Se aferró al borde del lavabo. Se había enamorado de él. Se miró en el espejo y bajó la vista. ¿Quién quería mirar a una persona tan estúpida? Apenas se conocían desde hacía tres semanas, y ella, la mujer más cautelosa del mundo en lo referente a relaciones románticas, estaba vuelta del revés.
Se mojó la cara e intentó compartimentar las cosas para considerar lo tocante a la atracción macho-hembra a un nivel biológico. Los primeros seres humanos se sentían atraídos por sus opuestos para asegurar que los más fuertes de la especie sobreviviesen. Algo de ese instinto seguía presente en la mayoría de las personas y, obviamente, también en ella.
Pero ¿qué había de su supervivencia como mujer moderna? ¿Qué había de su supervivencia como mujer dispuesta a comprometerse con relaciones sanas, una mujer que se había propuesto no repetir los modelos tempestuosos de conducta de sus padres? Se suponía que su aventura con Ren tenía que ser una afirmación de su sexualidad y una liberación. En lugar de eso, había liberado su corazón.
Apesadumbrada, bajó la vista para posarla en la jabonera. Necesitaba un plan.
Como si alguno de sus planes hubiese funcionado.
De momento, no quería siquiera pensar en ello. Lo negaría por completo. Pero la negación siempre era mala. Tal vez si no le prestaba atención a sus sentimientos, desaparecerían.
O tal vez no.
19
– Qué prefieres, pastel de chocolate o tarta de cerezas? -preguntó Isabel y se detuvo en el linde del jardín de la villa para observar cómo Brittany tendía una cazuela de porcelana hacia Ren.
Él estudió el surtido de hojas y ramitas con suma atención.
– Creo que tarta de cerezas -contestó-. Y quizás un vaso de whisky para acompañar, si no es mucha molestia.
– No puedes pedir eso -le amonestó Steffie-. Tienes que pedir té.
– O sorbete -dijo Brittany-. Podemos hacer sorbete.
– No, no podemos, Brittany. Sólo té. O café.
– El té estará bien. -Ren tomó una taza imaginaria de manos de la niña; su pantomima fue tan hábil que Isabel casi pudo ver la taza en su mano.
Se quedó absorta mirándolo. La concentración de Ren cuando jugaba con las niñas era extrañamente intensa. No era igual cuando lo hacía con los niños. Cuando zarandeaba a Connor o metía a Jeremy en el Maserati recién reparado, lo hacía con indiferencia. Igualmente extraño era el hecho de que parecía dispuesto a participar en cualquiera de los juegos a los que las niñas le obligaban a jugar, incluso los imaginarios, como tomar el té. Isabel pensó que tenía que preguntarle al respecto.
Se encaminó a la casa de abajo para ver si habían hecho algún progreso con los detectores de metales. Giulia le vio venir y la saludó con la mano. Tenía una mancha en la mejilla y sombras bajo los ojos. Tras ella, tres hombres y una mujer rastreaban metódicamente el olivar. Había otros a los lados, con palas, preparados para cavar en cuanto los detectores zumbasen, lo cual no era demasiado frecuente.
Giulia le entregó su pala a Giancarlo y se acercó a Isabel para saludarla, quien le pidió que la pusiese al corriente.
– Monedas, clavos y parte de una rueda -dijo Giulia-. Encontramos algo más grande hace una hora, pero era sólo una parte de una vieja estufa.
– Pareces cansada.
Giulia se frotó la cara con el reverso de la mano, extendiendo la suciedad.
– Lo estoy. Y sufro, porque me paso el rato aquí. Vittorio no quiere que esto afecte a su trabajo. Cumple a rajatabla su agenda, pero yo…
– Sé que te sientes frustrada, Giulia, pero intenta no culpar a Vittorio.
La joven miró a Isabel y compuso una sonrisa.
– He estado diciéndome eso todo el tiempo. Él siempre tiene que aguantar mis manías.
Se pusieron bajo la sombra de un olivo.
– He estado pensando en Josie, la nieta de Paolo -dijo Isabel-. Marta ha hablado con ella de la estatua, pero al parecer el italiano de Josie no es muy bueno, así que no sabemos cuánto entendió de la conversación. He pensado llamarla por mi cuenta para ver cuánto sabe, pero quizá deberías llamarla tú. Tú sabes más de la familia que yo.
– Sí, es buena idea. -Le echó un vistazo a su reloj, calculando la diferencia horaria-. Tengo que volver a la oficina. La llamaré desde allí.
Después de que Giulia se marchase, Isabel rastreó un poco con un detector antes de pasárselo a Fabiola, la mujer de Bernardo, y regresar a la villa. Fue a buscar su cuaderno y luego se sentó en el jardín de los rosales.
El aislamiento que aportaba aquel jardín era uno de los motivos de que fuese uno de sus rincones favoritos. Era una estrecha franja de tierra por encima de los jardines formales, pero estaba protegido de las miradas por una hilera de árboles frutales. Un caballo pastaba en el bosque, y el sol del atardecer formaba un halo dorado alrededor de las ruinas del viejo castillo en lo alto de la colina. Había sido un día caluroso, más propio de agosto que de finales de septiembre, y el aroma de las rosas saturaba el aire.
Miró el cuaderno en su regazo pero no lo abrió. Todas las ideas que le venían a la mente parecían una repetición de sus libros anteriores. Tenía la desagradable sensación de que ya había escrito todo lo que sabía acerca de la superación de las crisis personales.
Vio a Ren dirigirse sin prisa hacia ella, con una camiseta de rugby azul y blanca y pantalones cortos. Apoyó las manos en la silla metálica en que estaba sentada Isabel, y se inclinó para darle un largo beso. Después abarcó sus pechos con las manos.
– Aquí y ahora -le dijo con malicia.
– Tentador -repuso ella-. Pero no he traído las esposas.
Él resopló y se sentó en la silla de al lado con aspecto enfurruñado.
– Entonces lo haremos esta noche en el coche, como todo el mundo en este pueblo.
– Me parece bien. -Volvió la cara hacia el sol-. Si las niñas de tu club de fans no te encuentran primero.
– Te aseguro que esas muchachitas tienen un radar.
– Estás siendo increíblemente tolerante. Me sorprende que pases tanto tiempo con ellas.
Él entrecerró los ojos.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Simplemente lo que he dicho.
– No quiero hablar de ellas.
Ella alzó las cejas. Ren sabía distanciar a la gente del mismo modo que sabía atraerla, aunque Isabel no pudo imaginar por qué sentía la necesidad de hacerlo en ese momento.
– Alguien está de mal humor -dijo.
– Lo siento. -Ren estiró las piernas y las cruzó a la altura de las espinillas, pero la postura parecía más fruto del cálculo que de la comodidad, como si estuviese forzándose a relajarse-. ¿Te han dicho Harry y Tracy que van a alquilar una casa en el pueblo?
Ella asintió.
– El apartamento de Zurich ha contribuido a agravar sus problemas. Es demasiado pequeño para ellos. Han decidido que sería mejor que ella y los niños se queden aquí, pues se sienten más como en casa, y que Harry venga los fines de semana.
– Ya veo que soy el único que encuentra desquiciante que mi actual amante esté ejerciendo de consejera matrimonial para mi ex esposa.
– No hay nada demasiado íntimo en nuestra relación. Al parecer, uno u otro te cuentan todo lo que hablamos.
– Algo que he intentado evitar con todas mis fuerzas. -Tomó su mano y empezó a juguetear con sus dedos-. ¿Por qué te metes en estos fregados? ¿Qué te va en ello?
– Es mi trabajo.
– Estás de vacaciones.
– No tengo la clase de trabajo que permite tomarse vacaciones. -Todos los trabajos permiten tomarse vacaciones.
– En el mío no puedes seguir un horario fijo.
Ren frunció el entrecejo.
– ¿Cómo puedes estar segura de que ayudas a alguien? ¿No es un poco arrogante asumir que sabes siempre qué es lo mejor para los demás?
– ¿Crees que soy arrogante?
Él dirigió la vista hacia una hilera de césped ornamental acariciado por la brisa.