Ahora fue ella la que necesitó un momento para reflexionar.
– Casi, pero más bien no.
– ¿Es algo que quiero saber?
– Oh, sí.
– Pero no quieres decírmelo.
– En realidad, no. No ahora mismo, pero sí muy pronto.
Él alzó ligeramente una ceja.
– ¿Y el motivo…?
– Porque te quiero mucho. Me encanta hablar contigo. Hablar es importante para mí y, en cuanto sepas eso que no quiero decirte, temo que no hablemos demasiado, y que empiece a pensar que sólo me quieres por mi cuerpo.
Él abrió la boca y los ojos se le iluminaron.
– ¡Isabel ha levantado la prohibición! -exclamó.
Ella dejó caer las manos y pataleó.
– Odio la comunicación sincera.
Él rió, la atrajo hacia sí y le besó la frente. El bebé dio una patada en el vientre de Tracy.
– Venga, no eres la única a la que le gusta hablar. Y tienes que saber que te amaría aunque fueses tan fea como mi tío Walt. Hagamos un trato: por cada minuto que pasemos desnudos, pasaremos tres hablando. Lo cual, según me siento ahora, significa un montón de conversación.
Ella sonrió contra su cuello. El simple olor de su piel hizo que le corriese más rápido la sangre. Pero ¿qué sucedería si volvían a caer en los viejos modelos de comportamiento? Habían recibido una buena lección en lo referente a lograr que su relación funcionase. Tal vez ya era el momento de confiar en la dureza del material con que estaba hecho su matrimonio.
– Primero tienes que firmar un pacto conmigo -dijo ella-. La ropa puesta. Nada de manos por debajo de la cintura.
– Trato hecho. Y el primero que rompa el acuerdo tendrá que darle un masaje en todo el cuerpo al otro.
– Me parece bien. -Vaya bicoca. A ella le encantaba hacerle masajes de cuerpo entero.
Él la condujo hasta el sofá delante de la chimenea, pero apenas se sentaron ella dijo:
– Tengo pipí. Siempre tengo pipí. Si alguna vez te propongo volver a quedarme embarazada, abandóname en lo alto de una montaña inaccesible. Él rió y la ayudó a ponerse en pie.
– Te acompaño.
Mientras seguía a su mujer escaleras arriba, Harry no dejó de preguntarse qué había hecho para merecer a aquella mujer. Era la tempestad en su calma, mercurio para su base de metal. La siguió al interior del baño. Ella no protestó cuando él se sentó en un extremo de la bañera. Hasta que apareció Isabel con sus listas, Tracy no había sabido que Harry siempre daba alguna excusa para quedarse con ella en el lavabo simplemente porque le encantaba la intimidad de aquel acto, la intimidad cotidiana. Tracy se rió como una posesa cuando se lo explicó, pero él sabía que ella lo entendería.
– ¿Tu verdura favorita? -preguntó ella. No había olvidado cuánto la deseaba él, y se estaba asegurando de que recordaba cuál era su compromiso-. No importa. Lo sé. Guisantes.
– Judías verdes -replicó él-. No muy cocidas. Un poco crujientes. -Alargó la mano para tocarle la pantorrilla. Ahora sabía que tenía que decir lo que sentía en lugar de dar por sentado que Tracy ya lo sabía-. Me encanta hablar, ya lo sabes -se sintió impelido a añadir-. Pero ahora mismo estoy más interesado en el sexo. Dios, Trace, hace mucho tiempo que no lo hacemos. ¿Sabes lo que supone para mí el mero hecho de estar a tu lado?
– Sí, porque acabas de decírmelo.
Sonrieron y en breve se fueron al dormitorio. Una vez allí, ella le miró con coquetería.
– ¿Qué pasaría si me dejases embarazada?
– Me casaría contigo. Tantas veces como quisieras. -Y la besó.
– Éste será el último bebé. Lo juro. Me haré una ligadura de trompas.
– Si quieres seguir teniendo hijos, a mí me parece bien. Tendremos que esforzarnos un poco más.
– Cinco me parece bien. Siempre quise tener cinco. -Se mordió la comisura del labio-. Oh, Harry, estoy tan contenta de que no te fastidie tener otro hijo.
– No era culpa del bebé. Ahora ya lo sabes. -Le acarició la cara-. Detesto ser tan inseguro.
– Creía que iba a perderte.
Él resiguió la línea de su mandíbula con el pulgar. Ella tenía los labios blandos a causa de los besos que se daban continuamente, y suponía que los suyos también lo estaban.
– No vamos a permitir que ocurra otra vez, ¿de acuerdo? Acudiremos a un consejero matrimonial cada seis meses, lo necesitemos o no. Y sigo pensando que deberíamos decirle a Isabel que no acudiremos a otra psicóloga que no sea ella.
– Se dará cuenta cuando nos vea en su puerta dos veces al año.
Se tumbaron en la cama, listos para atenerse al trato que habían hecho. En principio mantuvieron las bocas cerradas, pero no durante mucho tiempo. Cuando Tracy aflojó los labios, él la besó y deslizó la lengua en el dulce interior de su boca. Juguetearon de ese modo durante un rato, pero no era suficiente. Él alzó la mano con avidez y rodeó con la palma uno de sus pechos.
– Sólo por encima de la cintura -susurró Harry.
– Por encima de la cintura está bien.
Ella estudió su rostro mientras él le sacaba la camiseta y le desabrochaba el sujetador. Le había dicho que nunca se cansaba de mirarle.
Sus pechos cayeron libres, y a Harry se le secó la boca cuando miró sus arrebatados pezones. Sabía lo tiernos que eran, y también que a ella le gustaba que los tocase de todas las maneras imaginables. Recordó la sorpresa de su mujer cuando supo el destacado lugar que ocupaban sus pechos de embarazada en la lista de Harry sobre las cosas que le excitaban. Nunca se le había ocurrido decírselo. Él había supuesto que ella lo sabía por lo mucho que le costaba despegar las manos de ellos.
Tracy dejó escapar un gemido gutural cuando él inclinó la cabeza para chupárselos. Entonces, ella deslizó la mano entre las piernas de Harry.
– Vaya. He perdido.
Pero lo que Harry perdió fue el control y sus ropas volaron. Tracy le empujó para tumbarlo de espaldas sobre la cama. Su pelo se desparramó formando una nube oscura sobre uno de sus hombros al tiempo que se subía a horcajadas encima de Harry. Se colocó del modo adecuado para que él pudiera penetrarla. Él le acarició el húmedo y almizclado valle antes de adentrarse.
Pensar en lo que casi habían llegado a perder les excitó aún más. Él tocó todos los rincones de su cuerpo y ella le correspondió. Se miraron fijamente a los ojos.
– Te amaré siempre -susurró Harry.
– Y yo a ti -le respondió ella también con un susurro.
Entonces sus cuerpos encontraron el ritmo perfecto, y hablar se hizo imposible. Juntos se dejaron caer en una hermosa oscuridad.
20
La mesa del comedor de la villa, de doscientos años de antigüedad, estaba cubierta de comida. Bandejas ovales decoradas ofrecían tanto piernas de cordero asadas como pollos de guinea al ajillo. Las hojas de escarola doradas servían de lecho para nueces, aceitunas, anchoas y pasas, en tanto que tiras de tocino le daban sabor a un sencillo cuenco con judías verdes. En una cesta, con una servilleta de lino con el escudo familiar, descansaban frescas rebanadas de pan toscano.
A pesar de los grandes arcos de la estancia y de los frescos con motivos religiosos, la atmósfera era informal. Los niños se afanaban por pescar los ravioli rellenos de carne de sus platos y se atiborraban con trozos de pizza. Ren repitió la pasta con castañas, e Isabel se permitió otra ración de polenta, dorada y crujiente por fuera pero tierna por dentro. Había cremosas porciones de queso pecorino, higos cubiertos de chocolate, y vino, tanto el tinto de su propia cosecha como el blanco afrutado Cinque Terre.
Ren, italiano de origen, disfrutaba siempre de una buena fiesta, y se había valido de la excusa de la inminente partida de los Briggs, a la mañana siguiente, para invitar a unas cuantas personas a comer. Vittorio y Giulia estaban sentados a la mesa, así como varios miembros de la familia de Massimo y Anna. La ausencia del doctor Andrea Chiara era más que patente, a pesar de que Isabel había sugerido que se le invitase.