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Se inclinó para recoger el bolígrafo, pero él la hizo levantar de la silla antes de que pudiese cogerlo. Últimamente había estado de un humor cambiante, en un momento parecía querer cortarle la cabeza, y al siguiente ponía cara de pillín, como ahora. Cuanto más tiempo pasaba con él, con mayor claridad apreciaba la batalla que tenía lugar en su interior entre la persona que creía ser y la que ya no se sentía cómoda bajo la piel de chico malo.

Ren señaló la puerta.

– Vamos. Supongo que tenemos un par de horas antes de que vuelvan.

– ¿Algún lugar en concreto?

– La casa.

Corrieron ladera abajo, cruzaron la puerta y subieron al piso de arriba. Cuando estuvieron en la habitación, ella señaló la cama pequeña y dijo:

– Sábanas limpias.

– Van a dejar de estarlo bien pronto.

Ella se quitó la ropa mientras él cerraba la puerta con llave, atrancaba las contraventanas y encendía una lámpara. Los escasos vatios de la bombilla inundaron de sombras la habitación.

Él vació sus bolsillos en la mesita de noche y se desnudó. Ella ya estaba tumbada en la estrecha cama y le hizo sitio. Ren acercó la boca a su cuello y le quitó el brazalete.

– Quiero que estés completamente desnuda para mí. -Los pezones de Isabel se erizaron ante el tono rasposo y posesivo de aquella voz. Cerró los ojos al tiempo que él posaba los labios en la palma de su mano. Habló sobre su piel-. Desnuda a excepción de esto…

Alargó la mano hacia la mesilla de noche. Segundos después, un aro de metal se cerraba alrededor de su muñeca. Ella abrió los ojos de golpe.

– ¿Qué estás haciendo?

– Te detengo. -Agarró ambas muñecas, la que estaba libre y la esposada, y las alzó por encima de su cabeza.

– Bien, ¡para ahora mismo!

– Me temo que no. -Pasó las esposas por detrás de una barra del cabezal y cerró el otro extremo en la otra muñeca.

– ¡Me has esposado a la cama!

– Soy tan canalla que a veces me sorprendo a mí mismo.

Isabel intentó decidir cuán enfadada estaba, pero no podía evitar que le hiciese gracia.

– Son esposas auténticas -dijo.

– Me las han traído por FedEx. -Deslizó los labios por el antebrazo de Isabel hasta llegar a la axila. Cuando tiraba de las esposas, unas deliciosas oleadas recorrían su piel.

– ¿No crees que hay ciertas reglas para el bondage? -dijo con un gemido cuando él atrapó uno de sus pezones con la boca y chupó-. ¡Hay un… protocolo!

– Nunca le he prestado demasiada atención al protocolo.

Siguió abusando de su pobre e indefenso pezón, pero ella no pensaba sucumbir a aquel delicioso temblor hasta darle su opinión.

– Se supone que no tienes que utilizar esposas de verdad, sino algo que pueda desatarse con facilidad. -Contuvo un gemido-. Al menos, tienen que estar acolchadas. Y tu pareja tiene que estar de acuerdo con que la aten… ¿Te lo había comentado?

– Creo que no. -Se acuclilló, le separó las piernas y la miró.

Ella se lamió los labios.

– Bueno, pues lo hago ahora.

Ren jugueteó con su vello púbico.

– Tomo nota.

Ella se mordió el labio con suavidad al tiempo que él la abría.

– Yo… ah… hice un trabajo de investigación cuando estudiaba el máster.

– Ya veo. -El erótico tono de su voz vibró en las terminaciones nerviosas de Isabel. El movimiento de su lengua era como una pluma cálida y húmeda.

– También es necesario… establecer una palabra… ahhh… por si las cosas traspasan el límite.

– Eso está bien. Incluso tengo un par de ideas al respecto. -Dejó de acariciarla de repente, ascendió por su cuerpo y le susurró al oído aquellas palabras.

– Se supone que no han de ser palabras eróticas. -Deslizó la rodilla por el interior del muslo de Ren.

– ¿Y qué gracia tiene eso? -Sopesó sus pechos, sobándolos con suavidad.

Isabel se agarró a las barras del cabezal.

– Se supone que han de ser palabras como «espárrago» o «carburador». O sea, Ren… -Se le escapó un irreprimible gemido-. Si digo… «espárrago», querrá decir que tú… ahh… has ido muy lejos y tienes que parar.

– Si dices «espárrago» querré parar porque no puedo pensar en algo menos excitante. -Se apartó de sus pechos-. ¿No podrías decir algo como «semental» o «tigre»? O… -Una vez más, le susurró al oído.

– Eso es erótico. -Movió el muslo ligeramente para rozarle el miembro. Estaba tan excitado que ella sintió un escalofrío. Él le acarició la axila e hizo otra sugerencia. Ella tiró de las esposas-. Eso es muy erótico.

– ¿Y esto? -Su susurro se hizo un ronroneo.

– Eso es obsceno.

– Perfecto. Utilicémoslo.

– Yo voy a usar «espárrago» -se obstinó ella, y arqueó las caderas.

Sin mediar palabra, él se echó hacia atrás sobre los talones y sus cuerpos dejaron de tocarse. Esperó.

A pesar del brillo diabólico de su mirada, a Isabel le llevó unos segundos entender su acción. ¿Cuándo iba a aprender a mantener la boca cerrada? Intentó mostrar algo de dignidad, pero no resultaba sencillo dada su vulnerable posición.

– Vale por esta vez -cedió.

– ¿Estás segura?

¿Acaso no era él don Engreído?

– Estoy segura.

– ¿De verdad? Porque estás desnuda, esposada a la cama y no hay posibilidad de rescate, sin contar que estás a punto de ser violada.

– Uh-uh. -Flexionó una pierna hacia arriba.

Él recorrió los suaves rizos con el pulgar, disfrutando de la vista. Ella sentía su deseo, tan fuerte como el suyo, y apreció su tono oscuro y rasposo cuando Ren habló.

– No sólo me gano la vida violando mujeres, ya sabes. Soy una amenaza para todo aquel que represente la verdad, la justicia y el estilo de vida americano. Y no es que quiera insistir en ello, pero estás indefensa.

Ella cerró las piernas para demostrarle que no estaba del todo indefensa. Al mismo tiempo, se prometió a sí misma que cuando acabase la sesión no descansaría hasta verlo esposado a él. A menos que se equivocase mucho, él no opondría demasiada resistencia.

– Ya entiendo lo que pretendes. -Deslizó un dedo en su interior-. Ahora estate quieta, porque puedo violarte.

Lo cual llevó a cabo. Con maestría. En primer lugar con los dedos, y después con todo su cuerpo. Moviéndose encima de ella y penetrándola incansablemente. Torturándola hasta hacerla suplicar que acabase. No obstante, jamás se había sentido tan a salvo o más valorada que entonces, presa de un exquisito cuidado.

– Aún no, cariño. -La besó de nuevo, con ardor, y empujó más fuerte-. No hasta que yo esté preparado.

Él estaba más que preparado. Sus músculos estaban tensos como si el esposado fuese él. Ese salvaje placer le estaba costando más esfuerzo a él que a ella. Isabel le rodeó con las piernas. Se movieron a un tiempo, gritaron a la vez…

Las amarras que los sujetaban a la tierra se rompieron. Al acabar, él se había convertido en el verdadero prisionero.

Mientras Ren echaba una cabezadita, ella salió de la cama y cogió las esposas que yacían en el suelo, así como la llave. Le miró. Sus espesas pestañas formaban medialunas rayadas sobre las mejillas, y mechones de cabello oscuro caían sobre su frente. El contraste entre su exótico tono oliváceo de piel y el blanco de las sábanas le otorgaba el aspecto de un hermoso infiel.

Fue al baño y metió las esposas y la llave bajo una toalla. Debería aborrecer lo que él le había hecho, pero no era así; en absoluto. ¿Qué le había ocurrido a la mujer que necesitaba tenerlo todo bajo control? En lugar de sentirse indefensa o enfadada, le había dado a Ren todo lo que ella era.

Incluido su amor.