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—¿Te encuentras bien? —preguntó Vielle. Tenía la expresión de preocupación que siempre tenía en Urgencias—. ¿Ha pasado algo? Te he visto salir del hospital en taxi. Te he llamado, pero no me has oído, supongo. ¿Adonde ibas?

Joanna miró ansiosamente el pasillo. No tendrían que estar allí fuera charlando.

—He ido a ver a Kit —dijo, abriendo la puerta y entrando en su despacho.

—¿En taxi? ¿Se te ha estropeado el coche? Podrías haberme pedido prestado el mío.

—Me seguía el señor Mandrake —dijo Joanna, y trató de sonreír—. Estaba acechando en el aparcamiento. Vielle tuvo que aceptarlo.

—¿Cómo es que fuiste a casa de Kit?

—Tenía que recoger un libro —dijo Joanna. Aunque estaba claro que no llevaba el libro encima.

—Me preocupé por ti cuando vi que no llevabas ni abrigo —dijo Vielle.

—Ya te lo he dicho, me seguía el señor Mandrake. Ni siquiera pude regresar para recoger mi bolso. Me sigue continuamente. Vamos a tener que celebrar la noche del picoteo bajo tierra —dijo, tratando de cambiar de tema—. A propósito, ¿qué noche quieres que sea?

No funcionó.

¿Seguro que estás bien? —dijo Vielle—. Hace un par de semanas que se te ve muy distraída.

—Normal —dijo Joanna—. Mi mejor amiga sigue trabajando en urgencias, aunque un maníaco enloquecido por la droga estuvo a punto de volarle el brazo. —Miró acusadora el brazo vendado de Vielle—. ¿Cómo te ha ido hoy? ¿Algún intento de asesinato?

—Vale, vale. —Vielle alzó las manos en gesto de rendición—. ¿Qué tal mañana por la noche? ¿Para el picoteo? Tú díselo a Richard y yo llamare a Kit.

Y Kit y Vielle compararán notas, me preguntarán por qué me marché con tanta prisa y qué dijo el señor Briarley.

—No puedo —dijo Joanna—. Estoy atascada con un montón de entrevistas que tengo que transcribir. —Se sentó ante su mesa y conectó el ordenador pan dejarlo claro—. No podré irme a casa antes de las diez toda esta semana. ¿Qué tal el sábado?

—Perfecto. Así podré decirle a Harvey el Fantasma que estoy ocupada. ¿Sabías que los de pompas fúnebres inyectan masilla en las mejillas del cadáver para que parezca más sano?

—El sábado, ¿no? —preguntó Joanna, eligiendo una cinta y metiéndola en la micrograbadora.

—Bueno, te dejaré que trabajes —dijo Vielle, con aspecto preocupado otra vez—. Quería asegurarme de que no pasaba nada malo. Se volvió en la puerta.

—Sé que la ditetamina se supone que es inofensiva, pero todo tiene efectos secundarios, incluso la aspirina. ¿Le has dicho a Richard lo de… lo que sea que te tiene preocupada?

“No puedo decírselo a Richard —pensó Joanna—. No puedo decírselo a nadie, ni siquiera a ti. Sobre todo a ti. Tratas con gente que se está muriendo todos los días. ¿Cómo podrías soportarlo si supieras lo que les pasa después?” Miró a Vielle, sonriente.

—No me preocupa nada, excepto cómo voy a transcribir todas estas cintas.

—Entonces será mejor que te pongas a ello —dijo Vielle, y le sonrió—. Es que me preocupo, ya sabes.

—Lo sé —dijo Joanna, y cuando su amiga salía por la puerta, la llamó—: Vielle…

Pero Vielle ya se había dado la vuelta y cerraba la puerta bruscamente.

—El señor Mandrake acaba de salir del ascensor —susurró—. Echa la llave y apaga las luces.

Y salió y cerró la puerta. Joanna corrió a apagar la luz y luego a echar la llave.

—No está aquí —oyó decir a Vielle—. Iba a dejarle una nota.

—¿Sabe cuándo volverá? —preguntó la voz del señor Mandrake.

—La verdad es que no.

—Tengo que decirle algo muy importante, y no responde a su busca, se quejó el señor Mandrake—. ¿Dice que le ha dejado una nota? Creo que será mejor que yo le deje también una.

Hubo sonido de roce, como si Vielle intentara impedirle que llegara a la puerta, y entonces el pomo se sacudió.

—Debo de haberla cerrado sin darme cuenta al salir —dijo Vielle—. LO siento. —Y luego, desde el fondo del pasillo, añadió—: Le diré que quiere verla.

Entonces se escuchó el leve pitido del ascensor. Joanna se quedó junto a la puerta, escuchando el sonido de la respiración del señor Mandrake, sin atreverse a encender las luces por temor a que estuviera esperando allí fuera, dispuesto a asaltarla, y al cabo de un rato se acercó a la mesa y se sentó, tratando de pensar qué hacer.

“Tendré que renunciar al proyecto —pensó—, poner alguna excusa, decirle a Richard que estoy demasiado ocupada, que el proyecto está interfiriendo en mi propio trabajo. Renunciar y volver a… ¿qué? ¿Entrevistar a gente que ha tenido una parada, sabiendo lo que sé? ¿Hablar con Maisie, que se va a morir antes de recibir un corazón nuevo? ¿Con Kit, cuyo prometido se hundió con el Titanic, cuyo tío estaba atrapado allí, lanzando cohetes que nadie podía ver? No puedo —pensó. Tendría que dejar el hospital, irse a algún otro lugar, huir—. Como Ismay, marchándose en un salvavidas. Dejando a las mujeres y los niños para que se ahogaran.” “Era un cobardica”, había dicho Maisie, despectiva, y desde luego Maisie sabía algo sobre el valor. Llevaba mucho tiempo mirando a la muerte de cara y nunca había intentado escapar.

“Sólo porque no puede —pensó Joanna, pero eso era mentira—. Mira al señor Mandrake y la señora Davenport. Y a la propia madre de Maisie. Y a Amelia.”

Por eso había renunciado Amelia, se dijo, y fue como otra revelación. Siempre le había parecido que la excusa que puso Amelia de estar preocupada por sus notas no era toda la verdad, pero había supuesto que su renuncia tenía algo que ver con su atracción por Richard. Pero no fue así. Amelia había reconocido la muerte, había murmurado: “Oh, no, oh, no, oh, no”, y dimitió del proyecto.

Pero Amelia sólo tenía veintidós años. Sólo era una voluntaria, no una socia. No había firmado para intentar averiguar qué eran las ECM, y luego, cuando lo descubrió, sintió pánico, perdió los nervios y corrió hacia el bote salvavidas más cercano.

—”De donde yo soy, le colgaríamos del pino más cercano” —murmuró Joanna.

Pero aunque se quedara, aunque se lo dijera a Richard, ¿qué conseguiría? Richard no la creería. Pensaría que se había convertido en Bridey Murphy. Le diría que estaba experimentando delirios del lóbulo temporal.

“Muy bien, entonces haz que te crea. —Se acercó a la puerta, golpeándose la rodilla contra el archivador, y encendió la luz—. Demuestra tu teoría. Recopila pruebas. Consigue confirmación externa. Empezando por Amelia Tanaka.”

Joanna llamó a Amelia esa noche y otra vez a la mañana siguiente, y le pidió que viniera.

—Ya no estoy en el proyecto —dijo, y Joanna pensó que iba a colgarle el teléfono.

—Ya lo sé —respondió rápidamente—. Pero tengo que hacerte unas preguntas sobre tus sesiones, para los archivos. Sólo serán unos minutos.

—Ahora mismo estoy muy ocupada. Tengo tres exámenes esta semana, y tengo que entregar el proyecto de bioquímica. No tendré tiempo hasta finalizado el semestre —dijo Amelia, y colgó.

¿Necesitaba Joanna más prueba que ésa? Miedo y reluctancia en cada palabra. Joanna sacó el expediente de Amelia del clasificador. En el cuestionario, había especificado concienzudamente no sólo su dirección, sino su horario de clases, junto con los edificios y el número de las aulas. Tenía bioquímica al día siguiente por la tarde, desde la una a las dos menos cuarto.

A la una del día siguiente. Y hasta entonces… Joanna insertó el disquete de Amelia en el ordenador y empezó a repasar su transcripción, buscando pistas. No había ninguna. Calor, paz, una luz brillante, nada en absoluto acerca de agua ni de un suelo curvado hacia arriba o gente de pie en cubierta.