Era Greg Menotti otra vez.
—¿Recuerda algo entre la silla de ruedas y las cortinas?
—No. Nada entre una cosa y la otra.
—¿Tuvo sueños? Algunos pacientes sueñan.
—Sueños —repitió él, pensativo—. No.
Y no lo dijo a la defensiva, ni evitó sus ojos. Lo dijo con naturalidad.
Y eso era todo. No recordaba. Y ella debía darle las gracias, decirle que descansara, salir de allí antes de que Guadalupe la pillara con las manos en la masa y sin permiso. Pero no se levantó.
—¿Y sonidos?
El negó con la cabeza.
—¿O voces, Carl? —dijo ella, usando su nombre sin pensarlo—. ¿Recuerda haber oído voces?
Él había empezado a sacudir de nuevo la cabeza, pero se detuvo y se la quedó mirando.
—Recuerdo su voz. Dijo usted que lo sentía. “Lo siento”, había dicho ella, pidiendo disculpas porque su busca sonó, por tener que marcharse.
—Había voces pronunciando mi nombre, diciendo que estaba en coma, diciendo que me había subido la fiebre.
“Eramos nosotras —pensó Joanna—, susurrando sobre su estado, llamándolo Coma Carl. Guadalupe tenía razón, podía oírnos.” Se sintió avergonzada de sí misma.
—¿Estuvo usted aquí? —dijo él, contemplando detenidamente la habitación del hospital.
—Sí. Solía venir a sentarme junto a usted.
—Podía oír su voz —dijo él, como si fuera algo incomprensible—. Así que tuvo que haber sido un sueño. Estuve realmente aquí, todo el tiempo —La miró—. No parecía un sueño.
—¿El qué? Él no respondió.
—¿Podían ustedes oírme? —preguntó.
—A veces —dijo ella cuidadosamente—. A veces usted tarareaba, y una vez dijo: “Oh, gran.” Él asintió.
—Si ustedes me oyeron, entonces debió de ser sólo un sueño.
Joanna necesitó toda su fuerza de voluntad para no preguntar de sopetón: “¿Era “gran” la Gran Escalera? ¿Qué estaba canturreando?” Por no decir: “Estuvo usted en el Titanic, ¿verdad? ¿Verdad?”
—Si me oyeron, entonces no pude haber estado realmente allí —dijo él ansiosamente.
—¿Por qué no?
—Porque estaba demasiado lejos… —Se detuvo y miró hacia la puerta.
“Demasiado lejos para llegar.”
—¿Demasiado lejos para qué? —preguntó ella apremiante, y la puerta se abrió.
—Hola —dijo un técnico de laboratorio, con una cajita de cristal llena de tubos y agujas—. No, no se levante —le dijo a Joanna, que se había puesto en pie, sintiéndose culpable—. Puedo hacerlo desde este lado.
Colocó la cajita en la mesa sobre la cama.
—No dejen que les interrumpa —dijo, poniéndose los guantes—. Solo tengo que extraer un poco de sangre.
Colocó una tira de goma alrededor del brazo de Carl.
Joanna sabía que tendría que haber dicho: “Oh, muy bien”, y seguir charlando mientras le sacaban sangre, pero temía que, si lo hacía, Carl perdiera aquel frágil hilo de memoria.
—¿Demasiado lejos para qué? —preguntó, pero Carl no estaba escuchando. Miraba temeroso la aguja que el técnico había sacado.
—Será sólo una pinchadita —lo tranquilizó el hombre, pero el rostro de Carl ya había perdido su expresión asustada.
—Es una aguja —dijo, con el mismo asombro con que le había preguntado si ella había estado en la habitación, y extendió el brazo para que el técnico pudiera insertar la aguja y acercar el tubo de cristal. La oscura sangre de Carl llenó el tubo.
El técnico terminó diestramente su trabajo, retiró la aguja y colocó algodón sobre el pinchazo.
—Ya está —dijo, cubriéndolo con un poco de esparadrapo—. No ha estado tan mal, ¿no?
—No. —Carl se volvió a mirar la intravenosa en su otro brazo.
—Muy bien, todo listo. Le veré más tarde —dijo el técnico, y la cajita tintineó mientras salía.
No había cerrado la puerta del todo. Joanna se levantó y se dispuso a cerrarla.
—Era sólo la sonda —dijo Carl, mirando con curiosidad el estrecho tubito que colgaba de la bolsa—. Creí que era un crótalo. Joanna se detuvo.
—¿Un crótalo?
—En el cañón —dijo Carl, y Joanna volvió a sentarse, con la tarjeta y el boli en la mano—. Me estaba escondiendo de ellos —continuó Carl—. Sabía que estaban ahí fuera, esperando para emboscarme. Vi a uno al fondo del cañón.
Entornó los ojos mientras lo decía y alzó la mano para protegérselos.
—Traté de subirme a las rocas, pero estaban llenas de crótalos. Estaban por todas partes —su voz se llenó de temor—, sacudiendo la cola. Me pregunto qué sería —dijo, en un tono de voz completamente distinto—. El cascabeleo. —Contempló la habitación—. ¿El calefactor, tal vez? Cuando estaba usted aquí, ¿hacía un ruido entrecortado?
—¿Estuvo usted en un cañón? —preguntó ella, tratando de comprender lo que le estaba diciendo.
—En Arizona. En un cañón largo y estrecho. Joanna escuchó, intentando comprender todavía, tomando notas casi de manera automática. En Arizona. En un cañón.
—Tenía un arroyo, pero estaba seco. Por la fiebre. Estaba oscuro, porque las paredes eran muy altas y empinadas, así que no podía verlos, pero sabía que estaban allí, esperando.
“¿Los crótalos?”
—¿Quién estaba allí esperando?
—Ellos —dijo, temeroso—. ¡Una tribu entera, con flechas y cuchillos y tomahawks! Traté de escapar, pero me hirieron en el brazo. —Se agarro el brazo como si intentara arrancarse una flecha—. Ellos —Le temblaron los hombros y su rostro se contrajo. Alzó el brazo con la intravenosa, como si se defendiera de un ataque—. Mataron a Hardy. Encontré su cuerpo en el desierto. Le habían arrancado el cuero cabelludo. Tenía toda la cabeza roja. Como el cañón. Como las formaciones rocosas. —Cerró y abrió el puño compulsivamente—. Todo rojo.
—¿Quién hizo eso? —preguntó Joanna—. ¿Quién mató a Hardy?
Él la miró como si la respuesta fuera obvia.
—Los apaches.
Apaches. No parches. Apaches. No había estado en el Titanic. Había estado en Arizona. Ella estaba equivocada y el Titanic no era universal. Pero él había dicho: “Oh, gran.” Había hecho movimientos de remo con las manos. Y ahora mismo había dicho que “estaba demasiado lejos…”.
—Estuvo usted en Arizona —empezó a decir ella—. ¿Recuerda haber estado en algún otro lugar?
—¡No! —gritó él, sacudiendo la cabeza vehementemente—. No era Arizona. Creí que lo era, por las piedras rojas. Pero no lo era.
—¿Dónde estaba entonces?
—En otro lugar. Pero en realidad estuve aquí, todo el tiempo —dijo, como para reafirmárselo a si mismo—. Fue sólo un sueño.
—¿Tuvo otros sueños? —preguntó ella—. ¿Hubo otros lugares además de Arizona?
—No hubo ningún otro lugar.
—dijo usted: “Oh, gran.” El asintió.
—Me pareció ver postes de telégrafo. Pensé que debía de estar cerca de una vía de ferrocarril. Me pareció que si conseguía llegar antes que el tren… —dijo, como si fuera una explicación.
—No comprendo.
—Creí que podría llegar hasta Río Grande. Pero no había ninguna vía. Sólo los cables telegráficos. Pero todavía podía enviar un mensaje. Podía subirme a uno de los postes y enviar un mensaje.
Ella escuchaba sólo a medias. Río Grande. No la Gran Escalera. Río Grande.
—…y estaba demasiado lejos para ir a caballo —estaba diciendo Carl mirando hacia el frente—, pero tenía que intentarlo.
Mientras hablaba, se movía suavemente arriba y abajo, los brazos doblados como si sostuviera unas riendas.