Vio que se acababa la primera copa de vino y pedía otra. Le dio un mordisquito a la uña de su pulgar. El gesto parecía fuera de lugar en una mujer como ella, lo cual la convirtió en algo extrañamente erótico.
Observó también al resto de mujeres que había en el café, pero sus ojos volvieron a ella, que en ese momento se acababa la segunda copa de vino. Las mujeres solían irle detrás, él nunca las buscaba. Pero había pasado bastante tiempo desde la última vez y esa mujer tenía algo.
Qué demonios.
Se retrepó en la silla y le dedicó una de sus patentadas miradas ardientes.
Isabel sintió sus ojos sobre ella. Aquel hombre rezumaba sexualidad. Su tercera copa de vino le llevó a superar su deprimente estado de ánimo, y su atención se agudizó. Ese hombre sin duda sabía lo que era la pasión.
Ren se inclinó ligeramente hacia un lado y enarcó una de sus oscuras y angulares cejas. Ella no estaba acostumbrada a tan flagrantes insinuaciones. Los hombres guapos se acercaban a la doctora Isabel Favor en busca de consejo, no de relaciones sexuales. Era demasiado intimidante.
Desplazó el salero y el pimentero un centímetro hacia la derecha. No parecía americano, y su trabajo aún no tenía difusión internacional, por lo que él no podía haberla reconocido. No, aquel hombre no estaba interesado en la sabiduría de la doctora Favor. Quería sexo.
«No es un problema mío, Isabel, sino tuyo.»
Ella alzó la vista y Ren sonrió, haciéndole dar un vuelco a su maltrecho corazón.
Ese hombre no cree que yo sea una esquizofrénica sexual, Michael. Ese hombre es capaz de reconocer a una mujer sexualmente poderosa cuando la ve.
Él la miró fijamente a los ojos y, de forma intencionada, se tocó la comisura de los labios con un dedo. Algo cálido creció en el interior de Isabel, como una capa de hojaldre cociéndose. Observó, fascinada, cómo su nudillo se deslizaba hacia la ligera depresión de su labio superior. El gesto era tan descaradamente sexual que ella debería haberse sentido ofendida. En lugar de eso, bebió otro sorbo de vino y esperó a ver qué sucedía.
Él se puso en pie, cogió las gafas de sol y se acercó a ella. Las dos mujeres italianas sentadas a la mesa de al lado dejaron de hablar para mirarle. Una de ellas descruzó las piernas. La otra se removió en la silla. Eran jóvenes y hermosas, pero aquel ángel caído renacentista iba como una flecha hacia Isabel.
– Signora? -Hizo un ademán hacia la silla vacía al otro lado de la mesa-. Posso farti compagnia?
Ella asintió a pesar de que su cerebro le había ordenado responder que no. Él se sentó en la silla, seductor como una sábana negra de raso.
De cerca no parecía tan devastador, pero sus ojos tenían un brillo depredador, y el asomo de barba de su mandíbula parecía más bien producto de la fatiga que de una intención estética. De forma perversa, aquel toque descuidado intensificaba su sexualidad.
Apenas le sorprendió oírse decir en francés:
– Je ne parle pas italien, monsieur.
Vaya… Una parte de su mente le ordenó que se pusiese en pie y se largase. La otra le dijo que no tuviese tanta prisa. Llevó a cabo una rápida comprobación para descubrir si había algún detalle que indicase que era americana, pero Europa estaba repleta de mujeres rubias, y muchas, al igual que ella, se hacían mechas en el pelo. Vestía de negro, como éclass="underline" finos pantalones y un elegante jersey sin mangas y con cuello de cisne. Sus cómodos zapatos eran italianos. La única joya que llevaba era un fino brazalete de oro con la palabra «respira» grabada en el interior, para recordarse que tenía que mantenerse centrada. No había estado comiendo, así que él no sabía si se pasaba el tenedor de la mano izquierda a la derecha tal como hacían los americanos después de cortar la comida.
¿Qué significa esto? ¿Por qué lo estás haciendo?
Porque el mundo, tal como ella lo conocía, se había derrumbado a su alrededor. Porque Michael no la amaba, había bebido mucho vino, estaba cansada de tener miedo y quería sentirse como una mujer en lugar de como una institución en bancarrota.
– É un peccato. -Ren se encogió de hombros al maravilloso estilo de los italianos-. Non parlo francesca.
– Parlez-vous anglais?
Él negó con la cabeza y se tocó el pecho.
– Mi chiamo Dante.
Se llamaba Dante. Qué apropiado en aquella ciudad antaño hogar de Dante Alighieri.
Ella se tocó también el pecho.
– Je suis… Annette.
– Annette. Molto bella. -Él alzó su copa de un modo sensual, brindando en solitario.
Dante… El nombre calentó el vientre de ella como si de almíbar caliente se tratase, y el aire de la noche adquirió un toque de almizcle.
Él le tocó la mano y ella bajó la vista, pero no la retiró. Por el contrario, bebió otro sorbo de su copa. Él empezó a jugar con sus dedos, dándole a entender que se trataba de algo más que un flirteo casual. Era seducción, y el hecho de que fuese algo calculado la preocupó durante unos segundos. Estaba demasiado desmoralizada para sutilezas.
«Mantén bello tu cuerpo -indicaba la Piedra Angular de la Dedicación Espiritual-. Eres un tesoro, la mayor creación de Dios…» Ella lo creía a pies juntillas, pero Michael había hecho añicos su alma, y ese ángel llamado Dante era una oscura promesa de redención, así que le sonrió y no movió la mano.
Él se inclinó un poco más sobre la mesa, sintiéndose cómodo con su cuerpo como pocos hombres eran capaces de sentirse. Isabel envidió su arrogancia física.
Juntos observaron a los bulliciosos estudiantes americanos. Él pidió una cuarta copa de vino para ella. Y ella se sorprendió flirteando con la mirada. Mira, Michael, sé cómo hacerlo. ¿Y sabes por qué? Porque soy mucho más sexual de lo que tú crees.
Le alegró que la barrera del lenguaje hiciese imposible la conversación. Su vida siempre había estado llena de palabras: conferencias, libros, entrevistas. Emitían sus vídeos por la televisión pública. Ella había hablado y hablado y hablado… ¿Y dónde le había llevado eso?