Había creado las Cuatro Piedras Angulares como un sistema para combatir sus propias inseguridades. En algún lugar de su interior, la niña asustada que había crecido al amparo de unos padres inestables seguía exigiendo estabilidad, hasta el punto de que había construido un conjunto de reglas para sentirse segura.
«Haz esto y lo otro, y todo irá bien. Tu dirección no cambiará cada mes. Tus padres no estarán tan borrachos que se olviden de darte de comer. Nadie gritará palabras malsonantes o se marchará en mitad de la noche, dejándote sola. No te sentirás mal. No te harás mayor. Nunca morirás.»
Las Cuatro Piedras Angulares le habían aportado una ilusión de seguridad. Cualquier cosa que sucediese fuera de sus límites, ella simplemente lo arrastraba a otro edificio para intentar apuntalarlo. Finalmente, la estructura había crecido tan rígida que cayó sobre su cabeza. Había vivido una vida de desesperación, y todo por intentar controlar lo incontrolable.
Se levantó del sofá y contempló la oscuridad al otro lado de la ventana. Las Cuatro Piedras Angulares combinaban la psicología, el sentido común y la sabiduría espiritual de los maestros. Había escuchado demasiados testimonios para ignorar lo útiles que eran. Pero ella quería creer que eran más que eso. Quería creer que eran una especie de patas de conejo que ofrecían protección de los peligros que entraña la vida. Si sigues estas reglas siempre estarás a salvo.
Pero la vida se negaba a seguir regla alguna. Todos los objetivos, estrategias y reglas del mundo no podrían meter la vida al completo en una caja. Ni siquiera Mil Piedras Angulares, por muy bien concebidas que estuviesen.
Fue entonces cuando lo oyó. Un hilo de voz que surgía de su interior. Cerró los ojos y aguzó el oído, pero no discernía las palabras. Frustrada, se quedó inmóvil con los ojos cerrados y la mejilla apoyada en el marco de la ventana, pero no funcionó. La voz se había desvanecido.
Aunque el ambiente en la habitación era cálido, los dientes empezaron a castañetearle. Se sintió perdida, sola y muy enfadada. Todo lo había hecho bien. Bueno, casi todo, teniendo en cuenta que se había enamorado de un cobarde sin agallas. Lo había hecho todo demasiado bien. Había estado tan ocupada poniendo orden en su vida que no había tenido tiempo para vivir. No hasta que llegó a Italia. Y en menudo lío se había convertido todo desde entonces.
Una vez más, la voz susurró en su interior, pero tampoco en esta ocasión discernió las palabras, sólo el latido de su corazón.
– ¿Ren?
Él volvió a prestar atención.
– Sí. Estará bien. Lo que tú creas mejor.
– ¿Estás seguro? -Howard Jenks acomodó su fornido cuerpo en el sillón, con la expresión de alguien que sopesa si ha elegido bien al hombre que tiene delante. Y Ren no podía culparle. Sufría pérdidas de atención. Podía estar metido en la conversación y al minuto siguiente estaba ausente.
También sabía que tenía mal aspecto. Tenía los ojos enrojecidos, y sólo un maquillador de primera podría haberle borrado las ojeras. Pero ¿qué aspecto podía tener si no dormía bien desde hacía varias noches? «Maldita sea, Isabel, déjame en paz de una vez.»
Larry frunció el ceño en un sillón de la suite de Jenks en el hotel St. Regis de Roma.
– ¿Estás seguro, Ren? Creí que no querías un doble para las escenas en el Golden Gate.
– Así es -replicó Ren, como si hubiese estado diciendo lo mismo todo el rato-. Eso sólo complicaría las cosas, y me siento cómodo en las alturas. -Tendría que haberlo dejado ahí, pero añadió-: Por cierto, ¿será muy difícil llevar a cuestas a una niña de seis años?
Un incómodo silencio se adueñó de la habitación. Oliver Craig, el actor que interpretaría a Nathan, alzó una ceja.
Craig parecía un niño del coro parroquial, pero tenía las maneras interpretativas de un profesional. Había estudiado en la Royal Academy y había trabajado en obras de repertorio en el Old Vic. Su intervención en una comedia romántica de bajo presupuesto había llamado la atención de Jenks.
– La escena del puente implica mucho más que acarrear una niña -dijo Jenks con rigidez-. Estoy seguro de que lo sabes.
Craig acudió en su rescate.
– Ren y yo hablamos anoche acerca del equilibrio entre las escenas de acción y los momentos de calma. Resulta extraordinario.
Larry terció en la conversación: lo contento que estaba Ren de poder interpretar finalmente un papel en el que pudiese emplear todo su talento, lo magnífico que iba a ser que Ren y Oliver trabajasen juntos… bla, bla, bla. Ren se disculpó y fue al lavabo. Una vez allí, se inclinó sobre la pica y se mojó la cara con agua fría. Tenía que concentrarse. La noche anterior, Jenks había hablado a solas con Larry para preguntarle si Ren estaba en condiciones.
Ren cogió una toalla. Ése iba a ser el mayor éxito de su carrera, y él estaba tirándolo por la borda, y todo por no poder concentrarse. Necesitaba con tal intensidad oír la voz de Isabel que estuvo a punto de llamarla una docena de veces. Pero ¿qué le habría dicho?, ¿que la echaba tanto de menos que no podía dormir?, ¿que la necesitaba tanto que le dolía de un modo insoportable? Si no hubiese prometido su asistencia a la fiesta de la vendimia, podría haberse escabullido en la noche como el reptil que sin duda era. En lugar de eso, tendría que echarle arrestos al asunto otra vez.
El día anterior se había topado con un periodista estadounidense que quería saber si era cierto el rumor que había oído.
– Se dice que tú e Isabel Favor tenéis un romance. ¿Tienes alguna declaración al respecto?
Savannah y su enorme bocaza había empezado a hacer de las suyas. Ren lo había negado todo, fingiendo no saber quién era Isabel. Su frágil reputación no podría sobrevivir a que la relacionasen públicamente con él.
Se dijo lo mismo que había estado diciéndose durante días. Llegada a cierto punto, una aventura tiene que acabar o dar el siguiente paso hacia adelante, pero no había paso adelante posible para dos personas tan diferentes. Tendría que haberse desligado de ella desde el principio, pero la atracción había sido demasiado fuerte. Y ahora, cuando había llegado el momento de separarse, una necesitada parte de sí mismo seguía queriendo que ella tuviese un buen concepto de él. Quizá por eso estaba intentando con tanto ahínco dejarle un grato recuerdo antes de decirse el adiós definitivo.
Tiró de la cadena y volvió a la habitación. La conversación se detuvo cuando él apareció, lo cual confirmó de qué estaban hablando. Oliver se había ido. Eso no era buena señal.
Jenks se colocó sus anteojos en lo alto de la cabeza.
– Siéntate, Ren.
En lugar de obedecer, demostrando así que entendía la gravedad de la situación, Ren fue hasta el mueble bar y sacó una botella de Pellegrino. Sólo después de tomar un trago se sentó. Su agente le dirigió una mirada de advertencia.
– Larry y yo hemos estado hablando -dijo Jenks-. Ha vuelto a asegurarme que estás completamente comprometido con este proyecto, pero yo tengo mis dudas. Si hay algún problema, quiero que lo pongas sobre la mesa para que podamos hablar de ello.
– No hay ningún problema. -Se le había formado una película de sudor en la frente. Sabía que tenía que decir algo que tranquilizase a Jenks, e intentó encontrar las palabras adecuadas, pero se oyó decir justo lo contrario-. Quiero un psicólogo infantil siempre que las niñas estén en el rodaje. El mejor que puedas encontrar, ¿de acuerdo? No soportaría ser el responsable de las pesadillas de esas niñas.
Lo curioso era que su trabajo consistía precisamente en ser el responsable de las pesadillas de la gente. Se preguntó cómo estaría durmiendo Isabel.
Las arrugas de Jenks se hicieron tan profundas que podrían haberle plantado trigo, pero antes de que pudiese responder sonó el teléfono. Larry respondió.
– ¿Sí? -Miró a Ren-. No puede ponerse en este momento.