La mayoría era un texto corto. “Remando en el lago”, o “Murmura mucho. Nada inteligible”, o la ominosa “Un día muy tranquilo”. Había un texto largo, en el dorso de un folleto publicitario de una compañía farmacéutica: “Nada que pudiera distinguir en mi turno de ayer. Sustituta de tres a once y Paula se olvidó de decírselo, así que no hay registros de ese turno. Le pregunté hoy si dijo algo, y respondió que no, sólo murmullos. No identificó tampoco la canción, pero dijo que parecía un himno.”
Un himno. Coma Carl tarareando, largo, largo, corto, corto, largo. Volvió al ordenador y escribió “tarareo”, buscando sus propias notas. “Largo, largo, corto, corto —había escrito—. Escala descendente.”
—Hmmm, hmmm, hm, hm, hm, hmm —tarareó, probando—. Media nota, media nota, cuarto de nota. Más cerca, mi Dios, de Ti.
En la cinta. Confirmación externa. Se levantó de un salto y tomó la caja con las cintas. Fue el día en que conoció a Richard, ¿cuándo fue eso? El quince de octubre. Rebuscó entre el montón de cintas, buscando la fecha. Allí estaba. La metió en la grabadora y pulsó “play”.
—Estaba oscuro… —rezongó la señora Davenport. Avanzó la cinta—. Y entonces me vi en mi octavo cumpleaños. Estaba jugando a colocar la cola al burro y… —Avanzó—. Mi boda. —Avanzó—. Y el ángel me entregó un telegrama.
Volvió a correr la cinta hacia delante, demasiado, sólo había silencio. Rebobinó, y allí estaba. Coma Carl tarareando, agónicamente lento. La volvió a pasar, anotando en una libreta, líneas para la longitud de la nota, flechas para el tono, largo, largo, el tono bajando con cada nota, corto, largo, deseando saber leer música. ¿La melodía de Más cerca, mi Dios, de Ti subía o bajaba?
Tarareó los primeros acordes, tratando de estirar las notas para que encajaran con el glacial tarareo de Coma Carl, pero no sirvió de nada. La melodía podría haber sido cualquiera. “Tengo que acelerarlo”, pensó. Rebobinó hasta el principio y luego corrió rápido la cinta, pero se oía sólo un ruidito y no podía controlar la velocidad con una grabadora tan pequeña.
“Necesito un reproductor bueno”, pensó, y trató de pensar quién tendría uno. ¿Kit? Si lo tuviera, Joanna podría escuchar la cinta y recoger el libro al mismo tiempo, pero no recordaba haber visto ningún equipo de música en la biblioteca del señor Briarley, ni siquiera una grabadora. Kit tal vez tuviera una en su habitación. La llamó, pero la línea estaba ocupada.
Muy bien, ¿y en el hospital? La grabadora de Maisie era de juguete, de esas cosas de plástico rosa, probablemente peor que su minigrabadora. ¿Vielle? No, lo único que tenían en Urgencias era un tocadiscos, “porque nadie ha tenido tiempo de escuchar música aquí desde 1974”, había dicho Vielle una noche.
Contempló la minigrabadora, intentando recordar dónde había visto un aparato mejor. En una de las oficinas, donde escuchaban música mientras trabajaban. Pagos o Personal. Archivos, decidió. Sacó la cinta de la minigrabadora, se la guardó en el bolsillo y bajó a Archivos.
Su memoria no la había engañado. En la pared del fondo, encima de los cubículos, había una hilera de sofisticado equipo estereofónico. Pero primero tendría que pasar ante la mujer del mostrador, que parecía sólida y decidida a seguir las reglas. Casi antes de que Joanna consiguiera decir su nombre, la mujer se volvió hacia un puñado de papeles impresos, con la mano extendida para recoger el impreso adecuado.
—Creo que no hay ningún impreso para lo que necesito… Zaneta —dijo Joanna, leyendo el nombre del cartelito de la mesa de la mujer—. Necesito una grabadora capaz de reproducir una cinta a distintas velocidades.
Pero Zaneta ya se había girado para mirarla.
—Esto es Archivos —dijo—. Equipos está en la puerta de al lado.
—No, no quiero una solicitud para una grabadora. Sólo quiero que me presten la suya un par de minutos para escuchar una cinta —dijo Joanna, sacándose la cinta del bolsillo para demostrarlo—. Mi grabadora no tiene una tecla que me permita controlar la velocidad, y necesito…
—¿Trabaja usted aquí?
—Sí, me llamo Joanna Lander. Trabajo con el doctor Wright en investigación. —Zaneta se volvió hacia su terminal—. Lo único que necesito es…
—¿Lander? —preguntó Zaneta, escribiendo—. ¿L-a-n-d-e-r?
—Sí. Necesito transcribir esta cinta, pero hay que escuchar una sección a más velocidad, y me preguntaba si podría…
Sonó el busca de Joanna. “No”, pensó, y se metió la mano en el bolsillo para apagarlo, pero Zaneta ya le estaba ofreciendo el teléfono.
—La llaman por el busca —dijo severa.
Joanna se rindió. “Por favor, que no sea el señor Mandrake”, rezó, y llamó a la operadora.
—Llame a la cuarta planta al puesto de enfermeras —dijo la operadora—. Extensión 428.
Cuarta planta. “Coma Carl”, pensó, y advirtió que sabía que aquella llamada iba a producirse.
Zaneta estaba ofreciéndole una libreta y un lápiz. Joanna la ignoró y tecleó la extensión. Respondió Guadalupe.
—¿Qué pasa, Guadalupe? ¿Es Coma Carl?
—Sí, he estado intentando localizarte. No has visto a la señora Aspinall, ¿verdad? No la encontramos por ninguna parte. —Su voz desconcertada y estremecida le dijo a Joanna todo lo que necesitaba saber.
—¿Cuándo ha muerto? —preguntó, pensando en él, allí solo en su bote salvavidas, tarareando.
—¿Morir? —dijo Guadalupe con aquella misma voz de desconcierto—. No ha muerto. Se ha despertado.
38
… Morse… indio…
Guadalupe estaba en el puesto de enfermeras, hablando por teléfono, cuando llegó Joanna.
—¿De verdad está despierto? —preguntó, apoyándose en el mostrador.
Guadalupe levantó una mano, indicándole que esperara.
—Sí, estoy intentando contactar con el doctor Cherikov —le dijo al receptor—. Bueno, ¿puedo hablar con su enfermera? Es importante. Cubrió el micrófono del teléfono con la mano.
—Sí, está despierto de verdad —le dijo a Joanna—, y ahora resulta que no podemos encontrar a su médico. Ni a su esposa. No habrás visto a la señora Aspinall al venir para acá, ¿verdad?
—No. ¿Has probado en la cafetería?
—He mandado a una auxiliar a comprobarlo —dijo Guadalupe—. La señora Aspinall se ha pasado aquí dos semanas seguidas, día y noche, y siempre nos dice cuándo sale. Excepto hoy. ¿Cuánto tarda esta enfermera en ponerse al teléfono? —dijo impaciente.
—¿Ha dicho algo Carl?
—Ha preguntado por su esposa. Y dijo que tenía hambre, pero no podemos darle nada de comer porque no tenemos ninguna orden, y no podemos encontrar a su médico. No responde a su busca.
—¿Ha dicho algo sobre el coma? Guadalupe negó con la cabeza.
—La mayoría de los pacientes en coma… Sí —le dijo al teléfono— Soy Guadalupe Santos del Mercy General. Necesito hablar con el doctor Cherikov. Es urgente. Es sobre un paciente llamado Carl Aspinall. Hubo una pausa—. No —dijo Guadalupe, y su tono hizo pensar a Joanna que la enfermera había preguntado, igual que ella, si había muerto—. Está consciente.