Y a veces tenía éxito y revivía a pacientes que estaban clínicamente muertos, y los recuperaba bruscamente, milagrosamente. Como el señor O’Reirdon. Como la señora Woollam. Porque el mensaje llegó.
—¡Carl, oh, Carl! —dijo llorosa la señora Aspinall—. ¡Estás bien!
Joanna contempló el pasillo. La señora Aspinall y Guadalupe habían entrado en la habitación, y la auxiliar iba hacia los ascensores, llevando equipo médico.
Joanna esperó a que entrara en el ascensor y como luego al puesto de enfermeras. Descolgó el teléfono de detrás del mostrador, inclinándose para marcar el número del laboratorio. Si Guadalupe la pillaba allí, pensaría que se había marchado y había vuelto.
“Si Carl no ha hablado”, pensó, escuchando sonar el teléfono.
—Responde, Richard —murmuró—. Responde.
Responder. Eso era lo que hacía también la ECM, marcando números y escuchando sonar el teléfono, tratando de comunicar, esperando que alguien respondiera al otro lado. “Y si Richard sabe que es un SOS —pensó—, podrá descubrir cuál es el otro lado.”
Y no era extraño que su mente, al intentar encontrarle sentido, se hubiera ceñido al Titanic. Era la metáfora perfecta. El SOS enviado cinco minutos después de que el operador del Californian se fuera a la cama, la lámpara Morse, los cohetes, los gritos de auxilio desde el agua. Y sobre todo, Phillips sentado en su puesto, tecleando fielmente “SOS CQD”. Tecleando: “Estamos inundados hasta las calderas.” Enviando llamadas de socorro al otro lado.
Richard no respondía. “Está sentado ante la consola —pensó ella contemplando los escaneos de la señora Troudtheim, tratando de resolver el problema.”
—No es un problema, Richard —murmuró—. Es la respuesta.
Y tenía sentido evolutivo, tal como él había predicho. La ECM no preparaba al cuerpo para el trauma, no ponía en movimiento un programa mortal. Estaba intentando detenerlo.
El contestador automático entró en funcionamiento.
—Éste es el despacho del doctor Wright. Si desea dejar… —dijo su voz, pero Joanna ya había colgado el teléfono y subía las escaleras hacia el laboratorio.
Richard no estaba. La puerta se encontraba cerrada con llave, así que no tardaría sólo unos minutos en volver. La abrió y entró; luego se quedó allí, contemplando el laboratorio desierto, tratando de pensar adonde podría haber ido. ¿A la cafetería a almorzar? Miró el reloj. Era la una menos cuarto. La cafetería tal vez estuviera abierta a esa hora del día.
Había dicho que tenía una cita. Trató de recordar sus palabras cuando estuvo en su despacho. “Voy a estar fuera un rato”, dijo. ¿Dónde?
“La doctora Jamison”, pensó, recordando de pronto lo que Richard había dicho. Se acercó rápidamente al teléfono y llamó a centralita.
—Póngame con el despacho de la doctora Jamison. —Escuchó otro largo zumbido.
“¿Es que nadie responde al teléfono?”, pensó Joanna. No, y el cerebro seguía llamando y llamando, probando primero un número y luego, cuando no había respuesta, otro. Marcaba y volvía a marcar, pulsando código tras código, tratando de conectar.
Cortó y volvió a llamar a centralita.
—¿Dónde está el despacho de la doctora Jamison? ¿En qué planta?
—Tendré que mirarlo —dijo la operadora, y después de un enloquecedor minuto, informó—: 841.
—Gracias —dijo Joanna. Se disponía a colgar, pero se lo pensó mejor—. Quiero que la llame al busca.
—¿Quiere que ella la llame al laboratorio?
—No, a mi propio busca. Y quiero que llame al busca del doctor Wright también —dijo, metiéndose la mano en el bolsillo para conectar el suyo, pensando con tristeza que él tampoco lo tendría conectado.
Colgó. La oficina 841 estaba en el ala oeste. El camino más corto seria bajar a la quinta y cruzar por el pasillo elevado. No, estaban pintando el pasillo en la quinta. Bajar hasta el de la tercera. Escribió una nota: “He ido a buscarte. Llámame.” La dejó sobre la mesa de Richard, cerró la puerta, sin molestarse siquiera en echarle la llave, llamó al ascensor una y otra vez, deseando que se abriera, deseando que no se parara en la quinta, en la cuarta.
Cuando el ascensor se abrió en la tercera, como por el pasillo, cruzó el paso elevado y atravesó Medicina interna hasta el otro pasillo “Que la señora Davenport no esté dando un paseo —pensó, mirando nerviosa la puerta de su habitación—. No tengo tiempo de escuchar sus últimas invenciones.”
Joanna se mantuvo pegada a la otra pared y corrió ante la puerta entreabierta, dejó atrás el solárium y el puesto de las enfermeras.
—¡Eh, Doc! —la llamó una voz—. ¡Doc!
El señor Wojakowski. Siguió andando, como si no lo hubiera oído. Llegó al fondo del pasillo. Dobló la esquina. Llegó al pasillo elevado. Se abrió una puerta tras ella.
—¡Doc! —llamó el señor Wojakowski, jadeando—. ¡Doc Lander! ¡Espere!
Y Joanna no tuvo más remedio que darse la vuelta.
—Me pareció que era usted, Doc —dijo él, sonriendo—. La vi allá atrás y traté de alcanzarla, pero iba usted a un ritmo que parecía como si hubiera oído A sus puestos de combate. ¿Adonde va con tanta prisa?
—Estoy buscando al doctor Wright. Tengo que encontrarlo ahora mismo.
—No lo he visto —dijo él alegremente—. He venido a visitar a un amigo mío. —Señaló con la cabeza en dirección a Medicina interna—. Tuvo una embolia. Mala cosa. Tiene un lado paralizado, no puede hablar. Le ocurrió mientras bailaba claque. Se desplomó en mitad de un paso…
—Lamento oírlo —dijo Joanna, mirando hacia el fondo del pasillo—. Ojalá pudiera quedarme a charlar. Tengo…
—¿Sabe a quién me recuerda usted? A Ace Willey. Era alférez en el Yorktown, y siempre tenía prisa. “¿Dónde te crees que vas con tanta prisa?”, le decía yo. “Estás en un maldito barco.” Bueno, pues un día estaba corriendo por la cubierta hangar y pisó una escotilla abierta y…
—Señor Wojakowski, me encantaría escuchar el resto de su historia, pero tengo que irme. Tengo que encontrar al doctor Wright. —Echo a andar con decisión.
—Espere, Doc. —El la alcanzó cuando llegaba a la puerta—. Hay algo que quisiera preguntarle. Ella abrió la puerta.
—Señor Wojakowski, yo…
—Ed.
—Ed —dijo ella, sin detenerse—. Lo siento, pero no tengo tiempo para charlar.
—Sólo quería saber si ya ha solucionado lo de los horarios —contestó él, jadeando para mantener su ritmo.
—No —dijo Joanna, doblando la esquina y llegando, por fin, a los ascensores. Pulsó el botón, rezando para que no tardara una eternidad— Se lo haremos saber en cuanto lo hayamos resuelto.
—Bien. Déme un toque. Puedo hacerlo en cualquier momento.
El ascensor, por fin, se abrió y Joanna entró en él. Durante un horrible instante pensó que el señor Wojakowski pretendía seguirla, pero sólo se acercó al borde de la caja.
—Pues eso, resulta que Ace no miraba por dónde iba y pisó una escotilla abierta y cayó dos cubiertas enteras. Se rompió las dos piernas. Se pasó el año y medio siguiente en un hospital de Oahu.
Joanna pulsó el ocho y la puerta empezó a cerrarse lenta, lentamente.
—”¿Adonde te ha llevado toda esa prisa?”, le pregunté. Tendría que haberlo visto, con las dos piernas colgadas y aquellas dos escayolas que le llegaban hasta los…
Todavía estaba hablando cuando la puerta del ascensor se cerró. “Y probablemente seguirá hablando aún”, pensó Joanna cuando salió del ascensor en la octava y empezó a buscar los carteles con los números de las puertas.
“830-850”, decía uno de ellos, que señalaba hacia el pasillo de la izquierda. Lo tomó, buscando el 841. Dos hombres hispanos ataviados con monos blancos estaban al fondo, inclinados sobre un puñado de cubos, mezclando pintura.