“Y Guadalupe creía que estaba remando”, pensó Joanna, aunque Parecía el gesto de remar. Parecía lo que era, Carl montando a caballo. No tarareaba Más cerca, mi Dios, de Ti. Probablemente era Allá en el rancho grande.
Y la señora Woollam había estado en un jardín. La señora Davenport había visto un ángel. Pero ella había querido que fuera una mujer en camisón. Había querido que fueran el Café Verandah y la Gran Escalera. Para que encajara en su teoría. Así que había tergiversado las pruebas para que encajaran, había ignorado las discrepancias, dado pistas a los testigos y creído lo que quería creer. Igual que el señor Mandrake.
Estaba tan obsesionada con esa idea que se había negado a aceptar la verdad: que Carl había sacado su desierto, sus apaches, de los westerns que le leía su esposa, incorporándolos a la extensión roja de su coma igual que ella había incorporado las historias del Titanic del señor Briarley al suyo. Porque estaban allí, en la memoria a largo plazo.
Y las imágenes no significaban nada. No eran universales. Eran aleatorias, tan carentes de significado como que el señor Bendix viera a Elvis. Y la sensación de algo significativo, algo importante, procedía de un lóbulo temporal sobreestimulado. Y mientras tanto, había molestado a Amelia Tanaka, había acosado a un hombre que acababa de salir de un coma y posiblemente había puesto en peligro su salud, rompiendo reglas a diestro y siniestro. Actuando como una chiflada.
—… antes de que oscureciera —estaba diciendo Carl—, pero cuando me acerqué, vi que los apaches ya estaban allí.
Joanna se guardó en el bolsillo el boli y la tarjeta con el pájaro y se levantó.
—Tengo que irme —dijo. “Antes de que me pille Guadalupe. Antes de que el consejo descubra que no ha firmado ningún permiso. Antes de que nadie se entere de cómo he actuado.” Dio una palmadita sobre las mantas—. Tiene que descansar un poco.
—¿Se marcha? —dijo, y su mano se abalanzó hacia su muñeca como una serpiente al ataque—. No se marche. —La apretó con fuerza—. Tengo miedo de volver allí, y aquí cada vez se hace más oscuro. Y más rojo.
—No pasa nada, Carl —la tranquilizó Joanna—. Solamente fue un sueño.
—No. Era un lugar real. Arizona. Lo supe por las formaciones rocosas. Pero no lo era. Y lo era. No puedo explicarlo.
—Sabía usted que Arizona era el símbolo de otra cosa.
—Sí —dijo él, y ella pensó: “En efecto significa algo. La ECM no es sólo erupciones sinápticas aleatorias, asociaciones al azar.”
—¿De qué era un símbolo, Carl? —preguntó, y esperó su respuesta conteniendo la respiración.
—Le quitaron el cuero cabelludo a Cody. Se lo arrancaron y vi su cerebro. Estaba todo rojo —dijo—. Tenía que salir de allí, antes de que oscureciera. Tenía que llevar el correo.
El correo. Las cartas flotando en agua hasta los tobillos de la sala de correo, los nombres de los sobres corridos e ilegibles, y el encargado poniéndolo cada vez más alto, arrastrándolo escaleras arriba.
—¿El correo? —preguntó Joanna, sintiendo la tensión en su pecho.
—Para el Pony Express. Cody era el jinete encargado, pero lo mataron, y yo no podía llevar el correo. Estaba demasiado lejos para ir a caballo, y los apaches habían cortado los cables.
Y el Carpathia estaba demasiado lejos, se dijo Joanna. El Californian no respondía. Pensó en el señor Briarley escribiéndole una postal a Kit, lanzando cohetes, tratando de enviar mensajes. Y ninguno de ellos llegaba a ninguna parte.
—La formación rocosa estaba muy lejos —decía Carl—, y yo temía que no hubiera nada con lo que encender un fuego.
—¿Un fuego? —dijo Joanna, pensando en Maisie.
—Para las señales de humo. Los apaches me dieron la idea. Se coloca la manta sobre la hoguera y se sacude, y el humo sube. —Tendió una manta imaginaria, sujetando con las manos sus lados imaginarios, e hizo un brusco movimiento hacia atrás con ambas manos. Como si remara. Como si remara—. No sabía hablar apache —dijo—. Lo único que conocía era el código Morse.
El marinero manejando la lámpara Morse, y Jack Phillips, tecleando incansable CQD, SOS…
—Un SOS —dijo ella—. Envió usted un SOS.
—Y en cuanto lo hice, la enfermera abrió las cortinas y regresé aquí.
—Volvió usted aquí —dijo Joanna, recordando lo que había dicho el señor Edwards. “La luz empezó a destellar y supe que tenía que volver, y de repente aparecí en el quirófano.” Recordó a la señora Woollam diciendo: “Estaba en el túnel y de repente me vi en el suelo, junto al teléfono.” Entonces recordó a Richard diciendo: “Algo los “pulsa.”
En el salón, una voz dijo, llena de nerviosismo:
—¡La hemos encontrado!
Joanna miró hacia la puerta, la puerta entreabierta que había olvidado cerrar.
—Por fin —dijo la voz de Guadalupe—. ¿Dónde estaba? La hemos estado buscando por todas partes.
Buscando por todas partes. El sobrecargo, dirigiéndose a la escalera de popa hacia la Cubierta de Paseo, comprobando la sala de fumadores, el gimnasio, buscando al señor Briarley. Y el señor Briarley recorriendo la Cubierta G y Scotland Road, hasta la sala de correo, buscando la llave. La llave.
—¡Oh, Dios mío! —susurró Joanna—. ¡Sé lo que es! —Se llevó la mano a la boca—. ¡Recuerdo lo que dijo el señor Briarley!
39
Bien, Wiley ya lo ha calentado. Vamonos.
— ¿Qué? —dijo Carl, alarmado— ¿Qué quiere decir con que sabe qué es?
Pero Joanna no le oía.
“Tengo que decírselo a Richard —pensó— Tengo que decirle que lo he descubierto.”
Se levantó.
— No irá a marcharse, ¿verdad? —dijo Carl, extendiendo la mano otra vez— ¿Sabe lo que es? ¿Lo que es Arizona?
— Está sentado hablando —dijo la voz de Guadalupe en el pasillo. “Vienen hacia aquí”, pensó Joanna. Se levantó y se guardó la tarjeta en el bolsillo.
— Su esposa está aquí —dijo, y corrió hacia la puerta antes de que Carl pudiera protestar.
¿Y cómo iba a explicar su propia presencia allí?, se preguntó, asolándose a la puerta. La señora Aspinall estaba junto al puesto de enfermeras, con Guadalupe y la auxiliar consolándola.
— No debe llorar ahora —decía la auxiliar— Todo ha terminado. No quiero que me vea así —dijo llorosa la señora Aspinall, frotándose los ojos.
—Le traeré un Kleenex —dijo Guadalupe, desapareciendo tras la esquina del puesto de enfermeras.
Joanna no se lo pensó dos veces. Salió por la puerta, cruzó el pasillo y entró en la sala de espera. Justo a tiempo. Guadalupe regresó con el Kleenex, la señora Aspinall se sonó la nariz y las tres se encaminaron hacia la habitación de Carl.
No había nadie en la sala de espera. “Es un SOS —pensó Joanna la comprensión tardía filtrándose en su interior como el agua del mar por la abertura en el costado del Titanic—. Eso es la ECM. Es el cerebro moribundo que envía una llamada de socorro, una petición de ayuda, tecleando mensajes en Morse al sistema nervioso: “Vengan de inmediato. Hemos chocado contra un iceberg.”
Transmitía señales a los neurotransmisores del cerebro, tratando de encontrar uno que pudiera hacer que funcionaran unos pulmones que ya no respiraban, tratando de encontrar uno que pusiera en marcha un corazón que ya no latía. Tratando de encontrar el adecuado.