Eso podría ser, porque cuando llegaron a la cafetería, que estaba pásmate, abierta a media tarde, y Joanna le preguntó a Amelia si quería una Coca-Cola o un café, Amelia respondió:
—Tengo clase dentro de unos minutos.
Y Joanna sabía que era una mentira descarada.
—Sólo serán unos minutos —dijo Joanna, abriendo un cuaderno— Tengo que completar tu entrevista final. —Eso parecía, esperaba, bastante oficial y necesario—. ¿Cuánto tiempo estuviste en el proyecto?
—Cuatro semanas. Joanna lo anotó.
—¿Motivo para renunciar?
—Ya se lo dije, mis clases son realmente difíciles este semestre. No tenía tiempo.
—Muy bien —dijo Joanna, como si consultara una lista de preguntas—. En la primera sesión que tuviste en la que participé, que debió de ser tu tercera sesión, dijiste que experimentaste una sensación de calor y paz.
—Si —dijo ella, pero esta vez no hubo ninguna sonrisita al recordarlo.
Sus puños se cerraron.
—Y en tu última sesión dijiste que podías ver con más claridad, que viste a gente de pie ante la luz, pero que no pudiste distinguirla.
—No, la luz era demasiado brillante.
—¿Viste algo de tus inmediaciones?
—No —dijo, y sus puños volvieron a cerrarse. Pareció darse cuenta de ello y colocó las manos sobre su regazo.
—¿Cómo te sentiste durante esa cuarta sesión?
—Ya se lo dije, experimenté una sensación de paz. Mire, ¿hay más preguntas? Tengo clase.
—Sí —dijo Joanna—. ¿Fueron las clases el único motivo por el que dimitiste?
—Ya le he dicho…
—Tengo la impresión de que en esa última sesión viste algo que te asustó. ¿Es así?
—No —dijo Amelia, y se levantó—. Ya le he dicho que tengo clases muy difíciles este semestre. ¿Es todo?
—Necesito que firmes esto —dijo Joanna, y le plantó delante el papel y el boli. Amelia se inclinó sobre el impreso, con el largo pelo negro colgando sobre su cara—. Si viste algo que te asustó, necesito que me lo digas. Es importante. Amelia se enderezó.
—Sólo vi una luz —dijo. Le devolvió a Joanna el boli con aire de dar por zanjado el asunto y recogió su mochila—. Sentí calor y paz. Se colgó la pesada mochila al hombro y miró desafiante a Joanna—. No hubo nada que diera miedo en eso.
“Lo cual demuestra exactamente nada —pensó Joanna, viendo cómo se abría paso en la cafetería abarrotada—, excepto que no quiere hablar conmigo.” Desde luego no demostraba que hubiera visto el Titanic. Pero lo había visto. Y estaba aterrorizada ante la perspectiva de que volvieran a someterla al experimento, y por eso había renunciado.
Pero eso apenas era una prueba, y tampoco lo eran las palabras y frases de sus entrevistas. “La palabra plata también aparece en las entrevistas —le parecía oír decir a Richard—. Eso no significa que vieran el Hindenburg.” Tenía razón. Incluso el diablo podía citar las Escrituras. Repasar entrevistas y entresacar sólo las partes que encajaban en su teoría era el modus operandi del señor Mandrake, no de un científico que se preciara, sobre todo cuando había cosas que no encajaban en absoluto, como el jardín de la señora Woollam y la niebla de Maisie.
“Necesito pruebas —pensó—. Testigos.” Pero no había ninguno (excepto ella misma), y Richard ya la había rechazado. Amelia se negaba a testificar, la señora Troudtheim se negaba a dejarse someter a las pruebas y Carl Aspinall estaba en coma. Estaba el señor Briarley, ¿pero por qué demonios iba a creer Richard los farfulleos de un enfermo de Alzheimer, aunque pudiera conseguir que el señor Briarley los repitiera? Tenía que haber alguna confirmación externa, como los hechos sobre Midway y el mar de Coral que había utilizado para demostrar que el señor Wojakowski estaba mintiendo.
Como si lo hubiera conjurado o, peor aún, estuviera alucinando, vio al señor Wojakowski dirigirse hacia ella atravesando la cafetería, con su gorra de béisbol en una mano y sonriendo de oreja a oreja.
—Hola, Doc, ¿qué está haciendo aquí? —dijo—. ¿No tendría que estar en el hospital?
—¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Y usted?
—Una exposición de arte —dijo él, e hizo una mueca—. Esas cosas Modernas hechas con alambres y tazas de váteres. Aspen Gardens nos ha traído a unos cuantos en una furgoneta para verlo. —Agitó su gorra en dirección a la barra, donde Joanna vio a varias damas de pelo teñido sirviéndose café—. ¿Ha resuelto ya lo del nuevo horario?
—No. Todavía no.
—Me lo imaginaba. He estado llamándola a usted y al Doc toda la semana. Empezaba a sentirme como Norman Pichette. Pensé que rae iba a tener que agenciar una ametralladora.
Joanna lo miró, sobresaltada, pero él le sonreía amistosamente.
—Supongo que nunca le he contado cómo se quedó atrás por accidente cuando abandonamos el Yorktown. Estaba en la enfermería y cuando se despierta, no hay nadie a bordo más que él y George Weise que tenía fractura de cráneo y estaba frito. Bueno, todos los demás habíamos sido trasladados al Hamman y el Hughes.
“No se lo puede estar inventando —pensó Joanna de nuevo—. No con todos esos detalles. En parte tiene que ser verdad.”
—Nos llama, pero nosotros no podemos oírlo, estamos demasiado lejos. Bueno, intenta de todo: aulla y agita los brazos. —El señor Wojakowski hizo la demostración, agitando los brazos sobre la cabeza—. Incluso saca una olla de la cocina y empieza a aporrearla, pero estamos demasiado lejos y además hay demasiado ruido. Así que allí se queda, en un barco que se va a pique y no tiene forma de enviar un mensaje a nadie…
—Señor Wojakowski… —dijo ella, pero el estaba ya lanzado.
—¿Y entonces qué hace? Agarra una ametralladora y dispara al agua. Estamos demasiado lejos para oírlo, pero Albóndigas Fratelli ve los impactos en el agua y grita: “¡Submarino!” Todo el mundo mira, pero no conseguimos ver qué pasa. No es un submarino y no parece una carga de profundidad, y entonces yo voy y miro y allí está el tío, de pie en la banda de babor. Muy hábil por su parte, inventar esa forma de hacernos llegar su mensaje, ¿eh?
—Señor Wojakowski, tengo que hacerle una pregunta.
—Ed.
“¿Por qué estoy haciendo esto? —pensó ella—. Sólo le recordara otra historia del Yorktown, y aunque respondiera, Richard difícilmente creería a alguien que es un mentiroso compulsivo.”
—Adelante, Doc, dispare.
—Señor Wo… Ed —dijo ella—. Durante sus entrevistas, habló usted mucho de la Segunda Guerra Mundial. ¿Hubo algo en sus ECM que le hiciera pensar en sus experiencias de la guerra?
—¿En el Yorktown, quiere decir? —Se quitó la gorra de béisbol y se rascó la cabeza—. No que yo recuerde.
“La única vez que quiero que me cuente una historia —pensó ella— y me deja tirada.”
—Nada en concreto, Doc —dijo él—. Lo siento. —No importa —respondió ella, y empezó a recoger sus pertenencias. Es que tenía esa duda. Él volvió a ponerse la gorra. —Quiere decir aparte de que estaba en un barco, ¿verdad?
37
Tengo que irme, la niebla se alza.