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– Pues… cuando dejen de lloriquear, empezarán a mostrarse enfadados por haberte escapado, y entonces las cosas se pondrán difíciles. Tendrás que hacerlos sentir culpables por haberles oído discutir, y cuando lo hagas, y esto es importante, sería conveniente que llores y pongas cara de pena. ¿Podrás hacerlo?

– No lo sé.

Él rió entre dientes.

– Vamos junto a la puerta, donde hay más luz, y te enseñaré cómo hacerlo. ¿Te parece bien?

– Me parece bien.

La alzó en brazos y la llevó hacia la puerta. Las sandalias de la niña le golpeaban en las espinillas. Ella se colgó de su cuello, era demasiado grande para llevarla en brazos, pero sentía la necesidad. Cuando llegaron a la puerta, la depositó en el suelo y, a pesar del barro, se sentó con ella en el regazo. Había dejado de llover, y había luz suficiente para apreciar la suciedad de la cara manchada por las lágrimas y la expresividad de unos ojos que le miraban como si de Santa Claus se tratase. Si ella supiese…

Ella asintió con solemnidad.

– Una vez se calmen, decidirán castigarte para que no vuelvas a hacer algo así. -La miró con su estilo arma letal-. Y quiero dejar claro una cosa: si decides hacer una tontería así otra vez, a mí no me convencerás tan fácilmente, así que será mejor que me prometas ahora mismo que imaginarás maneras más inteligentes de solucionar tus problemas.

Volvió a asentir con solemnidad.

– Lo prometo.

– Bien. -Le retiró un mechón de la cara-. Cuando tus padres empiecen a hablar sobre las consecuencias de tus actos, eso significará que están pensando en castigarte, así que tendrás que explicarles por qué te has escapado. Y no olvides decirles lo mal que te sentiste cuando les oíste discutir. Ése es su punto débil. Naturalmente, hablar de ello volverá a entristecerte, lo cual es bueno, porque tendrás que usar esa tristeza para parecer todo lo apesadumbrada que puedas. ¿Lo entiendes?

– ¿Tengo que llorar?

– No estaría mal. Déjame comprobar cómo vas a hacerlo. Pon cara de auténtica tristeza.

Ella le miró con sus grandes y tristes ojos, con la expresión más triste que él había visto jamás, a pesar de que todavía no había empezado su actuación, y casi se echó a reír cuando ella arrugó la cara, apretó los labios y soltó un largo y dramático suspiro.

– Estás sobreactuando, chiquilla.

– ¿Qué quieres decir?

– Haz que parezca más real. Piensa en algo triste, como imaginar que te encerrasen en tu habitación para el resto de tu vida y se llevasen todos tus juguetes, y exprésalo con la cara.

– ¿O que mi padre se vaya para siempre?

– Eso podría servir.

La niña reflexionó y al cabo compuso una cara bastante triste, completada con un mohín de la boca.

– Excelente. -Tenía que acabar con rapidez la lección de actuación antes de llevársela de allí-. Ahora hagamos un repaso rápido del guión.

– Cuando empiecen a enfadarse, tengo que decirles que les oí discutir y que me sentí muy mal porque papi tenía que irse, aunque les hiera sus sentimientos. Y puedo llorar cuando se lo diga. Tengo que pensar en algo triste, como que papi se va, y poner cara triste.

– Muy bien. Choca esos cinco.

Lo hicieron y ella rió y fue como si el sol volviese a salir.

Mientras la llevaba de la mano por la hierba húmeda de la colina, Ren recordó la promesa que le había hecho a la niña.

– Ya no necesitas hablar con la doctora Isabel, ¿verdad?

Lo último que quería era que la reverenda Buenrollo echase abajo todo su trabajo con la niña diciéndole que tenía que arrepentirse. Pronto aquella historia sería agua pasada.

– Creo que ahora estoy bien. Pero -apretó con más fuerza su mano- ¿podrías… podrías quedarte conmigo mientras hablo con ellos?

– No creo que sea buena idea.

– Yo creo que sí. Si te quedas conmigo, podrías, ya sabes, parecer triste también.

– Todo el mundo quiere ser el protagonista.

– ¿Qué?

– Confía en mí si te digo que mi presencia estropearía tu gran escena. Pero te prometo que te estaré observando. Y te prometo que si deciden encerrarte en una mazmorra o algo así, te llevaré chocolatinas.

– Ellos no harían eso.

Su mirada de leve reproche le recordó a Isabel, y no pudo evitar sonreír.

– Exacto. Entonces ¿qué has de temer?

Briggs acababa de regresar a la villa, así que estaban todos reunidos en el porche cuando Ren apareció por el sendero con Steffie. Al verla, los dos padres echaron a correr. Se precipitaron sobre ella y casi asfixiaron a la pobre niña con sus abrazos.

– ¡Steffie! ¡Oh, Dios mío, Steffie!

La besaron y examinaron su cuerpo para comprobar si estaba herida. A continuación, Tracy se puso en pie de un brinco y empezó a besar a Ren. Briggs extendió los brazos hacia él, pero Ren se las ingenió para evitar el abrazo inclinándose para atarse las zapatillas. Isabel, mientras tanto, le observaba con orgullo, lo cual le incomodaba. ¿Qué había creído que haría? ¿Matar a la niña?

Fue entonces cuando se le ocurrió pensar que en algún momento, mientras estaba con Steffie, había dejado de pensar en Kaspar Street.

La actitud de Isabel no evitó que desease hacerle el amor otra vez, aunque hacía sólo unas horas que lo habían hecho; a pesar de que no le encantaban precisamente los términos que ella había establecido esa misma mañana en el coche. No es que él desease muchos líos sentimentales -Dios sabía que no era así-, pero ¿por qué ella había tenido que demostrar tanta frialdad al respecto? Y también estaba la cuestión de Kaspar Street. A Isabel no le gustaba que asesinase a jovencitas, pero ¿qué pensaría cuando descubriese que ahora se trataba de niñas?

Finalmente optó por decirle que estaba calado hasta los huesos, tenía mucho frío y hambre. Eso despertó sus instintos maternales, tal como él esperaba, y dentro de una hora sin duda la tendría metida en la cama.

– ¿Estáis enfadados? -preguntó Steffie en un susurro.

Harry tenía un nudo en la garganta del tamaño de Rhode Island. Como no podía articular palabra, le retiró el pelo de la frente y negó con la cabeza. Estaba tumbada en la cama con el más viejo de sus ositos de peluche apoyado en la mejilla. La habían bañado y llevaba puesto su camisón de algodón azul favorito. Harry la recordaba de bebé, gateando hacia él y tendiéndole los brazos. Se veía tan pequeña y tan hermosa bajo las sábanas.

– No estamos enfadados -dijo Tracy desde el otro lado de la cama-. Pero sí disgustados.

– Ren me dijo que si me encerrabais en una mazmorra me traería chocolatinas.

– Qué hombre tan chiflado. -Tracy alisó la sábana. Su maquillaje había desaparecido horas atrás, y tenía marcas oscuras bajo los ojos, aunque seguía siendo la mujer más guapa que Harry hubiese visto nunca.

– Siento mucho haberos asustado.

Tracy estaba seria.

– Ya. Pero mañana por la mañana no podrás salir de este dormitorio.

Tracy estaba haciendo el trabajo sucio que le tocaba a Harry, porque él quería olvidarse de la disciplina. Pero Steffie no había huido por culpa de su madre. Había sido por él. Se sentía derrotado y confundido. Pero también sentía resentimiento. ¿Cómo se las había apañado para convertirse en el malo de la película?

– ¿Toda la mañana? -Steffie parecía tan pequeña y triste que Harry apenas pudo contenerse de contradecir a Tracy y prometer que la llevaría a comprar un helado en lugar de eso.

– Toda la mañana -confirmó Tracy.

Steffie recapacitó unos segundos y su labio inferior empezó a temblar.

– Sé que no tendría que haber huido, pero estaba muy triste porque os oí discutir a papi y a ti.

A Harry se le encogió el estómago y Tracy frunció el entrecejo.

– Hasta las diez y media -rectificó rápidamente.

El labio de Steffie dejó de temblar, y dejó escapar uno de aquellos suspiros que hacían reír a su padre.