues sí.
– No, gracias.
¿De qué iba el asunto?
– ¿Te da miedo papá?
– ¿Mi papi?
Él apreció el tono de sorpresa en su voz y se relajó.
– A mí me parece simpático.
– Sí. -Aquella sencilla palabra encerraba un universo de tristeza-. Pero se ha ido.
– Creo que tenía que volver a su trabajo. Los mayores tienen que trabajar.
– No. -La palabra arrastró consigo un suspiro-. Se ha ido para siempre jamás.
– ¿Quién te ha dicho eso?
– Le oí. Se pelearon, ya no se quieren, y él se ha ido.
O sea que era eso. Steffie había oído la discusión entre Tracy y Harry. ¿Y ahora qué se suponía que debía hacer? ¿No había oído en algún lugar que había que ayudar a los niños para que verbalizasen sus sentimientos?
– Tonterías.
– No quiero que se vaya -dijo la niña.
– Acabo de encontrarme con tu padre, no lo conozco bien, pero puedo asegurarte que nunca te dejará para siempre jamás.
– No querrá irse si yo me pierdo. Tendrá que quedarse y buscarme.
Bingo.
Era una niña valiente, eso había que admitirlo. Había tenido que enfrentarse a sus peores miedos para no perder a su padre. Mientras tanto, sin embargo, sus padres se estaban volviendo locos de preocupación. No le enorgullecía hacerlo, pero tenía que superar aquel atasco.
– ¡No te muevas! ¡Detrás de ti hay una enorme araña venenosa!
Ella se lanzó hacia él, y lo siguiente que sintió fue cómo se apretaba contra su pecho, temblando, con la ropa húmeda y las piernas desnudas heladas. Ren la apretó contra sí.
– Se ha ido. Creo que no era una araña. Me he confundido.
Las niñas pequeñas no huelen como las niñas mayores, apreció. Olía dulce, pero no era desagradable, y su pelo olía a champú de fresa. Le frotó los brazos para hacerla entrar en calor.
– Te engañé -se sintió impelido a confesar-. No había ninguna araña, pero tu mamá y tu papá están preocupados, y tienen que saber que estás bien.
Ella forcejeó para liberarse, pero él siguió frotándole los brazos para calmarla. Al mismo tiempo, intentó imaginar cómo habría manejado Isabel la situación. Todo lo que hubiese dicho habría sido lo adecuado: sensible, íntimo, perfecto para la ocasión.
Lo habría bordado.
– Tu plan no es bueno, Steffie. No podrías quedarte aquí para siempre, ¿verdad? Tarde o temprano tendrías que comer, y volverías al punto inicial.
– Eso me preocupaba.
Steffie se relajó un poco, y Ren sonrió por encima de su cabeza.
– Lo que necesitas es un nuevo plan. Uno que no tenga tantos flecos sueltos. Y lo primero que tendrías que hacer es decirle a tu mamá y a tu papá qué te ha molestado.
– Tal vez hiriese sus sentimientos.
– ¿Y qué? Ellos han herido los tuyos, ¿no es así? Un sabio consejo: s¡ vas por la vida intentando no herir a nadie te convertirás en una debilucha, y a nadie le gustan las debiluchas. -Casi pudo ver a Isabel frunciendo el entrecejo, pero qué demonios. Ella no estaba allí, y él estaba dando lo mejor de sí. Sin embargo, hizo una pequeña corrección-. No estoy diciendo que tengas que herir a la gente a propósito. Lo único que digo es que tienes que luchar por lo que te importa, y si hieres a alguien al hacerlo, es su problema, no el tuyo. -No había mejorado la explicación, pero tenía razón.
– Igual se enfadan mucho.
– No he querido decírtelo antes, pero creo que tus padres se van a enfadar de todos modos. No al principio. Al principio estarán muy contentos de verte, y te abrazarán y todo eso. Pero al cabo de un rato, creo que tendrás que hacer unas cuantas florituras.
– ¿Qué significa eso?
– Significa que tendrás que andar con ojo para no agravar las cosas.
– ¿Qué cosas?