Él se la quedó mirando, sin habla.
—Bueno, me alegro de que finalmente se haya dado cuenta… —dijo al cabo de un momento.
—Tendría que haberle escuchado desde el principio, señor Mandrake —dijo ella, risueña—. Estaba allí en su libro. Telegramas, cohetes, luces… ¿Sabía que el blanco es el color internacional de las señales de socorro?
—¿De socorro…? —preguntó él, frunciendo el ceño, inseguro.
—Nunca se me ocurrió que usted, nada menos… Pero tiene razón.
Le apretó los brazos.
—Y se equivoca cuando dice que la investigación de Richard no conduce a ninguna parte. Va a salvar a Maisie. ¡Va a obrar milagros! —dijo, y lo dejó allí, boquiabierto, sin intentar siquiera seguirla.
Pero no corrió ningún riesgo. En vez del ascensor de servicio, utilizó la escalera más cercana para bajar a la segunda planta y salir al helado aparcamiento, para no toparse con nadie más. Volvía a nevar, y cruzó los brazos sobre el pecho mientras atravesaba corriendo el aparcamiento para llegar a la puerta lateral de la primera planta.
Y su suerte se acabó. Barbara estaba rascando hielo del parabrisas trasero de su coche.
—¡Joanna! —llamó—. ¡Maisie quiere verte! —Y se acercó a ella con el rascador en la mano.
—Dile que iré a verla esta tarde —respondió Joanna, y siguió corriendo.
¿Y a quién me encontraré aquí?, se preguntó, abriendo la puerta y empezando a bajar las escaleras. ¿A Kit? ¿A la señora Davenport? ¿A todos los que conozco? Pero no había nadie en las escaleras, ni ninguna cinta amarilla en el rellano. Bajó los últimos escalones y salió al pasillo que conducía a Urgencias al trote. Abrió la puerta lateral y se quedó allí un momento, buscando a Richard. No lo vio, ni a la doctora Jamison, pero allí estaba Vielle con uno de los internos en una de las salas de reconocimiento atendiendo a un joven, no, a un chico. No era tan alto como Vielle, y la chaqueta marrón que llevaba le estaba dos tallas demasiado grande. Una chaqueta de Avalanche. Joanna distinguió el logotipo blanco y azul en la espalda.
No parecía una emergencia. Estaba allí hablando con Vielle y el interno sin ningún signo de herida que Joanna pudiera ver, al menos desde atrás, y fuera cual fuese su problema, aunque alguien le hubiera disparado con una pistola de clavos, podría esperar un momentito porque tenía que averiguar dónde estaba Richard. Cruzó Urgencias, llamando:
—¡Vielle!
Ninguno de los dos respondió. El residente, todavía con el estetoscopio puesto, se giró y la miró irritado por encima de la gráfica que estaba leyendo, pero el interno y Vielle continuaron observando al chico, que seguía hablando con ellos. Por el aspecto de sus rostros, debía de estar hablándoles de las ventajas de la medicina de hierbas sobre las vacunas contra el tétanos, porque la de Vielle no tenía su tradicional expresión preocupada, y la del interno estaba tensa de desaprobación “Bien —pensó, pasando ante un carrito—. No les importará si los interrumpo.”
—Vielle, ¿has visto al doctor Wright? —dijo, casi junto a ellos, pero siguieron sin volverse.
—Tengo que salir de aquí —dijo el chico con tranquila intensidad—. Van a cerrar la tapa.
—No —dijo Vielle suavemente—. Creo que deberías… Joanna se acercó por detrás al chico.
—Lo dices porque eres la embalsamadora —dijo enfadado—. Sé lo que estás intentando hacer.
—Vielle, lamento interrumpir, pero estoy buscando a…
El chico se volvió hacia ella, alzó el brazo y golpeó, y ella supo, al ver su rostro desesperado y lleno de pánico, que se había movido súbitamente. Pero no le pareció un movimiento precipitado.
Sucedió lenta, lentamente. El interno retrocedió un paso, abriendo la boca alarmado, la manga marrón del chico giró y se alzó, la seda capturó la luz de los fluorescentes del techo, el brazo de Vielle, todavía con su vendaje blanco, se estiró hacia delante para agarrarle la manga. Todos se movieron despacio, morosamente, como si estuvieran cubiertos de melaza.
“La Gran Inundación de la Melaza”, pensó Joanna. Pero la dilatación temporal la causaba la subida de adrenalina que acompañaba al trauma. Y aquélla no era una situación traumática.
Pero tenía que ser dilatación temporal, porque tuvo tiempo de sobra para verlo todo: la cara del interno, casi tan frenética como la del adolescente, volviéndose para llamar al guardia de seguridad, que ya se ponía en pie. La mano de Vielle, que no llegó a alcanzar la manga marrón, intentando agarrarle la mano. Y oírlo todo: la voz de Vielle, también cubierta de jarabe, gritando.
—¡Joanna! ¡No…!
La gráfica que el residente tenía en la mano cayendo al suelo. Y la alarma sonando.
Tuvo tiempo de preguntarse si la dilatación temporal podría ser algún tipo de efecto secundario de la ditetamina. “Tiempo para pensar, tengo que decírselo a Richard.” Pero si no era una situación de emergencia, ¿por qué el guardia, que todavía se estaba poniendo en pie, echaba mano a su arma?
Tiempo para pensar: “El chico debe de tener un cuchillo. Los estaba amenazando con un cuchillo cuando entré. Por eso no se volvieron cuando los llamé, por eso no me vieron hasta que fue demasiado tarje “ Eso era lo que Vielle había intentado agarrar.
Tiempo para pensar: “Le dije que Urgencias era un peligro.”
Tiempo, finalmente, para asimilar el hecho: tenía un cuchillo, aunque ella siguió sin sentir ningún temor. Eran las endorfinas, se dijo, preparando la mente contra el dolor, contra el pánico, para que pudiera pensar con claridad.
“Tiene un cuchillo”, pensó tranquilamente, y se miró la blusa, la mano que golpeaba. Pero aunque el tiempo se movía aún más despacio que el guardia de seguridad, fue demasiado tarde. Novio el cuchillo.
Porque ya había entrado.
40
¡Es terrible! Es la peor de las catástrofes del mundo… el armazón se estrella contra el suelo, completo… ¡oh, la humanidad!
Había sangre por todas partes, lo cual no tenía sentido, porque donde el cuchillo había entrado apenas había ninguna, sólo una manchita rojo oscuro.
—¡Tenemos una emergencia aquí! —gritó el interno, intentando que Joanna no cayera, pero ya había caído. Estaba tendida en el suelo de losetas, y Vielle arrodillada junto a ella, y había sangre por toda su rebeca, por toda la mano con que Vielle la sujetaba.
“Vielle ha intentado agarrar el cuchillo —pensó Joanna—. Debe de haberle cortado la mano.”
—¿Estás herida? —le preguntó.
—No —respondió Vielle, pero Joanna pensó que debía de estarlo porque había un sollozo ahogado en su garganta.
—Tenemos una herida de arma blanca —le dijo el interno al residente. “Bien, ellos se ocuparán”, pensó Joanna, pero el residente ni siquiera miró a Vielle. Miró el pequeño reguero de sangre que manaba del pecho de Joanna y luego se volvió y empezó a ponerse un par de guantes de látex—. Subidla a la mesa —dijo, tirando del guante—, y hacedme un análisis. ¿Cuál es su PS?
—Noventa sobre sesenta —dijo alguien, no pudo ver quién. Había todo tipo de gente a su alrededor, enganchando cosas y extrayendo sangre. “Qué curioso”, pensó Joanna. “¿Para qué necesitan más sangre? Ya hay más que suficiente.”
—Que el cirujano cardíaco baje ahora mismo —ordenó el residente— y traedme dos unidades más de sangre. Vielle, ve a que te apliquen un punto de sutura en esa mano tuya.
Y Joanna tuvo miedo de que Vielle se marchara y le soltara la mano pero ella continuó arrodillada a su lado.