—Oh, señorita Lander, está usted aquí —dijo una auxiliar de clínica a la que reconoció vagamente—. El señor Mandrake la está buscando. Barbara dijo que no estaba en la planta, y eso es lo que le dije.
Bendita sea Barbara, pensó Joanna, mirando ansiosamente en dirección al ascensor.
—¿Cuándo estuvo aquí?
—Hace unos diez minutos. Dijo que si la veía le dijera que lo llame inmediatamente, que ha encontrado la prueba de que las experiencias cercanas a la muerte son reales.
“Y yo también”, pensó Joanna sombríamente.
—¿Dijo adonde iba?
—No. Puedo llamarlo por el busca —respondió la auxiliar, echando mano al teléfono.
—¡No! No importa. Será más rápido que suba a su despacho —dijo, y se encaminó hacia la puerta de las escaleras.
—Esas escaleras no llegan hasta la séptima —la llamó la auxiliar.
—Un atajo —respondió Joanna, abriendo la puerta.
—Oh —asintió la auxiliar, y Joanna logró escapar. “¿Pero adonde?”, se preguntó, mientras bajaba las escaleras. No podía regresar a su despacho ni al laboratorio, y con él rondando los pasillos no estaría a salvo en ninguna parte. “Y no puedo, no puedo soportar verlo ahora mismo”, pensó, “y escucharlo sermonear sobre el cielo y ser felices para siempre jamás”.
Bajó las escaleras hasta la tercera planta y entonces se detuvo, con la mano en la puerta. Para llegar al aparcamiento desde allí tendría que usar el pasillo elevado y atravesar Medicina interna y pasar ante la habitación de la señora Davenport, y el señor Wojakowski estaba en la segunda planta.
Soltó la puerta y siguió bajando hasta la planta baja. “Un taxi pensó—, siempre hay taxis ahí delante. Si llevo dinero encima.” Rebuscó en los bolsillos. Encontró dos dólares, un cuarto de dólar y tres centavos. Bajó al sótano, dejó atrás el depósito de cadáveres y salió.
Hacía mucho frío y por lo plomizo que estaba el cielo parecía que podía empezar a nevar de un momento a otro. Se arrebujó en la rebeca y dejó atrás las calderas y llegó a la entrada principal. Sólo había un taxi de aspecto desvencijado delante de las puertas de cristal de la entrada. Joanna se sentó en el asiento trasero.
—¿Adonde? —preguntó el taxista. Joanna se inclinó hacia delante.
—Al aparcamiento del hospital.
—¿Es una especie de broma? —dijo el hombre, mirándola por el espejo retrovisor.
—No. Necesito que me lleve hasta mi coche. Está aparcado allí.
El se la quedó mirando como si estuviera chalada. Bueno, ¿no lo estaba? ¿Huir del señor Mandrake como si fuera un monstruo en vez de un pesado? ¿Creer en lo increíble?
—Pretendía ir caminando hasta mi coche, pero hace demasiado frío.
La explicación no tenía sentido, y ella se quedó esperando a que el hombre le dijera: “¿Por qué no vuelve a entrar y cruza por dentro?” Pero el taxista gruñó:
—Mínimo dos pavos.
Puso el coche en marcha y echó a andar. ¿Y por qué no iba a creer en su explicación? Ella creía que se había transportado al Titanic junto a Greg Menotti. El taxista dio un golpecito al taxímetro.
—Dos veinte —dijo. Joanna le tendió el dinero.
—Gracias. Me ha salvado la vida.
Salió del taxi y se acercó a su coche, temerosa de que el señor Mandrake estuviera allí esperándola.
No estaba. Ni en la verja del aparcamiento. Giró al sur en Colorado Boulevard, al oeste en la Sexta Avenida, al sur de nuevo en la Universidad, como si fuera un personaje de una película de Sylvester Stallone tratando de despistar al malo. Un camión de bomberos corrió hacia ella, haciendo ulular las sirenas y sonar el claxon; Joanna se apartó y luego se quedó allí, agarrando el volante con las dos manos y contemplando la nada.
Greg Menotti había estado en el Titanic. Le había visto allí, había asumido que estaba allí, que el señor Briarley estaba allí, porque los había construido a partir de los recuerdos y los deseos. ¿Pero y si el Titanic era real, y estaban allí de verdad, el señor Briarley atrapado en un misterioso limbo entre dos mundos, parte de él muerta ya, y el lugar al que ibas después de morir no era el cielo sino que retrocedías en el tiempo hasta las cubiertas del Titanic?
“No puedes creer esto”, pensó, y se dio cuenta que no se lo creía. Esto tenía sentido, ni siquiera aunque la ECM fuera una experiencia espiritual. El cielo, los Campos Elíseos, el Hades, el Valhalla, incluso la postal Hallmark del Otro Lado del señor Mandrake tenían más lógica que aquello. Aunque los muertos fueran enviados hacia atrás en el tiempo con algún extraño modo de reencarnación inversa, ¿los enviarían al Titanic? ¿Era una especie de castigo? ¿O se suponía que los muertos debían hundirse en las profundidades del Atlántico, y el Titanic daba la casualidad de que estaba allí en medio?
“Y no es el Titanic”, pensó. Ni una sola vez, ni siquiera en aquel primer arrebato de reconocimiento, había pensado que fuera el trasatlántico auténtico. Era otra cosa y el Titanic era solamente una metáfora, no sólo para ella, por difícil que fuera de creer, sino para Greg Menotti también. ¿Y cómo era posible?
Tal vez hubiese ido al instituto Dry Creek y escuchado al señor Briarley decir lo mismo. No, recordó que le había dicho que acababa de mudarse desde Nueva York.
Muy bien, pues tal vez era un fanático del Titanic, igual que el señor Briarley. “¿Estás de broma?”, pensó. Hacía ejercicio en un gimnasio tres veces por semana. Pero, como había dicho Richard, había películas y libros y especiales de televisión sobre el Titanic por todas partes, y en cualquiera de ellos podían haber mencionado que el Carpathia estaba a cincuenta y ocho millas de distancia…
“Si eran cincuenta y ocho millas. Sólo tienes la palabra de Maisie al respecto, y ya la oíste, dijo que el Titanic se había hundido horas antes de que llegara el Carpathia. Podía estar exagerando o haberse equivocado de número, podrían haber sido cincuenta y siete millas, o sesenta, y le estás dando vueltas al coco por nada, como aquella noche que no dejabas de ver el cincuenta y ocho en las matrículas y los carteles del McDonald’s.”
No, se dijo, mirando ciegamente a través del parabrisas mientras la nieve empezaba a caer, eran cincuenta y ocho. Lo supo en el momento en que oyó a Maisie decirlo. “¿Igual que supiste que el señor Briarley había muerto, y bajaste corriendo a Urgencias? Confirmación externa. Necesitas comprobar doblemente los hechos, hacer que Maisie te enseñe el libro o preguntárselo a Kit.”
Kit. Le había pedido que fuera a casa a mirar el libro. Podría pedirle que lo buscara, que lo verificara. Sólo tardaría unos minutos.
Puso el coche en marcha y se dio cuenta de que estaba muy cerca de la casa. En el pánico de su huida casi había llegado al distrito universitario. Condujo el resto del camino hasta la casa del señor Briarley, pensando que ni siquiera tendría que explicarlo. “Le diré que voy a ver el libro. Fingiré que es sólo otro fragmento más de información que necesito.”
Sólo después de encontrarse en el porche, de llamar al timbre y de quedarse allí tiritando con su rebeca, recordó que Kit había dicho que el señor Briarley estaba teniendo un mal día. “No tendría que haber venido”, pensó, pero Kit ya había abierto la puerta.
Llevaba pantalones capri y un top de encaje y un par de zapatillas de ballet. “Debe de tener frío —pensó Joanna como una tonta—. Lleva zapatillas.”