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—Exactamente —dijo Richard—, y además no tenía nada que ver con el proyecto cartografiador en el que estaba trabajando. Así que documenté los escaneos y el testimonio del señor O’Reirdon sobre su ECM y los guarde en un cajón. Y entonces, dos años después, leí un estudio sobre los efectos de las drogas psicoactivas en la actividad del lóbulo temporal. Había una foto de un escáner TEP de un paciente que tomaba ditetamina; me resultó familiar, y saqué los escaneos del señor O’Reirdon. Seguían la misma pauta.

—¿Ditetamina?

—Es una droga similar al PCP —dijo él, rebuscando en los bolsillos de su bata, y Joanna se preguntó si iba a sacar un frasquito lleno de droga. Sacó un paquete de caramelitos de menta—. ¿Quiere uno? —dijo, ofreciéndole el paquete. Ella aceptó uno—. No produce efectos psicóticos —continuó Richard, desliando el papel que cubría los caramelos—, ni su cuelgue, pero sí causa alucinaciones, y cuando llamé al doctor que llevaba a cabo el estudio y le pedí que las describiera, dijo que sus sujetos contaban que se sentían flotar por encima de sus cuerpos y que luego entraban en un túnel oscuro con una luz al fondo y un ser radiante. Y supe que tenía algo.

Poder descubrir qué pasaba después de la muerte era algo que siempre había fascinado a la gente, como demostraba la popularidad de los libros de los espiritistas y del señor Mandrake. Nadie había descubierto un método científico para hacerlo, descontando a Harry Houdini, cuyos intentos por comunicarse con su esposa desde la tumba habían fracasado, y a Lavoisier.

Sentenciado a morir en la guillotina, el gran químico francés propuso un experimento para demostrar o rebatir la hipótesis de que el decapitado conservaba la conciencia después de muerto. Lavoisier dijo que parpadearía mientras conservara la conciencia, y lo hizo. Parpadeó doce veces.

Pero pudo no ser más que un acto reflejo, como el de las gallinas que corren con la cabeza cortada, y no había forma de verificar qué había sucedido. Hasta ahora.

—¿Entonces su proyecto implica suministrarle ditetamina a los pacientes y someterlos aun escáner TPIR? —dijo Joanna—. ¿Y luego entrevistarlos?

—Sí, y ellos hablan de túneles y luces y ángeles, pero no sé si son el mismo tipo de fenómenos que se experimentan durante las ECM, o si es un tipo de alucinación totalmente distinto.

—¿Y para eso me quiere a mí, para que entreviste a sus sujetos y le diga si me parece que sus descripciones son iguales a las de la gente que ha tenido ECM?

Richard asintió.

—Y quiero que consiga un testimonio detallado de lo que han experimentado. Su experiencia subjetiva es un indicador de qué zonas cerebrales están siendo estimuladas y qué neurotransmisores están implicados. Necesito su experiencia en el proyecto —dijo Richard—. Los testimonios que he conseguido de mis pacientes no han sido muy reveladores.

—Entonces deben de ser ECM —dijo Joanna—. A menos que el señor Mandrake les haya estado diciendo lo que tienen que decir, quienes experimentan las ECM son notablemente vagos, y si intentas presionarlos en busca de detalles, se corre el riesgo de influir en su testimonio.

—Exactamente, y por eso la necesito. Usted sabe cómo hacer preguntas que no provoquen respuestas predeterminadas, y tiene experiencia con las ECM. A excepción de los elementos nucleares, yo no tengo forma de comparar las alucinaciones provocadas por la ditetamina con las ECM reales. Y creo que también sería útil para usted —añadió ansiosamente—. Tendría la oportunidad de entrevistar a sujetos en un entorno controlado.

«Y sin tener que preocuparme de que el señor Mandrake llegue a ellos primero», pensó Joanna.

—¿Y bien, qué me dice?

—No sé —respondió Joanna, frotándose la sien, cansada—. Parece maravilloso, pero tengo que pensármelo.

—Claro. Por supuesto. Es mucho de sopetón, y sé que ha tenido usted un mal día.

«Sí», pensó ella, y vio el cuerpo de Greg Menotti tendido en la mesa de reconocimiento, pálido y frío. Y deshabitado. Ido.

—No tiene que decidirlo ahora —decía Richard—. Querrá ver cómo está organizado, leer mi propuesta. No tiene que tomar una decisión esta noche.

—Bien —dijo Joanna, súbitamente agotada—. Porque no creo que pueda.

Se levantó.

—Tiene usted razón, ha sido un día duro, y aún debo transcribir algunas entrevistas antes de irme a casa. Y tengo que ir a ver a Maisie…

—Comprendo —dijo él—. Piénselo esta noche, y mañana le mostraré las instalaciones. ¿De acuerdo?

—De acuerdo. A las diez —dijo ella, y empezó a subir las escaleras—. Y gracias por la cena. Su bata es el mejor restaurante de los alrededores.

Llegó cautelosamente a lo alto de las escaleras, abrió un poco la puerta y se asomó. El pasillo estaba vacío.

—No hay moros en la costa —dijo, y los dos salieron al corredor.

—La veré a las diez —dijo él, y le sonrió—. O llámeme si tiene alguna pregunta.

Sacó una tarjeta del bolsillo de su bata. «Es como uno de esos payasos —pensó ella— que no paran de sacarse pañuelos y bocinas de bicicleta y conejos de los bolsillos.»

—Creo que formaríamos un equipo magnífico.

—Quiero pensármelo —respondió ella—. Se lo haré saber mañana. Él asintió.

—Tengo muchas ganas de que trabaje conmigo. Creo que podríamos conseguir grandes cosas. —Empezó a recorrer el pasillo y de pronto se volvió, con aspecto desconcertado—. ¿Cómo vuelvo a mi despacho?

Ella se echó a reír.

—Vaya en ascensor hasta la séptima planta, cruce el pasillo y baje las escaleras que están ante Resonancias Magnéticas hasta la sexta. El sonrió.

—¿Ve? No puedo hacer nada sin usted. Tiene que decir que se unirá al proyecto.

Ella sacudió la cabeza, sonriendo, y se volvió para dirigirse al ala este, donde estaba Maisie. Y se topó directamente con Maurice Mandrake.

—No pude localizarla a través de su busca —dijo él, severamente—. Supuse que estaba entrevistando a un paciente. ¿Ahí se dirige ahora?

—No —respondió Joanna, sin dejar de andar.

—He oído que un sujeto tuvo un paro cardíaco y lo llevaron a Urgencias esta tarde —dijo él—. ¿Dónde está?

«Ésa es la cuestión —pensó Joanna—. ¿Dónde está?»

—Murió.

—¿Murió?

—Sí. Justo después de que lo trajeran.

—Lástima —dijo el señor Mandrake—. Las víctimas de infarto tienen las ECM más detalladas. ¿Adonde va ahora?

Debía de pensar que tenía otro caso oculto en alguna parte.

—A casa —dijo, y continuó caminando decididamente, para dejarlo atrás.

Él la alcanzó.

—He hablado con la señora Davenport esta tarde. Ha recordado bastantes detalles adicionales sobre su ECM. Recuerda una escalera clorada, y en lo alto, dos ángeles con resplandecientes alas blancas.

—¿De veras? —dijo Joanna, sin dejar de andar. Había un ascensor de personal al fondo del pasillo… si podía librarse de él un momento, cosa que no parecía probable.

—Entre los ángeles estaba su tío Alvin, con su uniforme blanco de la Marina —dijo el señor Mandrake—, lo cual demuestra que la experiencia fue real. La señora Davenport no tenía forma de saber qué llevaba puesto cuando lo mataron en Guadalcanal.

«A excepción de las fotos de familia y de todas las películas sobre la Segunda Guerra Mundial», pensó Joanna, preguntándose si el señor Mandrake pretendía seguirla hasta su destino. Al parecer sí, lo que significaba que no podía ir a ver a Maisie. Maisie podía defenderse contra el señor Mandrake, pero él no sabía que había vuelto al hospital, y Joanna quería que siguiera siendo así.