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Ren le arrebató el auricular y se lo llevó al oído.

– Soy Gage.

Jenks intercambió una larga mirada con Larry. Ren escuchó, después colgó y caminó hacia la puerta.

– Tengo que irme -dijo sin más.

Isabel seguía sintiendo rabia. Ardía a fuego lento mientras troceaba verduras en la cocina de la villa y sacaba los platos del armario. A última hora de la tarde, cuando se había reunido con Giulia en el pueblo para tomar una copa de vino, la rabia seguía ahí. Se pasó por la casa de los Briggs para ver a los niños, pero incluso allí la rabia burbujeaba en su interior.

Había subido al coche dispuesta a volver a casa cuando un estallido de color en el escaparate de una tienda de ropa del pueblo le había llamado la atención. El vestido en cuestión brillaba, era de color rojo anaranjado y ardía como ardía la rabia en su interior. No se parecía a nada que ella hubiese llevado nunca, pero su Panda parecía no saberlo. Dejó el coche mal aparcado justo delante de la tienda, y diez minutos después salió con un vestido que no podía permitirse y que no podía imaginarse llevándolo puesto.

Esa noche empezó a cocinar sumida en un frenesí de hostilidad. Mantuvo la sartén sobre el fuego hasta freír por completo la salchicha especiada que había comprado. El cuchillo golpeaba en la tabla al cortarla cebolla y el ajo, después añadió los pepinillos que había recogido en el jardín. Cuando se dio cuenta de que no había hervido agua para la pasta, vertió la salsa picante sobre una rebanada de pan tostado, lo llevó todo al jardín y se sentó sobre el muro y engulló la comida acompañada de dos vasos de chianti. Esa noche lavó los platos al ritmo de un rock and roll italiano que sonaba en la radio. Rompió un plato sin querer y lanzó los restos a la basura. Sonó el teléfono.

– Signora Isabel, soy Anna. Sé que dijo que vendría mañana por la mañana para ayudar a preparar las mesas bajo el toldo, pero no será necesario. El signore Ren se ocupará de ello.

– ¿Ha vuelto? -El bolígrafo que había llegado hasta su mano cayó al suelo-. ¿Cuándo ha llegado?

– Esta tarde. ¿No ha hablado con él?

– Aún no. -Se mordisqueó la uña del pulgar.

Anna la puso al corriente de los detalles de la fiesta, sobre las chicas que había contratado para que le ayudasen, y le dijo que no deseaba que ella hiciese nada más allá de pasar un buen rato. La rabia de Isabel era tan consistente que apenas pudo contestar.

Más tarde, esa misma noche, reunió las notas que había tomado para su libro sobre la superación de las crisis personales y las echó al fuego. Cuando se convirtieron en cenizas, se tomó dos somníferos y se fue a la cama.

Por la mañana, se vistió y condujo hasta el pueblo. Habitualmente se sentía grogui después de tomar somníferos, pero seguía sintiendo rabia, y eso despejaba cualquier niebla mental. Se tomó un café espresso en el bar de la piazza y después recorrió las calles, pero temía mirar los escaparates por miedo a romper los cristales. Unos cuantos lugareños la detuvieron, ansiosos por hablar de la estatua perdida o de la fiesta de esa tarde. Se hincó las uñas en las palmas e intentó responderles lo más brevemente posible.

No regresó a la casa hasta que faltaba poco para la fiesta. Se duchó con agua fría para ver si así se le pasaba el sofocón. Cuando empezó a maquillarse, sus dedos apretaron con excesiva fuerza el perfilador y éste trazó una raya en su mejilla. Base, sombra de ojos, mascarilla faciaclass="underline" todas esas cosas parecían tener vida propia. Tracy se había dejado una barra de labios de un rojo muy vivo e Isabel se la aplicó. Sus labios relucieron como los de una vampiresa.

Colgó el vestido nuevo de la puerta del ropero y lo observó en su percha. La tela caía desde el canesú hasta el dobladillo formando una esbelta y llamativa columna. Nunca vestía con colores vivos, pero se lo puso sin vacilar. Sólo después de cerrar la cremallera recordó que tenía que ponerse bragas.

Se volvió para mirarse en el espejo. Los diminutos puntos de ámbar enganchados a la tela brillaban como brasas encendidas. El oblicuo canesú dejaba al descubierto un hombro, y la puntilla del dobladillo ondeaba como una llama desde la mitad del muslo a la pantorrilla. El vestido no era el más adecuado ni para la ocasión ni para ella, pero se dispuso a llevarlo de todas formas.

Necesitaba unos zapatos de tacón de aguja espectaculares pero, como no disponía de ellos, se puso las sandalias color bronce. Lo mejor para romperte el corazón en mil pedazos.

Se miró en el espejo. El color de sus labios, el vestido y las sandalias no casaban muy bien, pero no le importó. Como había olvidado secarse el pelo después de ducharse, sus salvajes rizos rubios se parecían a los de su madre cuando salía por la noche. Recordó los hombres, los gritos, todos los excesos que habían marcado la existencia de su madre, pero en lugar de buscar una cinta para el pelo, cogió sus tijeras de manicura. Las observó un momento, después las llevó hacia su pelo y empezó a cortar.

Pequeños mechones rizados se le enroscaron en los dedos. Las tijeras hacían un nervioso ruidito, con movimientos cada vez más rápidos hasta que su impecable pelo se convirtió en un manojo de mechones despeinados. Finalmente, se sacó el brazalete, lo lanzó sobre la cama y salió de la habitación.

Mientras ascendía por el sendero, los tacones de sus sandalias golpeaban contra las piedras. La Villa de los Ángeles apareció frente a ella, y vio a un hombre de pelo oscuro subiéndose a un Maserati negro. Le dio un vuelco el corazón, pero al punto se recuperó: se trataba de Giancarlo, que pretendía dejar el deportivo a un lado del camino para dejar espacio a los coches de los invitados aún por llegar.

El día era fresco para un vestido tan ligero pero, incluso cuando el sol se ocultó tras las nubes, la piel seguía ardiéndole. Atravesó los jardines de la parte trasera de la villa, donde los vecinos del pueblo habían empezado ya a reunirse. Algunos charlaban bajo el toldo que habían montado, otros estaban en el interior de la casa. Jeremy y varios niños mayores jugaban a fútbol entre las estatuas, mientras los pequeños iban a lo suyo.

Se había olvidado del bolso. No llevaba dinero encima, ni pañuelos de papel ni lápiz de labios, perfilador o caramelitos de menta. No llevaba Tampax, ni las llaves del coche ni su libretita de bolsillo; ninguna de las cosas que siempre llevaba consigo para protegerse de la caótica realidad que implicaba estar vivo. Y lo peor, no llevaba pistola.

La multitud se apartó para dejarle paso.

Ren presintió que algo extraño estaba sucediendo antes incluso de verla. Tracy abrió unos ojos como platos y Giulia dejó escapar una suave exclamación. Vittorio inclinó la cabeza y murmuró entre dientes una conocida frase en italiano, pero cuando Ren comprendió qué había llamado la atención de todo el mundo, su mente perdió la capacidad de traducir.

Isabel se había prendido fuego.

Observó su incendiario vestido, el fuego en su mirada y la energía que irradiaba de su cuerpo y la boca se le secó. ¿Dónde estaban aquellos discretos colores neutros, aquellos reconfortantes blanco, beige y negro que definían su mundo? Y su pelo… Desordenados rizos se disparaban en todas direcciones formando un peinado por el que cualquier peluquero de Beverly Hills habría cobrado cientos de dólares.

El pintalabios no era el más adecuado, y los zapatos no casaban con el vestido, pero Isabel ardía con una resolución avasalladora. Ren había actuado un año en la serie de televisión The Young and the Restless. Había estudiado los guiones y sabía exactamente qué estaba sucediendo.