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– Sólo es sexo, ¿verdad?

– Fuiste tú quien dictó las reglas, o sea que no me culpes de ello.

– ¿Eso crees que estoy haciendo?

– Lo que creo es que estás tratándome como uno de tus malditos pacientes.

Isabel no podía resistirlo más. No podía escucharle y mantener la calma. No podía escuchar lo que le estaba diciendo, procesarlo y usar los principios en que tan profundamente creía. Él tenía razón. Ella había establecido las reglas y ahora las estaba violando. Pero aquellas reglas habían surgido de otro tipo de emocionalidad.

Cruzó los brazos y se abrazó a sí misma.

– Lo siento. Al parecer, me he excedido.

– Esperas demasiado. Yo no soy un santo como tú, y nunca he pretendido serlo, o sea que olvídalo.

– Por supuesto. -Se dirigió a la puerta, pero él la llamó.

– Isabel…

Una santa se habría dado la vuelta, pero ella no era una santa, así que siguió caminando.

Ren estaba en la puerta, a oscuras, observando las estatuas de mármol ala tenue luz de la luna que bañaba el jardín. La villa estaba en silencio, a excepción del conmovedor saxofón de Dexter Gordon que sonaba a su espalda. Harry y Tracy se habían mudado esa misma noche, por lo que Isabel disponía otra vez de la casa para ella sola. Hacía horas que todos se habían ido a la cama. Ren se frotó los ojos. La doctora Isabel Favor, acérrima defensora del diálogo, le había dado la espalda y se había ido. No la culpaba. Él se había comportado como un estúpido.

Su amazona tenía muchos puntos tiernos, y él había empezado a alcanzar cada uno de ellos. Pero se trataba de herir o ser herido, ¿verdad? Y él no podía volver a dejarle escarbar en su psique, revolver todos esos rincones oscuros que acarreaba consigo desde que tenía memoria. Ella había establecido las condiciones de su relación. «Es sólo cuestión de sexo -había dicho-. Un compromiso físico a corto plazo.»

Encendió un cigarrillo. ¿Por qué tenía que ser tan jodidamente prepotente? Se pondría hecha una fiera cuando supiese que él iba a interpretar a un pederasta. Y no sólo eso. Sabía que había pasado mucho tiempo con las niñas. Uniría ambas cosas y llegaría a la conclusión de que jugaba con ellas para practicar su personaje. Entonces todo se iría al infierno, perdiendo de ese modo el poco respeto que le merecía a Isabel. La historia de su vida…

Dio una profunda calada. Era su castigo por relacionarse con una mujer tan recta. Todos sus chiflados actos de bondad le habían importado bien poco, y ahora sufría por ello. La comida no le parecía tan sabrosa cuando no estaban juntos; la música no sonaba de un modo tan dulce. Tendría que haberse aburrido de ella. En cambio, se aburría cuando no estaba con ella.

Podría recuperar su favor simplemente pidiéndole disculpas. «Lamento no habértelo dicho.» Ella no se dejaría llevar por el resentimiento pues, al contrario que Ren, no sabía enfadarse. Merecía una disculpa, pero ¿después qué? Que Dios la ayudase, se había enamorado de él. Él no había querido reconocerlo, ni siquiera para sí mismo, pero ella le había telegrafiado sus emociones. Lo había visto en sus ojos, apreciado en su tono de voz. Era la mujer más inteligente que conocía, y se había enamorado del hombre que dejaba marcas invisibles sobre su piel en cuanto la tocaba. Y lo peor aquello por lo cual no podía perdonarse a sí mismo- era ser consciente de lo bien que le hacía recibir el amor de una mujer honesta.

Su rabia, incluso estando fuera de lugar, volvió a salir a la superficie. En muchos sentidos, ella le conocía mejor que nadie, así que ¿por qué no se había protegido de él? Se merecía un hombre mejor. Un boy scout, un antiguo delegado de clase, alguien que pasase las vacaciones construyendo casas para los pobres en lugar de arrasándolas.

Le dio una última calada al cigarrillo. Sintió la punzada de la acidez en el estómago. Cualquier malvado que se preciase se habría aprovechado de la situación. Habría tomado todo lo que pudiese y se habría largado sin lamentarse. Resultaba sencillo conocer a un malvado. Pero ¿qué habría hecho el héroe?

El héroe se habría largado antes de que la heroína resultase herida. El héroe habría cortado la relación limpiamente para que la heroína pudiese escapar del desastre.

– Oí música.

Miró alrededor y vio a Steffie caminando por el suelo de mármol hacia él. Era su última noche en la villa. Cuando los niños se fuesen, por fin podría disfrutar de un poco de calma y silencio, aunque les había dicho que podían bañarse en la piscina todos los días.

Llevaba un gastado camisón amarillo con personajes de dibujos animados estampados. Su pelo oscuro, cortado como el de un duendecillo, se le había subido formando una cresta, y un mechón le caía sobre la mejilla. Cuando ella llegó a su lado, Ren supo que tendría que echar mano de todas las técnicas de actuación necesarias para interpretar a Kaspar Street, porque él nunca sería capaz de entender cómo alguien podía herir a un niño.

– ¿Qué haces levantada?

Se recogió el camisón para enseñarle un pequeño rasguño en la pantorrilla.

– Brittany me ha dado una patada mientras dormía y me ha rasguñado con la uña del pie.

Necesitaba un trago. No quería que niñas pequeñas con aspecto de duendecillo acudiesen en su busca en mitad de la noche para que las consolase. Él podía separar y observar. Pero no durante la noche, cuando sentía que tenía mil años de edad.

– Venga. Vuelve a la cama.

– Estás de mal humor.

– Ve a ver a tus padres.

La niña frunció el entrecejo.

– ¡Han cerrado la puerta con llave!

Ren tuvo que sonreír.

– Ya ves, la vida es dura.

– ¿Y qué pasa si veo una araña? -dijo indignada-. ¿Quién la matará?

– Pues tendrás que hacerlo tú.

– No quiero.

– ¿Sabes qué hacía yo cuando era un niño si veía una araña?

– Pisarla con fuerza.

– No. La agarraba con cuidado y la sacaba fuera.

Steffie abrió mucho los ojos, aterrorizada.

– ¿Por qué hacías eso?

– Me gustan las arañas. Una vez tuve una tarántula como mascota. -Había muerto, por descontado, porque él se aburrió de cuidarla; pero no tenía por qué contarle eso-. La mayoría de las arañas son buenos bichos.

– Qué raro eres. -Se agachó para quitarse una suciedad del pie. Su vulnerabilidad preocupaba a Ren. Al igual que Isabel, necesitaba hacerse fuerte.

– Es el momento de dejarse de historias, Stef. Las arañas son agua pasada. Eres lista y lo bastante fuerte para solucionar el problema sin tener que salir corriendo a medianoche en busca de papi y mami como si fueses un bebé.

Ella le miró con desagrado, tal como había aprendido de su madre.

– La doctora Isabel dice que tenemos que expresar nuestros sentimientos.

– Sí, eso está muy bien, todos sabemos lo que sientes por las arañas, y estamos cansados de oírlo. Estás haciendo algún tipo de transferencia emocional.

– Eso dijo ella. Porque me preocupan mi papá y mi mamá.

– Pues ya no tienes que preocuparte por ellos.

– ¿Crees que ya no tienen que darme miedo las arañas? -Su mirada reflejaba acusación y escepticismo a partes iguales, pero Ren también detectó algo de esperanza.

– No tienen por qué gustarte, pero deja de darles importancia. Es mejor afrontar lo que te da miedo que huir de ello.

«Hipócrita.» ¿Acaso él había afrontado el vacío que acarreaba en su interior?

Ella se rascó la cintura.

– ¿Sabes si tendré que ir al colegio aquí?

– Creo que sí.

Jeremy, al parecer, lideraba una rebelión junto a sus hermanas contra los intentos de Tracy de educarlos en casa, que había finalizado con Harry escribiéndole una carta a las autoridades de Casalleone para que los niños pudiesen asistir a clase en el pueblo hasta que se marchasen a finales de noviembre. Cuando Harry le pidió su opinión, Ren le había dicho que los niños hablaban suficiente italiano para los intercambios básicos, y que creía que sería una buena experiencia para ellos.