El señor Briarley se levantó y se acercó a la mesa de la biblioteca, y se sentó en el borde. Joanna contuvo la respiración.
—Normalmente sólo hay unos pocos puntos de comparación, pero a veces, a veces las dos cosas son imágenes reflejadas. ¿Nunca se han preguntado por qué pierdo un valioso tiempo de clase con un naufragio? ¿Nunca se han preguntado por qué, después de todos estos años, todos esos libros y películas y obras de teatro, la gente sigue fascinada?
“Está hablando del Titanic —pensó Joanna—. Recuerda.” Se sentó en el asiento junto a la ventana, esperando.
—Lo saben cuando la ven. La reconocen instantáneamente, aunque nunca la han visto antes. Y no pueden apartar la mirada.
Estaba hablando en acertijos, marañas de recuerdos y metáforas, y aquello podía no significar más que si le preguntara si tenía un pase para permanecer en el pasillo; pero ella permaneció sentada y en silencio, temerosa de moverse, temerosa incluso de respirar.
—Se dicen a sí mismos que no es lo que es, que es una obra moral o una comedia de enredo —dijo el señor Briarley—. Dicen que parece guerra de clases o arrogancia tecnológica o la venganza de un Dios colérico, pero se están mintiendo a sí mismos. Saben, saben lo que es. Y él también.
“Por eso él lo vio —dijo el señor Briarley, y Joanna advirtió de qué estaba hablando. No la había oído cuando se arrodilló junto a su sillón y le pidió que recordara. La había oído antes, cuando hablaba con Kit y le preguntaba por qué Greg Menotti había visto el Titanic, y se había pasado los últimos quince minutos rebuscando pacientemente en los pasillos de su cerebro dañado y bloqueado, tratando de encontrar la respuesta.
“Nunca lo olvidaré —murmuró Briarley—. Lo dijo Edith. —Y, como si ella se lo hubiera preguntado, añadió—: Edith Haisman. Dijo: “Nunca lo olvidaré, la oscuridad y el frío.” Pero no estaba hablando del Titanic. Y el vigía, que lo vio primero, que dio la señal de alarma, se colgó de una farola. Porque supo qué era en realidad. Lo supo en cuanto lo vio, supo…
—No lo encuentro por ninguna parte —dijo Kit, y Joanna la oyó bajar las escaleras.
“No”, pensó Joanna, apretujándose contra el respaldo del asiento como lo había hecho contra la pared de las escaleras el día que Richard y ella se ocultaron del señor Mandrake.
—No estaba en el armario ni debajo de los colchones ni detrás del radiador —dijo Kit, a medio camino. “No —rezó Joanna—. Ahora no…”
—¡Espera! —dijo Kit, sólo a unos pasos del pie de las escaleras—. Se me acaba de ocurrir un sitio. Sé dónde puede estar. —Y corrió escaleras arriba.
El señor Briarley la miró, la cabeza ladeada, como si escuchara su voz, y luego se desplomó de nuevo en su sillón. Joanna esperó, pero Ja voz de Kit, sin pretenderlo, había roto el hechizo, y él había vuelto a hundirse en la inconsciencia.
“¿Cómo es, señor Briarley? —estuvo a punto de preguntarle Joanna pero tuvo miedo de romper la conexión que todavía pudiera haber en su mente—. Espera —pensó, prestando atención ansiosamente a los sonidos que pudiera hacer Kit—. No des pistas. Espera.”
Siempre pierdo mi libro de calificaciones —dijo el señor Briarley y su voz había cambiado. Era introspectiva, incluso amable—. Y no pude recordar los nombres de las hijas de Lear. Advertencias sobre icebergs. Pero no las escuché. “Me hago viejo —me dije—. El típico profesor despistado.” Muy pocos pasajeros oyeron la colisión, ¿sabes? Fueron los motores al pararse lo que los despertó.
El corazón de Joanna latió dolorosamente. “Espera.”
—Me dije a mí mismo que no había nada de qué preocuparme —continuó él—. La medicina moderna había creado un barco imposible de hundir, y las luces seguían encendidas, las cubiertas estaban relativamente niveladas. Pero por dentro…
Miró ciegamente hacia delante un momento y luego continuó.
—La metáfora perfecta —dijo—, surgida de pronto de ninguna parte en mitad de tu primer viaje, invisible hasta que casi lo tienes encima, inevitable incluso cuando tratas de esquivarlo, inesperado incluso cuando ha habido todo tipo de advertencias. La literatura, la literatura es una advertencia —dijo, y luego, temblando, añadió—: “No, no, mi sueño se alargó después de la vida.” Shakespeare lo escribió, tratando de advertirnos de lo que venía. “Creo que crucé el río de la melancolía, con ese triste timonel del que escriben los poetas, hacia el remo de la noche perpetua.”
Contempló la biblioteca como si fuera una clase.
—¿Puede decirme alguien lo que significa eso? En el piso de arriba, Kit cerró un cajón de golpe, y el señor Briarley dijo, como si hubiera sido una pregunta:
—Nada puede salvarte, ni la juventud ni la belleza ni el dinero, ni la inteligencia ni el poder ni el valor. Estáis solos, en mitad de un océano, con las luces apagándose.
Kit cerró una puerta, salió al pasillo. Bajaría de un momento a otro. No había tiempo para esperar.
—¿Por qué vio el Titanic cuando se estaba muriendo? —preguntó Joanna, y el señor Briarley se volvió y la miró sorprendido.
—No lo hizo —contestó—. Vio a la muerte.
—Y se parecía al Titanic —dijo Joanna.
—Y se parecía al Titanic. Kit apareció en la puerta.
—Os he oído hablar —dijo—. ¿Lo encontraste?
36
7 A.M., jueves. Navegamos en el Titanic en su viaje inaugural, destino Nueva York, su primer viaje por el Atlántico. Adiós. Amor, P. D.
Joanna ni siquiera estaba segura de cómo regresó al hospital. Sólo quiso marcharse, escapar de lo que le había dicho el señor Briarley, y de lo que podría decirle a Kit.
—¿Qué pasa? —preguntó Kit después de mirarla a la cara—. ¿Qué ha ocurrido?
—Nada —dijo Joanna, tratando de ocultar el conocimiento de su rostro—. No encontré el libro de texto.
Kit había entrado en la biblioteca y estaba de espaldas a las fotos enmarcadas, de modo que la imagen de Kevin sonreía por encima de su hombro. “No puedo decírselo —pensó Joanna—. No puedo dejar que lo averigüe.”
—Tengo que irme —dijo, y salió al pasillo.
—El tío Pat no te diría nada, ¿verdad? —preguntó Kit ansiosamente, siguiéndola hasta la puerta—. A veces dice cosas terribles, pero no va en serio. Son parte de su enfermedad. Ni siquiera sabe que las dice.
—No —contestó ella, tratando de sonreír para tranquilizarla—. No dijo nada terrible.
Sólo la verdad. La terrible, terrible verdad.
No había ninguna duda de que fuera verdad, aunque, al escucharlo, ella había sentido ganas repentinas de gritar “¡Eureka!”, sólo una sensación de temor. “Una sensación de hundimiento”, pensó, y torció los labios. Qué adecuado. ¿Cómo lo había llamado el señor Briarley? La viva imagen reflejada de la muerte.
Y por eso había seguido resonando durante años. Todos los desastres (el Hindenburg de Maisie y Pompeya y el incendio del circo de Hartford) tenían algunos de los atributos de la muerte, lo repentino o el pánico o el horror, pero el Titanic los tenía todos: valor y destrucción y casualidad y la temible confluencia de coincidencia y culpabilidad, pánico y galantería y desesperación.