– ¿Te vas a casar con la doctora Isabel?
– ¡No!
– ¿Por qué no? Os gustáis.
– Porque la doctora Isabel es demasiado buena para mí, por eso.
– Yo pienso que tú eres bueno.
– Porque eres fácil de engañar.
Ella bostezó y deslizó la mano entre las de Ren.
– Llévame a la cama, ¿vale?
Él la tomó en brazos y le dio un abrazo.
– De acuerdo, pero sólo porque estoy aburrido.
Se reunieron todos en la puerta principal de la villa para despedir a los Briggs, a pesar de que no se iban muy lejos. Ren le entregó a Jeremy un par de CD que sabía que le gustarían, aceptó un húmedo beso de Connor, admiró la voltereta final de Brittany y tuvo una charla de último minuto con Steffie sobre que no tenía que ser una debilucha. Isabel estuvo muy ocupada, hablando con todo el mundo menos con él. A Ren no le sorprendió que siguiese enfadada. Para ella, el que no le hubiese dicho que había llegado el guión suponía alta traición.
Cuando el coche desapareció por el camino, Isabel le hizo un gesto a Anna y se dio la vuelta para volver a la casa. Marta se había mudado con Tracy para ayudarla con los niños, por lo que Isabel estaría sola. Mientras Ren la observaba descender por el sendero, el bollo que había tomado para desayunar se le revolvió en el estómago. Qué remedio.
– Espera -dijo Ren-. Tengo algo para ti.
Ella se volvió. Llevaba el suéter negro atado a la cintura, con las mangas perfectamente anudadas. Todo en ella estaba ordenado, excepto lo que sentía por él. ¿Acaso no había previsto que quedaría atrapada por el atractivo de lo prohibido? Y ella no era la única.
Ren alcanzó el guión que había dejado junto a la baranda de la balaustrada, se acercó a ella y se lo entregó.
– Toma.
Ella se limitó a mirar el manuscrito.
– Vamos -insistió Ren-. Léelo.
Ella no se mostró sarcástica, como él habría hecho. Sólo asintió, se lo puso bajo el brazo y reanudó su camino.
Al verla alejarse, Ren se dijo que estaba haciendo lo correcto. Pero, Dios, se había equivocado dejándola entrar en su vida. Se había equivocado al pasar todo aquel tiempo juntos… De algún modo, tenía claro que la había corrompido.
Pasó el resto de la mañana en el viñedo, manteniéndose alejado de los cigarrillos para evitar fumar. Mientras oía a Massimo, intentó no imaginar qué escena podría estar leyendo Isabel en ese momento y cómo reaccionaría. En lugar de eso, observó a aquel hombre mayor mirar al cielo y reflexionar acerca de los desastres que podían tener lugar antes de la vendemmia, que empezaba al día siguiente: una tormenta repentina, una helada matinal que transformaría las uvas en cieno.
Cuando ya no pudo resistir más los malos augurios de Massimo, regresó a la villa, pero se sentía triste y vacío sin los niños correteando por allí. Había decidido darse un baño en la piscina cuando apareció Giulia buscando a Isabel.
– Está en la casa de abajo -le dijo él.
– ¿Podrías darle esto? Quería que llamase otra vez a la nieta de Paolo y le preguntase por los regalos que le había enviado su abuelo. Hablé con Josie anoche y esto es todo lo que recuerda.
Ren cogió el papel que ella le tendía y leyó. Se trataba de objetos prácticos, cosas para la casa y el jardín: tiestos, herramientas para la chimenea, una lámpara de noche, un llavero, bolsas de porcini secos, vino, aceite de oliva. Señaló con el dedo el papel y dijo:
– Esta lámpara… tal vez la base…
– Alabastro. Y es demasiado pequeña. Se lo pregunté.
– Falsa alarma, pues. -Dobló el papel y se lo metió en el bolsillo. A pesar de no creer en los poderes de la estatua, le incomodaba no haber podido ayudarles a encontrarla. En tanto que actual señor de aquellas tierras, de algún modo se sentía obligado a proporcionarles la manera de encontrarla.
Cuando Giulia se fue, se dirigió a la piscina para hacer unos largos. El agua estaba fría, pero no lo bastante para atontarlo, algo que hubiese agradecido. Cuando se cansó, empezó a nadar de espaldas, y fue entonces cuando la vio sentada bajo una sombrilla.
Isabel cruzó las piernas. El sombrero de paja cubría de sombra su rostro, y tenía el guión sobre el regazo. Ren se sumergió y volvió a salir tan lejos de ella como le fue posible, deseando cobardemente posponer lo inevitable. Por fin, salió del agua y cogió la toalla.
Ella le observó acercarse. Por lo general, las luchas de Isabel por no bajar la vista hasta su entrepierna divertían a Ren, pero en ese momento no tenía ganas de reír.
– Es un buen guión -dijo Isabel.
Al parecer, había decidido dorarle la píldora antes de lanzarse a matar. Él se comportó como una cosmopolita estrella cinematográfica, sentándose cerca de ella, echando la cabeza hacia atrás y cerrando los ojos al sol.
– Ya.
– No es difícil suponer por qué no querías que lo leyese.
Mostrarse irónico era la mejor manera de afrontar aquello.
– No quería que me sermoneases.
– No lo hubiese hecho. No es una película de las que acostumbro a ver, pero sé que soy una excepción. A los críticos les va a encantar, y también al público.
Él abrió un ojo. En lugar de abordar el tema directamente, Isabel se estaba acercando como una serpiente dispuesta a atacar.
– Sé por qué te inquieta -prosiguió ella-. Este papel te exigirá un esfuerzo máximo. Estás en un momento de tu carrera en el que necesitas algo así.
Ren no pudo resistir más y se puso en pie de un brinco.
– ¡Pero es un pederasta!
Isabel parpadeó un par de veces.
– Sé que no es lo que habíais acordado, pero sigue siendo un increíble reto como actor. -Tuvo arrestos de sonreír-. Tienes un talento sublime, Ren, y has estado esperando toda tu carrera algo así.
Él se levantó y se dirigió hacia la piscina. En ese momento casi la odiaba. Era tan despiadadamente razonable, tan inmisericordemente justa, que ahora tendría que explicarle los detalles.
– Pareces no haber reparado en que he pasado mucho tiempo con las niñas de Tracy investigando para mi papel.
– Sí, lo he supuesto.
Él se giró hacia ella.
– ¡Steffie y Brittany! Esas encantadoras niñitas. ¿No lo entiendes? Estaba intentando meterme en la piel de Kaspar Street y verlas a través de sus ojos.
El ala del sombrero ensombrecía su rostro y Ren creyó no haber captado bien su expresión. Entonces ella alzó la cabeza y comprobó que no se había equivocado: sus ojos reflejaban simpatía.
– Puedo imaginar lo difícil que habrá sido para ti -dijo Isabel. Ren no entendía nada. ¿No era suficiente con que le arrancase la piel? ¿Tenía que roerle los huesos también?
– ¡Maldita sea! -exclamó.
Odiaba su bondad, su compasión. Odiaba todo lo que la distanciaba de él. Tenía que largarse, pero sus pies no querían moverse, y lo siguiente que notó fue cómo ella le rodeaba con los brazos.
– Pobre Ren. -Apoyó la mejilla en su pecho-. Pese a todo tu sarcasmo, adoras a esas niñas. Prepararse para este papel debe resultarte muy desagradable.
Quería apartarla de su lado, pero ella era un bálsamo para sus heridas, y acabó estrechándola con más fuerza.
– Son tan condenadamente confiadas.
– Y tú eres completamente de fiar.
– Las he estado usando.
– Eres muy escrupuloso con tu trabajo. Por supuesto, necesitas entender a las niñas para hacer ese papel. No has sido una amenaza para ellas, ni por un segundo.
– Dios, lo sé, pero… -Ella no iba a irse. Y eso significaba que él tendría que empezar de nuevo. Pero no ahora.
Desafiaba toda lógica, pero quería hablar con ella del asunto. Retrocedió un paso, creando la distancia suficiente entre ellos como para no sentir que la corrompía.