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Él le bajó las bragas (¿acaso querías dejártelas puestas?), cambió de postura y le besó la cara interna del muslo. Una alarma se disparó. La tensión creció al tiempo que apretaba los dientes. Le agarró por los hombros y le apartó de sí. Había cosas que no podía permitir, ni siquiera para librarse de su pasado.

Él alzó la vista. Bajo la tenue luz ella apreció un signo de interrogación en su mirada. Negó con la cabeza. Él se encogió de hombros y se estiró hacia la mesita de noche.

Ella no había pensado en los preservativos. Al parecer, se había puesto como una moto por los efectos del vino. Él se lo colocó con tanta delicadeza como lo había hecho todo hasta entonces. La atrajo hacia su cuerpo, pero ella echó mano de la poca cordura que le quedaba y alzó dos dedos.

– Due?

– Deux, s'il vous plaît.

Con una mirada que parecía dar a entender «extranjera chiflada», él alargó el brazo en busca de otro condón. En esta ocasión, sus movimientos fueron más forzados. No le resultaba fácil colocar látex sobre látex. Ella apartó la mirada, porque aquello le hacía parecer humano, y no era lo que ella deseaba.

Él le acarició la cadera y los muslos. Le abrió las piernas de nuevo, dispuesto a llevar a la práctica más refinamientos, pero aquella intimidad era excesiva para ella. Afloraron lágrimas en sus ojos. Volvió la cabeza y hundió la cara en la almohada antes de que él pudiese darse cuenta. Quería tener un orgasmo, no echarse a llorar con lágrimas de ebria conmiseración. Un orgasmo exquisito que aclarase su mente para poder dedicar todo el tiempo necesario a reinventarse.

Tiró de él para ponérselo encima. Al ver que vacilaba, tiró con más fuerza, y finalmente él cedió. Su pelo rozaba la mejilla de Isabel, que notó su jadeo cuando él introdujo un dedo en su interior. Le gustó, pero él estaba demasiado cerca y el vino se removía incómodamente en su estómago. Tenía que tumbarlo de espaldas para ponerse encima.

Los movimientos de Dante se ralentizaron, haciéndose más intensos, pero ella quería hacer lo que tenían que hacer, y tiró de su cintura para urgirlo a penetrarla. Él movió las piernas y cambió de posición.

Ella comprendió que no iba a ser fácil, no como con Michael. Apretó los dientes y se restregó contra él hasta lograr que la penetrase. Aun así, él no se movía demasiado, así que tiró de su cintura, exigiéndole rapidez, que la llevase donde quería llegar, que acabara antes de que los lloriqueos invadiesen su ebrio cerebro convirtiéndose en llanto y tuviese que enfrentarse al hecho de que estaba infringiendo todo aquello en lo que creía… y ¡eso estaba mal!

Él se echó hacia atrás y la miró con aquellos ojos ardientemente gélidos. Ella cerró los ojos para no mirarle, pues resultaba impresionante. Él deslizó la mano entre sus cuerpos y la acarició, pero su morosidad sólo empeoraba las cosas. El vino se agitaba en su estómago. Ella apartó su mano y movió las caderas. Finalmente, él captó la indirecta y empezó a embestirla de forma lenta y profunda. Ella se mordió el labio inferior y empezó a sentir las arremetidas, le apartó las manos otra vez e intentó combatir aquella cruda sensación de traición hacia sí misma.

Pasaron eones antes de que él alcanzase el clímax. Ella resistió sus embestidas esperando el momento de que se dejase caer a un lado. Cuando lo hizo, ella se levantó de la cama con un brinco.

– Annette?

Ella le ignoró y se puso su ropa.

– Annette? Che problema c'è?

Ella hurgó en su bolso, arrojó un puñado de billetes sobre la cama y salió de la habitación.

4

Dieciocho horas más tarde, el terrible dolor de cabeza aún no había remitido. Se encontraba en algún lugar al suroeste de Florencia, en plena noche, conduciendo un Fiat Panda por una carretera desconocida con indicaciones en un idioma que desconocía. Su vestido de punto estaba hecho un ovillo bajo el cinturón de seguridad, y se había sentido demasiado mareada como para peinarse.

Se odiaba a sí misma por sentirse tan desorganizada, alterada y deprimida. Se preguntó cuántos errores podía cometer una mujer hasta dejar de poder llevar la cabeza bien alta. Teniendo en cuenta el actual estado de su cabeza, demasiados.

Una señal quedó atrás antes de que pudiese descifrarla. Disminuyó la velocidad, se detuvo en el arcén y dio marcha atrás. No temió que alguien pudiese chocar por detrás, porque no había visto un solo coche en muchos kilómetros.

La campiña de la Toscana tenía fama de ser preciosa, pero ella había viajado de noche, así que no había visto demasiado. Debería haberse levantado más temprano, pero no consiguió salir de la cama hasta mucho después del mediodía. Después se limitó a sentarse ante la ventana y fijar la vista, intentando rezar, pero fue incapaz de hacerlo.

Los faros del Panda iluminaron la señaclass="underline" casalleone. Torció en la rotonda para observar las diferentes direcciones y comprobar que, de algún modo, se las había ingeniado para tomar la carretera adecuada. Dios protegía a los tontos.

Pero ¿dónde estabas anoche, Dios?

En algún lugar lejano a ella, sin duda. Pero no podía culpar a Dios, ni a todo el vino que había bebido, por lo ocurrido. Sus propios defectos de carácter la habían llevado a cometer aquella monumental estupidez. Había traicionado todo aquello en lo que creía, sólo para descubrir que la doctora Favor estaba en lo cierto, como solía suceder: el sexo no podía curar las heridas del alma.

Se adentró en la carretera. Como muchas otras personas, sus heridas interiores se habían originado en la niñez, pero ¿hasta cuándo puede uno culpar a sus padres de sus propios errores? Sus padres habían sido profesores universitarios sumidos en el caos y los excesos emocionales. Su madre, una gran bebedora, era brillante e intensamente sexual. Su padre, bebedor, brillante y violento. A pesar de ser autoridades en sus respectivos terrenos académicos, ninguno de los dos poseía plaza fija en la universidad. Su madre tenía una autoindulgente tendencia a mantener relaciones íntimas con sus alumnos, y su padre sentía predilección por meterse en líos con sus colegas. Isabel había pasado su niñez de una ciudad universitaria en otra, testigo involuntaria de unas vidas fuera de control.

Mientras los otros niños intentaban zafarse de sus padres, Isabel rezaba por una armonía familiar que nunca llegó. Sus padres, por el contrario, la usaban como arma arrojadiza en sus batallas. En un acto desesperado de autopreservación, se fue de casa al cumplir los dieciocho. Se había mantenido a sí misma desde entonces. Su padre había muerto seis años atrás por problemas hepáticos, y su madre le siguió poco después. Cumplió con ellos al final, pero no les echó de menos tanto como le dolió que hubiesen malgastado sus vidas.

Los faros iluminaron unas pintorescas casas de piedra al borde de la estrecha carretera. A medida que avanzaba, vio una serie de tiendas, cerradas a esas horas de la noche. Todo en aquel pueblo parecía antiguo y poco corriente, a excepción del enorme póster de una película de Mel Gibson en la pared de una casa. En letras pequeñas, bajo el título, pudo leer el nombre de Lorenzo Gage.

Fue entonces cuando cayó en la cuenta. Dante era la viva imagen de Lorenzo Gage, el actor que había provocado el reciente suicidio de su actriz favorita.

El estómago se le revolvió otra vez. ¿Cuántas películas de Gage había viste ¿Cuatro? ¿Cinco? Demasiadas, según su punto de vista, pero a Michael le encantaban las películas de acción, cuanto más violentas mejor. Ahora ya no tendría que ver ninguna más.