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Las lágrimas trazaron líneas plateadas en las mejillas de Tracy.

– Ámame, Harry. Eso es lo que quería decirte. Ámame como me amabas antes. Cuando era especial para ti, no una cruz con la que tenías que cargar. Como cuando las diferencias entre nosotros eran algo bueno y no algo desagradable. Quiero que me ames como cuando me mirabas pensando que no podías creerte que fuese tuya. Cuando creías que yo era la criatura más maravillosa del mundo. Sé que no soy como antes. Sé que tengo estrías por todas partes, y sé lo mucho que te gustaban mis pechos, que ahora me llegan casi hasta las rodillas, pero no soporto que no me ames como antes, y ¡detesto que me hagas suplicar!

Eso era absurdo. Completamente ilógico. Era tan erróneo que Harry no supo qué decir para enderezarlo. Abrió la boca pero no encontró las palabras, así que la cerró y lo intentó de nuevo.

Pero fue demasiado tarde. Ella ya se había marchado.

Él se quedó allí, atontado, intentando imaginar qué le había dejado en ese estado. Ella lo era todo para él. ¿Cómo podía pensar, ni siquiera por un segundo, que no la amaba? Era el centro de su mundo, el aliento de su vida. Era la única persona a la que podía amar.

Se dejó caer en el borde de la cama y apoyó la frente en las manos. ¿Ella creía que no la amaba? Quería aullar.

Una puerta chirrió y a Harry se le erizó el vello de la nuca, porque el ruido no provenía del pasillo. Venía del otro lado de la habitación.

Alzó la cabeza. Había un lavabo… El vientre se le tensó cuando se abrió la puerta y apareció un hombre. Alto, guapo, con mucho pelo en la cabeza.

Ren Gage sacudió la cabeza y miró a Harry con lástima.

– Tío, se te ve jodido.

Y no le sorprendió que se lo dijese.

17

– Porcini!

Una ramita húmeda golpeó a Isabel en la cara cuando Giulia la soltó delante de ella entre los matorrales. Sus zapatillas de lona nunca volverían ser las mismas tras aquella excursión matinal por el bosque, que seguía enlodado por la lluvia del día anterior. Se acercó a un árbol caído y se acuclilló junto a Giulia frente a un círculo de porcini aterciopelados de color marrón, con el hongo lo bastante grande como para dar cobijo a un duendecillo.

– Mmm… Oro de la Toscana. -Giulia sacó una navaja del bolsillo, cortó la seta por la base y la metió en la cesta. Los fungaroli jamás utilizaban bolsas de plástico, según le habían dicho a Isabel, sólo cestas que permitían que las esporas y los restos de raíces cayesen al suelo para asegurar la producción del año siguiente-. Ojalá Vittorio hubiese venido con nosotros. Se queja cuando le despierto tan temprano, pero le encanta buscar setas.

A Isabel le habría gustado que Ren las hubiese acompañado. Si no le hubiese pedido que regresase a la villa la noche anterior después de hacer el amor, tal vez habría conseguido sacarle de la cama para aquella excursión matinal. A pesar de haber hecho el amor tan sólo veinticuatro horas antes, se había sorprendido a sí misma buscándole la noche anterior, despertándose al no encontrarlo a su lado. Él era como una droga. Una droga peligrosa. Cocaína mezclada con heroína. Iba a necesitar un programa de doce pasos para poner fin a su aventura.

Se tocó el brazalete de oro. Respira. Céntrate y respira. ¿Cuántas veces tendría la oportunidad de salir a buscar porcini en los bosques de la Toscana? A pesar de la humedad, de la ausencia de Ren y de lo que parecía un crujido permanente en su espalda cada vez que se agachaba para echarle un vistazo a una seta, estaba disfrutando. La mañana era clara y brillante, Steffie estaba a salvo e Isabel tenía un amante.

– Huele. ¿No te parece un aroma indescriptible?

Isabel inhaló la acre esencia terrestre del funghi y pensó de inmediato en sexo. Pero en ese momento cualquier cosa la hacía pensar en sexo. Estaba deseando regresar a casa y ver otra vez a Ren. La gente del pueblo iba a reunirse a las diez para acabar de desmontar el muro, y él estaría allí para echar una mano.

Ella recordó el mal humor de Ren justo antes de irse la noche anterior. En un principio había pensado que se debía al hecho de que ella le echase, pero no era eso. Ella le preguntó qué estaba mal, pero él dijo que simplemente estaba cansado. Sin embargo, parecía más que eso. Tal vez era una reacción tardía al haber encontrado a Steffie. Una cosa estaba clara: Ren era un maestro de la ocultación, y si quería que ella no supiese qué pasaba en su interior, Isabel tenía muy pocas oportunidades de descubrirlo.

Se pusieron en marcha otra vez, con ojo avizor, utilizando los bastones que Giulia había traído consigo para apartar los matojos que crecían entre las raíces de los árboles y junto a los troncos. La lluvia había revitalizado el reseco paisaje, y el aire llevaba el aroma del romero, la lavanda y la salvia. Isabel encontró un grupo de aterciopelados porcini bajo una pila de hojas y los añadió a la cesta.

– Eres buena en esto. -Giulia habló en un susurro, como había estado haciendo toda la mañana. Los porcini eran un material precioso, y buscar setas era una operación secreta. Su cesta tenía incluso una tapa para esconder su tesoro por si acaso pasaba alguien por el bosque. Bostezó por cuarta vez en pocos minutos.

– ¿Es demasiado temprano para ti? -preguntó Isabel.

– Tuve que reunirme con Vittorio en Montepulciano anoche, y en Pienza anteanoche. Volví muy tarde.

– ¿Te reúnes con él siempre que está fuera?

Giulia arrancó unos hierbajos.

– A veces. Algunas noches.

Significara lo que significase.

Después regresaron a la casa, llevando por turnos la cesta. La gente del pueblo había empezado a aparecer, y Ren estaba en el jardín estudiando el muro. Llevaba unas botas sucias, vaqueros y una gastada camiseta que le daban cierto aire moderno. Cuando la vio, su sonrisa derritió los últimos restos del frío de la mañana, y se hizo más amplia cuando vio la cesta.

– Déjame que ponga eso a buen recaudo.

– Oh, no, tú no.

Pero ya era tarde. Ren ya había cogido la cesta de manos de Giulia y se había metido en la casa.

– Deprisa. -Isabel agarró a Giulia por el brazo y la hizo entrar en la cocina, pisándole los talones-. Devuélvele la cesta inmediatamente. No eres de fiar.

– Hieres mis sentimientos. -Su mirada reflejaba la inocencia de un monaguillo-. Justo cuando iba a ofrecerme para preparar una cena para los cuatro esta noche. Nada muy complicado. Podemos empezar con porcini sautée sobre pan tostado. Después, tal vez unos espaguetis con una suave salsa, muy sencilla. Saltearé las setas con aceite de oliva, ajo y un poco de perejil. Podemos asar los más grandes y hacer con ellos una ensalada de arugula. Por supuesto, si no os apetece…

– ¡Sí! -exclamó Giulia como una niña-. Vittorio estará en casa esta noche. Sé que nos toca a nosotros invitaros, pero tú eres mejor cocinero, y acepto por los dos.

– Os veremos a las ocho. -Los porcini desaparecieron dentro de un armario.

Satisfecha, Giulia volvió al jardín para unirse a algunos de sus amigos. Ren le echó un vistazo a su reloj, alzó una ceja de forma significativa y señaló con el pulgar hacia el techo con arrogancia.

– Tú. Arriba. Ahora. Y date prisa.

Pero él no era el único que sabía fanfarronear. Ella bostezó con displicencia.

– No lo creo.

– Al parecer, tendré que ponerme duro.

– Sabía que iba a ser un buen día.

Él soltó una carcajada, la llevó hasta el salón, la apretó contra la pared y le dio un beso que le puso la piel de gallina. Pero entonces Giulia les llamó desde la cocina, y se vieron obligados a dejarlo.