¿O no? Recuperó la primera entrevista que había mantenido con Maisie. “Estaba dentro de aquel sitio, creo que era un túnel, pero no podía ver porque estaba oscuro y todo lleno de niebla”, había dicho, y habló sobre paredes que se alzaban a cada lado. “Eran realmente altas. La parte de arriba estaba tan alta que no podía ni verla.”
Ninguna habitación tenía techos altos en un barco, ni siquiera un barco lujoso como el Titanic. Debió de estar en la Cubierta de Botes, y el ruido que oyó fueron las chimeneas soltando vapor. Había dicho que fue un rugido. Pero no había nada en la Cubierta de Botes que fuera estrecho y con paredes altas a cada lado. Por otro lado, el humo tenía un olor inconfundible.
Joanna escribió “vapor” y “niebla” y “congregarse” e hizo búsquedas globales de cada término, deseando que llamara Kit. A las once, la muchacha lo hizo.
—Hola —dijo, nerviosa—. Lo tengo. Joanna agarró con fuerza el teléfono.
—¿Hubo un incendio en el Titanic?
—¿Un incendio? —dijo Kit, aturdida—. Oh, no, no he encontrado nada todavía. La única referencia en los índices era a los fuegos de las calderas y a los fogoneros trabajando para apagarlos antes de que el agua las alcanzara y causara una explosión. Nada sobre humo tampoco, pero sigo buscando. No llamaba por eso. ¡He encontrado el libro!
Ahora le tocó a Joanna el turno de no entender nada.
—¿El libro?
—¡Laberintos y espejos! Por fin. He tenido que poner la casa patas arriba. La cocina está peor que cuando la desmanteló el tío Pat. Nunca imaginarás dónde estaba. En el frigorífico. En la bandeja del hielo, así que está un poco húmedo y medio congelado, pero al menos lo tengo, y lo he guardado en sitio seguro, para que el tío Pat no pueda volver a esconderlo. ¿Puedes venir a recogerlo? Puedo prepararte el almuerzo.
—No, tengo mucho trabajo. Yo…
“Ya sé lo que es el Titanic. Ya no necesito el libro. Necesito pruebas.”
—No estoy segura de cuándo voy a poder pasarme. Por aquí las cosas son de locura.
—Puedo llevártelo al hospital —dijo Kit—. Los de Eldercare van a venir esta noche, pero puedo llamar y ver si es posible cambiarlo para esta tarde.
—No —dijo Joanna, y trató de poner más entusiasmo en la voz—. Me pasaré.
—Magnífico. Me muero de ganas de ver si la conexión está ahí. Haré galletas en el horno.
—Oh, no te molestes. No sé exactamente cuándo…
—No es ningún problema. Ya he sacado todos los ingredientes de todas formas. Y el calor del horno ayudará a secar el libro. Te veré esta tarde —dijo, y colgó antes de que Joanna pudiera recordarle que la llamara si descubría algún incendio.
“No lo hará —pensó Joanna—, porque no hubo ninguno.” Si hubiera habido un incendio, sin eluda habría salido en la película, con lo que le gustan a Hollywood los efectos especiales, y el que ella había imaginado, con los leños ardiendo resbalando de la chimenea cuando el barco se inclinaba, prendiendo fuego a la alfombra, se habría apagado casi inmediatamente con el agua. “Tiene que haber sido vapor —pensó—, pero el señor Katzenbaum dijo humo, igual que Coma Carl.”
Sonó el teléfono. “Es Kit que llama”, pensó Joanna. Iba a responder pero apartó la mano y dejó que el contestador automático lo hiciera por ella. Menos mal. Era el señor Mandrake.
—No comprendo por qué no sé nada de usted. La he llamado al busca y he estado en su despacho numerosas veces —dijo, la voz vibrando de irritación—. Tengo pruebas…
“Pruebas —pensó Joanna, despectiva—. ¿De qué? ¿De algo que la señora Davenport ha recordado para usted? ¿Preguntas que dan pistas? ¿Datos sesgados para que encajen con su teoría, dejando fuera los hechos que no encajan?
“¿Y cómo llamas a lo que tú tienes? ¿En qué se diferencian tus pruebas de las del señor Mandrake? Tienes docenas de referencias al Titanic. No demuestra nada excepto que puedes encontrar pruebas de cualquier cosa que quieras si buscas con atención. Porque todo sigue siendo subjetivo, no importa que porcentaje de los testimonios sea consistente. Sigue sin haber ninguna verificación externa. Necesito una zapatilla de tenis roja —pensó—, o un mapa del sur del Pacífico.
“¿Y cómo voy a conseguirlo? El señor Wojakowski es un mentiroso compulsivo, el señor Briarley no puede recordar, Amelia Tanaka se niega a hablar, Coma Carl…”
—Coma Carl —dijo en voz alta. Ella no era la única que lo había oído. Guadalupe lo había oído también, y su esposa. Si había algo en sus farfulleos que apuntara claramente al Titanic…
Recuperó su archivo. Había dicho “humo” y “ohhh… gran”, pero eso no era definitivo. Fue bajando por la pantalla. “Agua… tengo que… ido”, había escrito Guadalupe. ¿Los botes se han ido?
Alguien llamó a la puerta. El señor Mandrake, sospechó Joanna, y se quedó quieta.
—¿Joanna? —llamó Richard—. ¿Estás ahí dentro?
—Un momentito —dijo ella. Despejó la pantalla, puso el archivo del señor Wojakowski encima de las transcripciones y abrió la puerta.
—Hola —dijo Richard—. Sólo quería decirte que voy a salir un momento. Estaré en el despacho de la doctora Jamison en la octava si me necesitas para algo. Espero que ella pueda ver en los escaneos de la señora Troudtheim algo que a mi se me haya pasado por alto.
—¿El cortisol no estaba presente en las otras ECM de la señora Troudtheim? —preguntó Joanna, apoyada en el quicio de la puerta para que él no pudiera entrar.
—No, lo había a puñados. —Richard se pasó la mano por el pelo—. Por desgracia, también había cortisol y DABA en una de las de Amelia Tanaka, dos de las tuyas y tres del señor Sage, incluida la de los veintiocho minutos.
—¿Entonces no vas a someter a la prueba a la señora Troudtheim? —preguntó Joanna, esperanzada.
—No, todavía tengo un par de ideas. Una es la teta-asparcina.
—¿No dijiste que no era un inhibidor?
—No lo es, pero podría abortar la ECM de algún modo. Y tú saliste despedida cuando reduje la dosis. Eso podría significar que el umbral de ECM de la señora Troudtheim es más alto de lo normal, así que voy a subir la dosis para ver si eso la mantiene. Por eso he venido. Quería asegurarme de que te vendría bien a las dos. Voy a reunirme con la doctora Jamison a la una, pero volveré con tiempo de sobra, y le dije a Tish que estuviera aquí a la una y media por si la señora Troudtheim llega temprano. Bueno —dijo, golpeando el marco de la puerta con la palma de la mano—. Te veré a las dos.
—Sí. A esa hora ya habré terminado —respondió ella, y algo de! pesar en su voz debió de notarse porque él se volvió y dijo:
—¿Sabes una cosa? Los dos hemos estado trabajando demasiado. Cuanto todo esto termine, nos iremos a cenar. No a Taco Pierre’s. A un restaurante de verdad.
“Cuando todo esto termine.”
—Me encantará —dijo Joanna.
—Y a mí también —dijo él, y le sonrió—. Te he echado de menos estos últimos días.
—Yo también.
—Oh, y yo mantendría cerrada la puerta si fuera tú. Mandrake apareció por el laboratorio buscándote. Le dije que estabas en la cafetería.
—Gracias.
—”Hay más cosas en el cielo y la tierra, Horacio, que sueños en tu filosofía” —recitó, sonriendo, y desapareció en el ascensor.
Joanna cerró la puerta con llave y volvió a estudiar los informes de Guadalupe. “Tengo que… no puedo… parches.” ¿Parches?
“Tengo que mirar las notas que escribió Guadalupe”, pensó Joanna, y sacó el talonario de recetas y trocitos de papel donde Guadalupe había ido anotando las palabras de Coma Carl. La primera, escrita en el dorso de un menú del hospital, decía: “Prisionero de guerra del Vietcong otra vez. Ninguna palabra inteligible. Retiré la sonda.” “Humo… —La siguiente, en la hoja de una receta—, no puedo… lado…” ¿O “demasiado”, como en “demasiado lejos para que venga”? ¿O estaba diciendo otra vez “tengo que”? ¿Tengo que qué?