La tragedia del Titanic fue a la vez súbita y lenta, el impacto con el iceberg tan inesperado como un accidente de coche, como un infarto. Pero también fue interminable, los pasajeros sentados silenciosamente en cubierta después de que todos los botes hubieran partido o jugando a las cartas en la sala de fumadores, como pacientes de una residencia, en el pabellón de Oncología, esperando eternamente la muerte.
Todos los atributos. La lesión que parecía menor al principio (un bultito, una sombra en los rayos-X, una tos), nada de lo que preocuparse. La medicina moderna había hecho que el barco fuera casi insumergible, y el capitán sin duda sabe qué hay que hacer.
Pensó en Greg Menotti, protestando porque iba al gimnasio cada día, aunque un dolor de muerte le atenazaba el pecho. En la madre de Maisie, insistiendo en que el nuevo fármaco estaba estabilizando la arritmia de su hija. En los hombres del Titanic asomados a la barandilla y riendo ante las mujeres de los botes, “nos veremos en el desayuno” y “necesitaréis un pase para volver a subir a bordo”.
Negativa, y luego preocupación. El médico ordena una analítica, el TAC demuestra una degeneración progresiva de las células nerviosas corticales, la cubierta empieza a inclinarse. Pero sigue sin haber ningún indicio de que sea algo seno. No hay ninguna necesidad de que venga tu hermano, ninguna necesidad de ponerse un chaleco salvavidas o escribir un testamento, no con las cubiertas todavía iluminadas y la orquesta todavía tocando.
Más negativas, y luego una carrera frenética hacia los botes salvavidas, hacia la quimioterapia, hacia una clínica en México, y por fin, cuando todos los botes han partido, despedidas y aferrarse a la desesperada a las sillas de cubierta, la religión, el pensamiento positivo, los libros del señor Mandrake, una luz al final del túnel. Pero nada funciona, nada se aguanta, porque todo el barco se está haciendo pedazos, rompiéndose, chocando… “por eso lo llaman equipo de choque”, pensó Joanna de repente, el cuerpo se está rompiendo, se sumerge, se hunde y el Titanic no es sólo un reflejo de la muerte, sino de lo que le pasaba al cuerpo, porque no murió de inmediato como no muere de inmediato una persona, sino por etapas: la respiración se detiene y luego el corazón y la sangre en las venas. Un compartimiento estanco tras otro inundándose y rebosando hasta el siguiente: el córtex cerebral, la médula, el cerebelo, todo falla y se apaga, y en sus últimos momentos ven su propio final. El barco se hunde por la cabeza.
Pero tarda una eternidad en hundirse, las pupilas se dilatan aunque se esfuerzan sin remedio por mantener las luces encendidas. Algunas células sobreviven durante horas, el hígado sigue metabolizando, los huesos siguen fabricando médula, como fogoneros en la sala de máquinas, todavía trabajando para alimentar las calderas, para mantener las dinamos en marcha, sin saber que el barco ya ha zozobrado. Se hunde lentamente al principio y luego más rápido, el cuerpo se va oscureciendo gradualmente, se va enfriando.
“Nunca olvidaré la oscuridad y el frío”, pensó Joanna, temblando. Estaba sentada dentro de su coche en el aparcamiento del hospital, las manos dormidas sobre el volante. Se preguntó cuánto tiempo llevaba allí, contemplando el hospital, el cielo gris, sin verlos.
Mucho tiempo. Estaba oscureciendo, el gris del cielo aumentaba, cerrándose, y las luces se habían encendido en casi todas las ventanas del hospital. En algún momento debía de haber desconectado el motor, pero el coche estaba helado. No se notaba los pies. “Vas a morirte de una pulmonía”, pensó, y salió del coche y entró en el hospital. Dentro estaba todo iluminado, los fluorescentes la hicieron entornar los ojos al abrir la puerta. Al otro extremo del pasillo, envuelta en una luz cegadora, pudo ver a una mujer vestida de blanco y a un hombre con un traje oscuro.
“El señor Mandrake”, pensó Joanna. Se había olvidado de él.
—Pero se pondrá bien, ¿verdad? —preguntó la mujer, la voz temblorosa.
—Estamos haciendo todo lo que podemos —dijo el hombre. Un médico, no el señor Mandrake, pero Joanna se dirigió hacia la escalera más cercana y empezó a subir al laboratorio.
“Estamos haciendo todo lo que podemos”, había dicho el médico, pero no había nada que nadie pudiera hacer. Sólo ahora que toda esperanza había desaparecido, advirtió Joanna cuánto había deseado que la ECM fuera un fenómeno físico, un mecanismo de supervivencia, cuándo había querido presentarle triunfalmente a Richard la solución del rompecabezas. Cuánto había querido decirle a Maisie: “Tenemos un nuevo tratamiento.”
Pero eso siempre había sido descabelladamente improbable. Los descubrimientos médicos y los tratamientos adecuados estaban separados por años, a veces por décadas, y la persona que había inspirado la investigación rara vez se beneficiaba de ella. Joanna, más que nadie, tenía que saberlo. Después del Titanic, se aprobó la legislación que desvió las rutas de los trasatlánticos al sur, la obligatoriedad de permanecer en contacto radiado las veinticuatro horas, la necesidad de que hubiera botes salvavidas para todos los pasajeros a bordo. Todo demasiado tarde, demasiado tarde para mil quinientas almas perdidas.
Y aunque la ECM hubiera sido un mecanismo de supervivencia, no había ninguna garantía de que pudiera haberse desarrollado un tratamiento a partir de ella. Pero no lo era. No era ningún tipo de mecanismo de defensa progresivo, y su persistente sensación de que lo era, de que estaba a punto de hacer un descubrimiento médico significativo no había sido más que un deseo, una fabulación inducida por medios químicos.
No era una defensa del cuerpo contra la muerte. Era al revés. Era enfrentarse cara a cara a la muerte sin ninguna defensa, reconociéndola en todo su horror. Y no era extraño que el señor Mandrake y la señora Davenport y todos los demás hubieran optado por luces y parientes y ángeles. La verdad era demasiado terrible de contemplar.
Había llegado al sexto piso. Extendió la mano para abrir la puerta y entonces la dejó caer. “No puedo hacerlo”, pensó. No podía quedarse allí y mirar a Richard someter intencionadamente al señor Sage al tratamiento. Enviarlo a la imagen reflejada de la muerte.
Pero si se lo decía, él le preguntaría qué pasaba. Y no podía decírselo. Él estaría entonces convencido de que se había vuelto chalada, como Seagal y Foxx. La acusaría de haber sido convertida por el señor Mandrake.
“Pondré alguna excusa —pensó—. Le diré…” Pero no podía permitir que la viera. Como Kit, la miraría a la cara y le preguntaría: “¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido?” Tendría que llamarlo desde su despacho. “Le diré que me duele la cabeza y que me voy a casa —pensó, volviendo a bajar las escaleras—. Le diré que tenemos que cambiar la cita.”
Había una nota escrita a mano en la puerta de su despacho. “El señor Sage tuvo que cancelar su cita —leyó Joanna y sintió un arrebato de alivio—. Tiene la gripe. Fui a ver al doctor (ilegible) en St. Anthony’s…”
El resto de la nota era ilegible. No tenía ni idea de para qué había ido Richard al St. Anthony’s, o de si era él quien había ido o no. Tal vez el señor Sage quien había tenido que ver al doctor (ilegible) a causa su gripe. La única palabra que entendió era “Richard”, garabateada al pie de la nota. Pero no importaba. Lo único que importaba era que tenía una prórroga.
Al fondo del pasillo, tras ella, sonó el ascensor. “Richard —pensó o el señor Mandrake.” Buscó sus llaves, las sacó. Oyó cómo se abrían las puertas del ascensor. Metió la llave en la cerradura, la giró, puso la mano en el pomo.
—Joanna —llamó Vielle, y no pudo hacer otra cosa sino volverse, sonreír, esperar que sólo quisiera hablar de la noche del picoteo. No hubo tanta suerte.